Religión

La vida de fe de la Virgen María

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Domingo 8 de septiembre de 2024

La vida de Nuestra Señora no fue fácil. No le fueron ahorradas pruebas y dificultades, pero su fe saldrá siempre victoriosa y fortalecida, convirtiéndose en modelo para todos nosotros. «Como Madre, enseña; y, también como Madre, sus lecciones no son ruidosas. Es preciso tener en el alma una base de finura, un toque de delicadeza, para comprender lo que nos manifiesta, más que con promesas, con obras.


»Maestra de fe. ¡Bienaventurada tú, que has creído! (Lc 1, 45), así la saluda Isabel, su prima, cuando Nuestra Señora sube a la montaña para visitarla. Había sido maravilloso aquel acto de fe de Santa María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). En el Nacimiento de su Hijo contempla las grandezas de Dios en la tierra: hay un coro de ángeles, y tanto los pastores como los poderosos de la tierra vienen a adorar al Niño. Pero después la Sagrada Familia ha de huir a Egipto, para escapar de los intentos criminales de Herodes. Luego, el silencio: treinta largos años de vida sencilla, ordinaria, como la de un hogar más de un pequeño pueblo de Galilea»10.

En los años de Nazaret brilla en silencio la fe de la Virgen. El Hijo que Dios le ha dado es un niño que crece y se desarrolla como el resto de los seres humanos, que aprende a hablar, a caminar y a trabajar como los demás. Pero sabe que aquel niño es el Hijo de Dios, el Mesías esperado durante siglos. Cuando lo contempla inerme en sus brazos, sabe que es el Omnipotente. Sus relaciones con Él están llenas de amor, porque es su hijo, y de respeto, porque es su Dios. Cuando salen de su boca las primeras palabras entrecortadas, lo mira como a la Sabiduría infinita; cuando lo ve entretenido en sus juegos de niño, o fatigado –después de una jornada de trabajo junto a José, cuando ya es un adolescente–, reconoce en Él al Creador del cielo y de la tierra.

La Virgen actualizaba su fe en los pequeños sucesos de los días normales; se encendía en el trato íntimo con Jesús, y fue creciendo de día en día con esa oración continua que era la relación permanente con su Hijo, enfocando con visión sobrenatural los pequeños y grandes acontecimientos de su vida, santificando «lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad»11.


La fe de Santa María alcanzó su punto culminante iuxta crucem Iesu. Sin palabras, con su sola presencia en el Calvario por designio divino12, manifiesta que la luz de la fe alumbra con esplendor incomparable en su corazón.

Toda la vida de María fue una obediencia a la fe. Contemplándola se comprende que «creer quiere decir “abandonarse” en la verdad misma de la palabra de Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente “¡cuán insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!” (Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos “inescrutables caminos” y de los “insondables designios” de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino»13.

«Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud –confiando en Dios y en su Madre–, seremos valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.

»—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!»14, que sepa enfocar y dirigir todos los acontecimientos con una fe serena e inconmovible.

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