Decir siempre la verdad
En un mundo en que tantas veces la mentira y el disimulo es el modo de comportamiento habitual de muchos, debemos los cristianos ser hombres veraces, que huyen siempre hasta de la mentira más pequeña. Así nos han de conocer quienes nos tratan: hombres y mujeres que no mienten jamás, ni en asuntos de poca importancia, que rechazan de sus vidas lo que tiene sabor de disimulo, de hipocresía, de falsedad, que saben rectificar cuando se han equivocado. Nuestra vida será entonces de una gran fecundidad apostólica, pues se confía siempre en la persona íntegra, que sabe decir la verdad con caridad, sin herir, con comprensión hacia todos.
«¡Cuántas debilidades, cuánto oportunismo, cuánto conformismo, cuánta vileza!», decía el Papa Pablo VI refiriéndose «a esas buenas personas, que olvidan la belleza y la gravedad de los compromisos que les unen a la Iglesia». Esta misma situación, que quizá en estos años se ha puesto más de manifiesto, nos llevará a aborrecer la falsedad, por pequeña que nos pueda parecer, porque «la mentira se opone a la verdad como la luz se opone a las tinieblas, la piedad a la impiedad, la justicia a la iniquidad, la bondad al pecado, la salud a la enfermedad y la vida a la muerte. Por tanto, cuanto más amemos la verdad, tanto más debemos aborrecer la mentira». No se trata de saber hasta qué punto se pueden decir cosas falsas sin incurrir en falta grave. Se trata de aborrecer la mentira en todas sus formas, de decir la verdad entera; y cuando por prudencia o caridad no se pueda, entonces callaremos, pero no inventaremos recursos formalistas que tranquilicen falsamente la conciencia. Debemos amar la verdad en sí misma y por sí misma, y no solo en cuanto afecta al daño o al provecho propio o del prójimo. Debemos aborrecer la mentira como algo torpe e innoble, cualquiera que sea el fin con que se la emplee. Debemos aborrecerla porque es una ofensa a Dios, suma Verdad.
Fácilmente se cree lo que se desea. Y así, por ejemplo, muchos enemigos de la Iglesia se encuentran siempre inclinados a tener por ciertos todos los rumores injuriosos, juzgando sin indicios suficientes, informando incluso a la opinión pública sobre esa base. Lo que, en definitiva, se equipara a la mentira, por su origen y por sus consecuencias. Contra la mentira, fríamente empleada tantas veces, nosotros tenemos la verdad, la claridad, la sinceridad sin equívocos ni ambigüedades: la práctica firme de una veracidad en las relaciones personales diarias, en los negocios, en la familia, en los estudios y en los órganos de la opinión pública cuando tengamos acceso a ellos. No sabemos responder a una mentira con otra mentira.
La oración litúrgica nos invita a clamar: que nuestra voz, Señor, nuestro espíritu y toda nuestra vida sean una continua alabanza en tu honor…. Que nuestra conversación sea siempre veraz, propia de un hijo de Dios.