Religión

María mostró la mayor fortaleza

Spread the love

Martes 27 de agosto de 2024

(Del libro Las Glorias de María de San Alfonso María de Ligorio)

Publicado en 26/08/p. m. 12:1

(…)Todos estos sufrimientos de Jesús, dice san Jerónimo, eran a la vez los sufrimientos de María. Cuantas eran las llagas en el cuerpo de Cristo, otras tantas eran las llagas en el corazón de María. El que entonces se hubiera hallado en el Calvario, dice san Juan Crisóstomo, hubiera encontrado dos altares en que se consumaban dos grandes sacrificios: uno en el cuerpo de Jesús y otro en el corazón de María.

Pero más acertado me parece lo que dice san Buenaventura de que había sólo un altar, es decir, la sola cruz del Hijo, en la cual, junto con la víctima que era este Cordero divinal, se sacrificaba también la Madre; por eso el santo le pregunta: Oh María, ¿dónde estabas? ¿Junto a la cruz? Ah, con más propiedad diré que estabas en la misma cruz sacrificándote crucificada con tu mismo Hijo.

Así se expresa san Agustín: La cruz y los clavos fueron del Hijo y de María; crucificado el Hijo, también estaba crucificada la Madre.

En efecto, porque como dice san Bernardo, lo que hacían los clavos en el cuerpo de Jesús, lo hacía el amor en el corazón de María; de manera que, como escribe san Bernardino, al mismo tiempo que el Hijo sacrificaba el cuerpo, la Madre sacrificaba su alma.

María mostró la mayor fortaleza

Las madres, por lo común, no quieren presenciar la muerte de sus hijos; pero si una madre se ve forzada a asistir a un hijo que muere, procura darle todos los alivios posibles; le acomoda en el lecho para que esté de la manera más confortable, le suministra bebida fresca y así va la infeliz madre consolando su dolor.

¡Oh Madre, la más afligida de todas! ¡Oh María, a ti te ha tocado asistir a Jesús moribundo, pero no has podido darle ningún alivio! Oye María al Hijo, que dice: “Tengo sed”, pero no pudo ella darle un poco de agua para refrescarlo.

No pudo decirle otra cosa, como observa san Vicente Ferrer, sino esto: Hijo no tengo más que el agua de mis lágrimas. Veía que el Hijo en aquel lecho de dolor, colgado de aquellos clavos, no encontraba reposo; quería abrazarlo para aliviarlo, al menos para que expirase entre sus brazos, pero era imposible. Quería abrazarlo, dice san Bernardo, pero las manos, extendidas en vano, volvían hacia sí vacías.

Veía a su pobre Hijo que en aquel mar de penas andaba buscando quien le consolase, como lo había predicho por boca del profeta: “El lagar lo pisé yo solo; de mi pueblo no hubo nadie conmigo; miré bien y no había auxiliador” (Is 53, 3; 5); pero ¿quién iba a querer consolarlo si todos los hombres eran sus enemigos, si aun estando en la cruz blasfemaron de él y se le reían, unos de una manera y otros de otra? “Los que pasaban blasfemaban contra él moviendo la cabeza” (Mt 27, 39). Unos le decían a la cara: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27, 42). Y otros: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo”. “Si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz” (Mt 27, 42).

Dijo la Santísima Virgen a santa Brígida: Oí a unos que llamaban a mi Hijo ladrón y a otros que lo llamaban impostor; a algunos decir que nadie merecía la muerte como él; y todas esas cosas eran como nuevas espadas de dolor.

Pero lo que más acrecentó el dolor de María, junto con la compasión hacia su Hijo, fue oírle lamentarse de que hasta el eterno Padre le había abandonado: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 26, 46). Palabras, como dijo la Madre de Dios a santa Brígida, que no se le pudieron ya apartar de la mente ni del corazón, mientras no hacía otra cosa que ofrecer a la justicia divina la vida de su Hijo por nuestra salvación. Por esto comprendemos que ella, por mérito de sus dolores, cooperó a que naciéramos para la vida de la gracia, que por esto somos hijos de sus dolores.

Deja una respuesta