Religión

Bergoglio vuelve a marginar a Jesucristo

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Domingo 6 de agosto de 2022

Reunido con gobernantes y diplomáticos, Francisco ensalzó el globalismo e invitó a los jóvenes a cultivar los «deseos de unidad, paz y fraternidad»: una propuesta difícilmente distinguible de los deseos mundanos.

Uno de los discursos más importantes de Francisco en la Jornada Mundial de la Juventud de Lisboa fue sin duda el que pronunció el miércoles 2 de agosto ante las autoridades civiles y el cuerpo diplomático. Por la naturaleza de los destinatarios, fue un discurso dirigido al mundo, no a los de dentro de la Iglesia, y sus palabras sobre temas sociales, políticos y económicos son indicativas de cómo entiende la propuesta de la Iglesia en el ámbito de su Doctrina Social.

Podemos decir que los dos puntos característicos del discurso son el acentuado «globalismo» por un lado y el silencio sobre Jesucristo por otro. Como siempre hace, y también en esta ocasión, Francisco apretó el acelerador hacia una gobernanza mundial fruto de una fraternidad no especificada y alimentada por una esperanza confusa que pretende gestionar todos los fenómenos de hoy. En cuanto a Cristo, Francisco condujo todo su discurso sin mencionarlo nunca, hasta la conclusión, cuando, hablando de la esperanza que debe animar a la comunidad planetaria en este momento, dijo: [esperanza] «que los cristianos aprendemos del Señor Jesucristo»; esto significa que los demás pueden aprenderla igualmente en otros lugares: Cristo como uno de los muchos maestros de la esperanza.

Se podría pensar que dirigiéndose a políticos y embajadores se debe hacer un discurso laico y profano y que, por tanto, Francisco hizo bien en apuntar bajo, sin mencionar la fe y la religión, que hizo bien en limitarse a la naturaleza sin sacar a colación lo sobrenatural. Tal vez desde el punto de vista de los oyentes sea cierto, pero desde el punto de vista del Papa no puede serlo. En efecto, nada ocurre en el plano natural que no refleje la influencia de lo sobrenatural en él. La revelación y la gracia invisten directamente el plano natural, no para sustituir las responsabilidades propias de ese nivel, sino para enseñarles que el fin último es otro.

El abandono del plano natural a sí mismo, que se produce incluso cuando se habla de él en su propio nivel, se denomina naturalismo. Supone que las injusticias y dificultades de la vida social pueden encontrar capacidad y posibilidades de resolución en sí mismas, sin ningún apoyo y ayuda divinos. Es un hecho conocido que Francisco dirige sus discursos de motivación social sin referencia a Cristo. Pero es difícil, y tal vez imposible, acostumbrarse a ello.

La marginación de Cristo en este discurso va de la mano del fuerte empuje globalista. En este momento, muchos centros de poder están en acción para una transformación sistémica de la organización de la vida en el planeta. Mientras en muchos pasajes de su discurso, Francisco expresa su preocupación por cómo estos actores globales amenazan la paz, producen pobreza y construyen sumisión, en muchos otros y en el tono general del discurso, presiona favorablemente por la demolición de todas las diferencias, por una sociedad global post-identitaria, mestiza, multicultural y multireligiosa.

No expresa ninguna valoración crítica de la homologación de los caracteres nacionales y culturales en el nuevo crisol global y abraza las causas tan queridas por los partidarios del Great Reset, como la llamada emergencia climática y una gestión completamente abierta de la migración. En otras palabras, abraza en gran medida precisamente esa ideología globalista para la que Cristo debe ser, en el mejor de los casos, «uno de tantos». Es muy difícil, leyendo este discurso de Francisco, distinguir las posiciones de la Iglesia católica de las del FEM de Davos o de las Open Society Foundations.

Lisboa y Portugal no son ensalzados por haber traído el cristianismo al mundo, sino por ser una sociedad «multiétnica y multicultural», por respirar el aire del océano, «que recuerda la importancia del conjunto, de pensar las fronteras como zonas de contacto, no como límites que separan». Lisboa es recordada por haber acogido los trabajos de revisión del Tratado Constitutivo de la Unión Europea, identificado con Europa, de modo que Bruselas tendría ahora el papel de llevar adelante la tarea de Europa, que no debe entenderse, por supuesto, como el renacimiento de la Magna Europa cristiana, sino como «iniciar procesos de diálogo y de inclusión, desarrollando una diplomacia de paz que resuelva los conflictos y disminuya las tensiones».

La Europa (¿o Unión Europea?) de Francisco ya no es la Europa cristiana, sino la Europa que redescubre «su alma joven», sueña con «la grandeza del conjunto», va más allá de «las necesidades de lo inmediato», incluye a «pueblos y personas», no recurre a «teorías y colonizaciones ideológicas». 

Todo aquello para lo que Cristo sirve de poco. Francisco desea que los jóvenes cultiven «deseos de unidad, paz y fraternidad» para «realizar sus sueños», para «construir juntos», para «crear cosas nuevas», para «hacerse a la mar y navegar juntos hacia el futuro». Indicaciones vacías de contenido, que los jóvenes de Lisboa podrían aplicar, sin captar las diferencias, a las propuestas del neoglobalismo posthumano e irreligioso.

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