Religión

“Effetá (esto es, ábrete)”

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Domingo 21 de agosto de 2022

Padre Ángel David Martín Rubio

I. En su Liber sacramentorum, el cardenal Schuster considera que la colecta del XI Domingo después de Pentecostés equivale a todo un tratado acerca de la oración:

«Omnipotente y sempiterno Dios, cuya infinita piedad excede los méritos y aun los deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros misericordia, y perdona aquello por que nuestra conciencia teme, y danos lo que ni pedirte osamos. Por nuestro Señor Jesucristo…».

La plegaria comienza pidiendo a Dios el perdón de los pecados y es entonces cuando Dios mismo invita al así purificado a elevarse más alto hasta llegar al don del amor. «Ciertamente la oración del pobre pecador no puede pretender tan grande don, pero es lícito esperarlo de la infinita bondad de Dios, por los méritos de Cristo; pues si a nosotros no se nos debe la gracia del amor perfecto, sí se le debe a Él, y en atención a Él mismo».

Esa misma iniciativa del amor y misericordia de Dios que eleva al hombre mediante la gracia, puede exponerse a partir de la curación del sordomudo que leemos en el Evangelio (Mc 7, 31-37). Los Padres y autores espirituales han visto representados en este hombre a los que se encuentran sordos para oír la predicación y la verdad y mudos para alabar a Dios mientras que las acciones de Jesucristo se ponen en relación con el remedio a dicha situación a través de los sacramentos y, en particular del Bautismo.

Ya los que traían al enfermo, le rogaban que, para curarle, le impusiera la mano, gesto familiar a Cristo y que posiblemente ellos creían que fuese condición esencial para la curación pues era de uso tradicional. «Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá (esto es, ábrete)» (vv. 33-34). Cristo «miró al cielo» y «suspiró» para demostrar que no iba a hacer ritos mágicos sino indicando la fuente de la curación y como expresión de su oración al Padre y, además, usa toda una serie de signos a pesar de que no eran necesarios para llevar a cabo el milagro. Se trata de una especie de «parábola en acción», con la que indicaba lo que iba a realizar, y con la que excitaba la fe de aquel hombre ya que con palabras no podía hacerlo. Más tarde, al instituir los sacramentos, para conferir la gracia también se valdrá de señales exteriores que simbolizan lo que producen.

II. La Iglesia utiliza estos signos y la palabra de Jesús («Effetá») en la liturgia del Bautismo con un rito que se verifica de este modo:

«El sacerdote, mojando el dedo pulgar en su propia saliva, toca las orejas y la nariz del niño; tocando la oreja derecha e izquierda, dice (si son varios, a cada uno en particular):

“Effeta”, es decir, abríos.

Después toca la nariz, diciendo:

En olor de suavidad. Y tú, diablo, huye; porque el juicio de Dios está cerca.

En adelante, el catecúmeno no debe ser sordo a la voz de Jesucristo, y su vida debe exhalar el buen olor de las virtudes. ¿Por qué, pregunta san Ambrosio [Liber de sacramentis, I] os ha tocado el sacerdote las orejas? Ha sido para abrirlas a la palabra santa. También os ha tocado las narices para que respiréis el buen olor de la piedad eterna y podáis decir con el Apóstol: “Somos el buen olor de Cristo”».

El cristiano debe conservar y aumentar la gracia recibida con su fidelidad en la escucha y en la respuesta, con un comportamiento acorde con su dignidad de hijo de Dios pues sería una incoherencia que el bautizado se volviera a convertir en sordo y mudo. Por eso, si el Evangelio de este domingo nos recuerda el bautismo, la Epístola (1 Cor 15, 1-10) nos amonesta acerca de la cooperación que debemos prestar a la gracia recibida. Todo bautizado debería decir como san Pablo: « por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos. Aunque no he sido yo, sino la gracia de Dios conmigo» (v. 10).

«He aquí en un solo versículo condensada toda la doctrina cristiana sobre la gracia, para confusión de pelagianos y protestantes.

Soy lo que soy por la gracia de Dios. Mis fuerzas naturales no alcanzan para ello, hijo de la ira, si atendiera exclusivamente a ellas. Pero esta gracia no ha sido estéril. Ha producido su fruto, y he trabajado más que cualquier otro. ¿Por qué? Porque, aunque no he sido yo solo, sin embargo, la gracia ha encontrado lo que necesita para convertirse en fuente de méritos. ¿A quién? A mí mismo. Hemos sido dos los autores del bien: la gracia de Dios conmigo».

En conclusión, ni la vida espiritual ni la santidad pueden desarrollarse sin la frecuencia de los sacramentos dignamente recibidos. Pidamos al Señor que por medio de ellos nos cure cuando nos volvemos sordos y mudos. Y que abra nuestros oídos para ser fieles a su gracia, obtener el perdón de nuestros pecados y poder alabarle por toda la eternidad en el Cielo.

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