El martirio, elemento constitutivo de la Iglesia
Algunos extractos del ensayo Zeuge der Wahrheit (Testigos de la verdad ), del teólogo Erik Peterson (1890-1960)
En su discurso a los Doce en el momento de enviarlos en misión, Jesús habla así: “Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a sus tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y seréis llevados ante gobernadores y reyes por mi causa para dar testimonio ante ellos y ante los gentiles” (Mt 10, 16-18)
[Peterson cita casi íntegramente los versículos restantes del capítulo 10, a los que remitimos al lector].
Hay que subrayar que, en primer lugar, según las palabras de Jesús, los apóstoles no son enviados a una humanidad que tiene una actitud neutral y que, llena de inspiración religiosa, estará dispuesta a acoger con los brazos abiertos la predicación apostólica del reino de Dios. No: son enviados como ovejas entre lobos, lo que presupone, como señala san Agustín en una de sus homilías, que los lobos son más numerosos que las ovejas. Y las ovejas son enviadas a los lobos (…). Así pues, los apóstoles tienen todas las de ganar si desconfían de los hombres, es decir, concretamente, de los judíos y paganos.
La enseñanza que les previene contra tal hostilidad es preocupante. Y viene determinada por el hecho de que, con la manifestación de Cristo, han llegado los últimos tiempos, esos tiempos críticos en los que ya no se trata de apaciguamiento sino de juicio, no de paz sino de espada.
En estos tiempos críticos que anuncian la manifestación de Cristo, en los que todos los órdenes naturales se desmoronan, en los que los hombres ya ni siquiera saben evitar el derramamiento de sangre -Jesús llega a decir que el hermano dará muerte al hermano, y los hijos a sus padres-, en estos tiempos, por tanto, que anuncian el fin de la actual era del mundo, Jesús formula tal exigencia: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí”.
Es evidente que el que ha venido a traer la espada no puede prometer a sus discípulos otra cosa que no sea que serán odiados por todos a causa suya. Sabe que serán injuriados, azotados y condenados a muerte, sabe que serán perseguidos, que tendrán que huir de una ciudad a otra. Si aguantan hasta el final (el final de su vida o de este mundo), entonces recibirán su liberación y su felicidad, como se les ha prometido
La última exigencia de Jesús es, pues, ésta: sus discípulos deben dar testimonio de Él públicamente, abiertamente, y confesar su Nombre. Quien se declara abiertamente por Jesús en la tierra, Él, Jesús, se declarará abiertamente por él ante su Padre que está en los cielos.
Porque en el tiempo del juicio, en el tiempo escatológico, no habrá otra opción: confesar a Jesús o negarlo.
Tratar de salir adelante aislándose en una piedad anónima o permaneciendo en la oscuridad, queda ya descartado, no por elección humana, sino por Aquel mismo que trajo la espada y cuyo nombre -o dulce Nombre de Jesús- provoca una división que ni siquiera perdona el ámbito privado de la familia, sino que separa al hijo del padre y a la hija de la madre (Mt 10,35).
El segundo aspecto que se desprende de las palabras de Jesús es que el martirio pertenece de manera necesaria y constitutiva a la Iglesia.
Cierto número de espíritus conciliadores se inclinan a creer que todo lo malo que sucede en este mundo puede atribuirse a simples malentendidos.
Oyéndoles, habría que concluir que la crucifixión de Cristo y el martirio de los apóstoles fueron consecuencia de tales malentendidos; y cuando vuelve a sonar la hora del martirio para la Iglesia, siguen pensando que tuvo que haber un malentendido.
Las palabras de Jesús muestran, por el contrario, que no es un malentendido humano lo que crea al mártir, sino una necesidad divina.
La palabra de Jesús, “¿no era necesario que Cristo soportara estos sufrimientos?” domina todo sufrimiento en la Iglesia.
Mientras el Evangelio sea proclamado en este mundo -es decir, hasta el fin de los tiempos-, la Iglesia tendrá mártires.
Si el mensaje de Jesús se redujera a una mera filosofía que se discutiera “al gusto” a lo largo de los años o de los siglos, no habría mártires. E incluso si los hombres murieran por este tipo de filosofía de Cristo, no serían mártires en el sentido cristiano del término.
Porque, hay que subrayarlo claramente una vez más, no son las convicciones u opiniones humanas, o más concretamente aún, no es el fanatismo religioso lo que hace al mártir, es Cristo quien llama al martirio y quien, como consecuencia, hace de él una gracia especial, este Cristo que es predicado por la Iglesia en el Evangelio, que es ofrecido como sacrificio en el altar, y a quien todos los que son bautizados en Él están obligados, en conciencia, a confesar públicamente su Nombre.
El tercer punto que se desprende de las palabras de Jesús es que el martirio expresa la pretensión de la Iglesia de Jesucristo de salir a la plaza pública.
Si el mártir debe rendir cuentas ante las autoridades públicas -en sinagogas y sanedrines, ante gobernadores y reyes-, debe someterse a juicios públicos e incurrir en las penas previstas por la ley, es esencialmente para confesar públicamente el Nombre de Jesús.
Pero al dar testimonio ante los tribunales, es decir, en público, ante las autoridades del Estado, de Aquel que vendrá en la gloria del Padre para juzgar al mundo, es decir, a judíos y paganos, el mártir trastoca la concepción del orden de este mundo para anunciar el de un mundo futuro, otro, nuevo.
Quien confiesa públicamente a Jesús en la tierra será, en el mismo instante de su confesión, reconocido públicamente en el cielo por Jesús.
A la importancia del acto de confesión en la tierra corresponde la solemnidad de la proclamación por Jesús del nombre del confesor ante Dios y los ángeles (cf. Lc 12,8).
Al tratarse de una confesión y no de la mera admisión de un hecho, las palabras del mártir ante la autoridad pública ya no son palabras humanas, sino las que el Espíritu del Padre pronuncia desde lo alto, a través de la voz del confesor de Jesucristo.
Aunque el mundo sea incapaz de ver en estas palabras otra cosa que la admisión de la culpa, la Iglesia sabe que en la confesión más sencilla, “soy cristiano”, pronunciada ante los representantes del poder público, es el Espíritu Santo quien habla y es el reino de Jesucristo el que se proclama.
La Iglesia sabe que, cuando el mártir da testimonio de Cristo, se abren los cielos, como en el momento de la lapidación de Esteban, y aparece el Hijo del hombre, que no sólo se declara solemnemente ante los ángeles en favor de quien lo confesó en la tierra, sino que, a la derecha de Dios, anuncia también el tribunal futuro ante el cual los jueces de este mundo, judíos o paganos, recibirán la sentencia de su condena.
El último aspecto que podemos extraer de las palabras de Jesús es que el mártir sufre con Cristo como miembro del cuerpo místico.
Cuando decimos que el mártir sufre con Cristo, esto significa que su sufrimiento no se limita al simple hecho de que sufre por Cristo.
Muchos soldados han aceptado morir por su rey, pero lo que diferencia la muerte de los mártires de la suya es que el mártir no se limita a sufrir por Cristo, sino que participa en la propia muerte de Cristo.
La característica de la Pasión de Cristo -debido a que quien la sufrió es el “Hijo del hombre” que se encarnó- es que abarca a toda la Iglesia, su cuerpo místico.
Por tanto, quien por el Bautismo se ha convertido en miembro de su cuerpo, pertenece a él incluso en la muerte de Cristo.
Por lo tanto, aquel que da gracias a Dios durante la Eucaristía por habernos enviado a su Hijo, se hace partícipe de la Pasión de Jesús al comer su cuerpo inmolado y beber el cáliz de la nueva alianza.
Puesto que somos bautizados en la muerte de Cristo y alimentados con su sangre, es inevitable que todo el que pertenece a la Iglesia tenga parte en los sufrimientos de Cristo. (…)
Él sabe que temblamos ante la idea de seguirle, que somos débiles y no queremos tomar la cruz, que tenemos miedo a la pobreza, a la difamación, a los ultrajes, a los golpes y a la muerte.
Pero Aquel que llevó esta carne vacilante acaba con nuestra pusilanimidad al haber vencido la suya, tal y como escribió san Atanasio. Pues todo lo que se realiza en la Iglesia descansa sobre este fundamento: Cristo no sólo murió, también resucitó, de modo que no es sólo la Pasión la que abraza a la Iglesia, su cuerpo místico, sino también la fuerza de su Resurrección (…).
Por eso, los tormentos físicos, los sufrimientos y la muerte de los mártires no son la última palabra. La última palabra es la victoria que conllevan, en la gloria de Cristo, sobre este mundo, y que les conduce directamente al Paraíso.