Treinta años de la muerte de Monseñor Marcel Lefebvre (1991-2021), agigantan su figura
No podíamos dejar pasar este año sin rendir un homenaje, aunque sea modesto, a monseñor Marcel Lefebvre (1905-1991), sacerdote espiritano, misionero, nuncio apostólico en el África francesa, obispo, superior de su congregación y fundador de la Fraternidad de San Pío X.
Hace algunos días apareció un testimonio de una conversación entre el entonces cardenal Ratzinger y unos clérigos visitantes suyos, que hasta ahora no ha sido desmentida. Allí, el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe calificaba a monseñor Lefebvre como «el más grande obispo del siglo XX», reconociendo la necesidad que tenía de contar con sus propios obispos en medio del tsnumani de apostasía del posconcilio.
Esta declaración es coherente con sus palabras, ya como Benedicto XVI, en una reunión con monseñor Fellay: «Monseñor Lefebvre es un gran hombre de la Iglesia».
Resumir la trayectoria de monseñor Lefebvre puede ser difícil, pero ya el sutil Ratzinger nos ha hecho el favor de definirla en una palabra: obispo. Fue un obispo católico. Nada más. Un obispo católico puesto en acto, es decir, perfecto.
Sed, pues, perfectos como vuestro Padre Celestial que está en los cielos es perfecto,dice la Escritura (Mateo 5:48). ¿Y en qué consiste esa perfección? Pues en cumplir el deber de estado e ir incluso, más allá. Que cada uno cumpla con su deber, Dios dará la victoria, decía Juana de Arco, compatriota de Monseñor, con cuya figura guarda ricas analogías. Y eso hizo Monseñor en su vida: cumplir con su deber como obispo católico, nada menos.
Antiguamente, ese era el baremo con el que se medía la santidad: el cumplimiento heroico del deber de estado. Qué tiempos los nuestros en que todo un cardenal de la Iglesia, monseñor Angelo Amato, de la Congregación de las Causas de los Santos, haya tenido que declarar en una entrevista que Juan Pablo II no era beatificado por su papado o su impacto en la historia sino por la forma en que vivió las virtudes cristianas.
¡Como si pudieran las vivirse virtudes fuera de aquella vocación de Dios que es el deber de estado! ¡Como si un padre de familia o un gobernante o un papa pudiera siquiera arrogarse algún mérito ante Dios habiendo desgobernado o abandonado a su familia, a sus súbditos o a la Iglesia! ¡Como si, en resumen, pudieran vivirse las virtudes al margen de la vida!
El episcopado es la plenitud del sacerdocio. Monseñor Lefebvre fue, ante todo, sacerdote y obispo misionero. Una de las partes más interesantes del ya de por sí extraordinario documental Un obispo en la tormenta (2011) es la dedicada a su labor misionera en el África francesa.
Los testimonios, algunos muy conmovedores, provienen de clero incluso opuesto doctrinalmente a él, pero todos insisten en que fue un pastor tan activo como contemplativo (cfr. las declaraciones de las madres del Carmelo de Dakkar) y tan cercano al pueblo como consciente de la eminente dignidad del sacerdocio. Y siempre afable pero firme.
Lefebvre creía en la Gracia de Dios. Y creía que la Gracia de Dios operaba en los sacramentos, dándonos la vida divina; salvándonos. En y por la Iglesia, tal y como lo dice en numerosas ocasiones Cristo mismo en los Evangelios.
En resumen: Monseñor era católico. Y no podía tolerar que los sacramentos se comprometan en una reforma litúrgica nacida claramente de una nueva teología, con matices antropocéntricos y ecuménicos, que confundía el orden natural con el sobrenatural y que surgía, a su vez, de una filosofía que no buscaba ya adecuarse a la realidad, sino a la acción o a cualesquiera dinamismos inmanentes del hombre.
Liturgia dudosa rechazada incluso por todo un pro-prefecto del Santo Oficio, como era el cardenal Ottaviani, en un texto firmado por él y por el cardenal Bacci, que hasta ahora no ha sido refutado.
Lefebvre sabía que la ley primera de la Iglesia es la salvación de las almas y que tales compromisos acabarían por, en el mejor de los casos, generar grave escándalo y confusión en los fieles, y en el peor, apostasía y sacrilegio.
Pero por sobre todo, defendía los derechos de Dios. A un culto perfecto, revelado por él, atesorado y enriquecido secularmente por la Iglesia. Y a una sociedad que, como consecuencia necesaria de la Encarnación del Verbo, tuviese el privilegio sublime de reconocerlo como Rey.
Lefebvre sabía todo eso. Pudo vislumbrar además los riesgos de todo compromiso, incluso aquellos que venían precedidos por el heraldo ambiguo de las «buenas intenciones».
El tiempo le dio la razón y nosotros, católicos perplejos de inicios del siglo XXI, repetimos como Jorge Manrique: ¿qué fue de tanto galán, qué fue de tanta invención como trajeron? Desde Marie-Dominique Philippe, quien tempranamente se alejara de Monseñor, y acabó, como muchos otros «neofundadores» contemporáneos, en el basurero de la historia y como vergüenza de la Iglesia, pues en ellos se cumplió punto por punto aquello de puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de Mi boca (Apoc, 3:16). Y tantos otros, con muy buenos principios y quizá mejores intenciones, que por aceptar el compromiso acabaron, en el mejor de los casos transbordados ideológicamente y contribuyendo, quizá algunos con solo muy pocos granos de arena, a formar futuros descristianizados.
Mírese el caso de España o de otros países de signo semejante, donde los líderes católicos de buena línea, sea eclesiásticos y laicos, prefirieron poner entre paréntesis la lucha por la liturgia, en aras de conservar un «bien mayor» que ni ahora ni antes alcanzaron a explicar o siquiera definir, con tristes resultados.
Porque la lógica de la aceptación entusiasta de la nueva liturgia y de la inmolación de incienso –aunque sea vagamente jurídico- a las estructuras modernistas acaba atrayendo, particularmente a aquellos que vienen de posiciones de resistencia y de plena conciencia de la crisis, no sé qué suerte de maldición o de abrazo de apestado, que transforma a los hijos de Abraham en piedras, a veces incluso de escándalo. ¿Será quizá la maldición contra el antropocentrismo paganizante de la que habla san Pablo en la Epístola a los Romanos?
Sea lo que fuere, aun la acción también fecunda de las llamadas comunidades Ecclesia Dei (ahora con un pie en el patíbulo de Francisco) con sus luces y sus sombras correspondió indirectamente a la acción de monseñor Lefebvre.
La «irregularidad» de la Fraternidad de San Pío X era la mejor garantía de su existencia e incluso la mayor parte de ellas nacieron de esta, a la que, en la intimidad, reconocen como su congregación madre.
Recuerdo el caso de un sacerdote de la Fraternidad de San Pedro, no precisamente de su lado más conservador, que, ante mi pregunta de cómo definiría a monseñor Lefebvre, me dijo: «Era un santo».
Lefebvre sabía, finalmente, que ningún bien justifica cometer un acto malo en sí mismo. Y que consagrar obispos no era un mal intrínseco. Ni siquiera hacerlo sin consentimiento papal. Estaba gravemente penado hacerlo, si no mediaba el estado de necesidad, pero era un delito secundum quid,no simpliciter.
De esto dan fe las consagraciones clandestinas de las iglesias perseguidas, tras la cortina de hierro y tras la de bambú. Aun hoy, los obispos chinos que despiertan la admiración del mundo cristiano son, en varios casos, ordenados sin mandato papal, pues la persecución crea el estado de necesidad.
¿Y qué ocurre cuando la persecución es aún peor que la de los enemigos totalitarios de la Iglesia? ¿Qué cuando es una autopersecución, donde los pastores destruyen a la grey con doctrinas y disciplinas alógicas y anticatólicas?
No operaba aquí, como pretenden algunos, una suerte de libre examen utilizado para «juzgar» al Santo Padre. No era Marcel Lefebvre y su mundo interior juzgando a la Iglesia, era la Tradición unánime, así divina como eclesiástica, y el Magisterio de los Papas, hasta pocos años previos, manifestando su evidente contraste con innovaciones absolutamente gratuitas e inexplicables.
Sabía, finalmente, que hasta el mismo Nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, lo excusaba de la excomunión, si es que había actuado «en obediencia a su conciencia». Y aun así, fue excomulgado luego de la consagración de Ecône de 1988.
Excomulgado por una Curia romana que, en muchísimas ocasiones, manifestó con sus ambigüedades y declaraciones explícitas o implícitas, no creer en esa excomunión.
Al final, en 2009, fue retirado el decreto y, por consiguiente, todos sus efectos jurídicos. Pero la hora de la rehabilitación todavía no ha llegado.
Fue principalmente un Hombre de Iglesia y vivió por su Fe. Todas sus acciones pueden entenderse como surgidas y nutridas por la Fe. La degradación extrema de los últimos años pero inevitable una vez que se asumió en Roma el modernismo y/o sus sucedáneos light no hace sino confirmar el acierto de su lucha.
El motu proprio Traditionis Custodes, por su parte, es la confirmación plena de que los modernistas enquistados en posiciones de poder eclesiástico jamás tolerarán la misa tradicional, que es un elocuente profeta silencioso que acusa su apostasía, aun siendo celebrada por tímidos.
Monseñor Marcel Lefebvre murió condenado por las cortes eclesiásticas y por las cortes civiles (fue multado en Francia por alertar proféticamente en 1989 contra la inmigración de musulmanes). Pero hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (Hechos, 5:29) y por eso, conforme pasa el tiempo se agiganta su figura.