Oración y apostolado
Jueves 11 de enero de 2024
El Señor nos quiere como instrumentos suyos para hacer presente su obra redentora en medio de las tareas seculares, en la vida corriente. Pero, ¿cómo podríamos ser buenos instrumentos de Dios sin cuidar con esmero la vida de piedad, sin un trato verdaderamente personal con Cristo en la oración? ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego?, ¿no caerán los dos en el precipicio?. El apostolado es fruto del amor a Cristo. Él es la Luz con la que iluminamos, la Verdad que debemos enseñar, la Vida que comunicamos. Y esto solo será posible si somos hombres y mujeres unidos a Dios por la oración. Conmueve contemplar cómo el Señor, entre tanta actividad apostólica, se levanta muy de madrugada, cuando aún era oscuro, para dialogar con su Padre Dios y confiarle la nueva jornada que comienza, llena también de atención a las almas.
Nosotros debemos imitarle: es en la oración, en el trato con Jesús, donde aprendemos a comprender, a mantener la alegría, a atender y apreciar a las personas que el Señor pone en nuestra senda. Sin oración, el cristiano sería como una planta sin raíces: acaba seca, sin posibilidad de dar frutos, en poco tiempo. En nuestro día podemos y debemos dirigirnos al Señor muchas veces. Él no está lejos: está cerca, a nuestro lado, y nos oye siempre, pero particularmente en los ratos –como ahora– que dedicamos expresamente a hablar, sin anonimatos, de tú a tú, con Dios. En la medida en que nos abrimos a los requerimientos divinos, la jornada será divinamente eficaz y tendremos más facilidad para no interrumpir el diálogo con Jesús. En verdad, nuestra vida de apóstoles vale lo que valga nuestra oración.
La oración siempre da sus frutos, es capaz de sostener toda una vida. De ella sacaremos la fortaleza para afrontar las dificultades con el garbo de los hijos de Dios. Y para la perseverancia –la constancia en el trato con nuestros amigos– que requiere todo apostolado. Por eso nuestra amistad con Cristo ha de ser día a día más honda y sincera. Para esto debemos empeñarnos seriamente en evitar todo pecado deliberado, guardar el corazón para Dios, procurar rechazar los pensamientos inútiles, que frecuentemente dan lugar a faltas y pecados, rectificar muchas veces la intención, dirigiendo al Señor nuestro ser y nuestras obras… Hemos de luchar contra el desaliento –si llegara alguna vez– que puede producirse al pensar que no mejoramos en la oración personal, pues entonces es fácil que el demonio insinúe la tentación de abandonarla. No debemos dejarla jamás, aunque estemos cansados y no podamos centrar del todo la atención, aunque no tengamos ningún afecto, aunque –sin desearlo– lleguen muchas distracciones. La oración es el soporte de nuestra vida y la condición de todo apostolado.
Acudimos, al terminar este rato de oración, a la intercesión poderosa de San José, maestro de la vida interior. A él, que durante tantos años vivió junto a Jesús, le pedimos que nos enseñe a amarle y a dirigirnos a Él con confianza todos los días de nuestra vida; también aquellos que parecen más apretados de trabajos y en los que nos sentimos con más dificultades para dedicarle ese rato de oración que acostumbramos. Nuestra Madre Santa María intercederá, junto al Santo Patriarca, por nosotros.