Religión

Como pedir

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Viernes 25 de agosto de 2023

En el Evangelio de la Misa, San Mateo nos dice que Jesús se retiró con sus discípulos a la región de Tiro y Sidón. Pasó de la ribera del mar de Galilea a la del Mediterráneo. Allí se le acercó una mujer gentil, perteneciente a la antigua población de Palestina –el país de Canaán– donde se asentaron los israelitas. Y a grandes voces le decía: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! ¡Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio!

El Evangelista consigna que Jesús, a pesar de los gritos de la mujer, no respondió palabra. Este primer encuentro tuvo lugar, según indica San Marcos, en una casa, y allí la mujer se postró a sus pies. El Señor, aparentemente, no le hizo el menor caso.

Después, Jesús y sus acompañantes debieron de salir de la casa, pues San Mateo escribe que los discípulos se le acercaron para decirle: Atiéndela para que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros. La mujer persevera en su clamor, pero Jesús se limita a decirle: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de Israel. Esta madre, sin embargo, no se dio por vencida: se acercó y se postró ante Él diciendo: ¡Señor, ayúdame! ¡Cuánta fe!, ¡cuánta humildad!, ¡qué interés tan grande en su petición!

Jesús le explica mediante una imagen que el Reino había de ser predicado en primer lugar a los hijos, a quienes componían el pueblo elegido: No está bien -le dice- tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Pero la mujer, con profunda humildad, con fe sin límites, con una constancia a toda prueba, no se echó atrás: Es verdad, Señor -le contesta-, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de las mesas de sus amos. Se introduce en la parábola, conquista el Corazón de Cristo, provoca uno de los mayores elogios del Señor y el milagro que pedía: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres. Y quedó sana su hija en aquel instante. Fue el premio a su perseverancia.

Las buenas madres que aparecen en el Evangelio manifiestan siempre solicitud por sus hijos. Saben dirigirse a Jesús en petición de ayuda y de dones. Una vez será la madre de Santiago y de Juan la que se acerque al Señor para pedirle que reserve un buen puesto para sus hijos. Otra vez será aquella viuda de Naín que llora detrás de su hijo muerto y consigue de Cristo, quizá con una mirada, que se lo devuelva con vida… La mujer que nos presenta el Evangelio de hoy es el modelo acabado de constancia que deben meditar quienes se cansan pronto de pedir.

San Agustín nos cuenta en sus Confesiones cómo su madre, Santa Mónica, santamente preocupada por la conversión de su hijo, no cesaba de llorar y de rogar a Dios por él; y tampoco dejaba de pedir a las personas buenas y sabías que hablaran con él para que abandonase sus errores. Un día, un buen obispo le dijo estas palabras, que tanto la consolaron: «¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas». Más tarde, el propio San Agustín dirá: «si yo no perecí en el error, fue debido a las lágrimas cotidianas llenas de fe de mi madre».

Dios oye de modo especial la oración de quienes saben amar; aunque alguna vez parezca que guarda silencio. Espera a que nuestra fe se haga más firme, más grande la esperanza, más confiado el amor. Quiere de todos un deseo más ferviente –como el de las madres buenas– y una mayor humildad.

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