Historia del celibato
El primer principio que se ha de establecer es que la Iglesia y sus representantes han de procurar amar el celibato, en la medida en que lo amó Cristo.
Históricamente el celibato, o por lo menos la continencia temporal, no son realidades específicamente cristianas, pues en muchas religiones hay un nexo entre continencia y culto; lo podemos observar en Israel (cf. Esd 19,15; 1 Sam 21,5), así como en el mundo grecorromano, basándose entonces en la intimidad con el dios, que obliga a abstenerse del amor humano, y en el principio de la pureza cultual.
Recordemos que Cristo fue virgen y permaneció libre para anunciar la palabra de Dios.
Desde los tiempos apostólicos muchas personas han tomado la decisión, aprobada por la Iglesia, de vivir en estado de virginidad “a causa del reino de los cielos” (Mt 19,12), a fin de consagrarse enteramente al Señor (cf. 1 Cor 7,34-36) con una libertad mayor de corazón, de cuerpo y de espíritu. Esta continencia será básica en la espiritualidad de los monjes, ascetas y vírgenes.
En cambio, los apóstoles probablemente estaban todos casados (San Pedro ciertamente, porque tenía suegra: Mt 8,14-15; Mc 1,29-31; Lc 4,40-41). Los textos que nos hablan de la virginidad de San Juan son ya del siglo IV. No sabemos de San Pablo si era viudo o célibe (1 Cor 7,8).
Hasta el siglo II la Iglesia se organiza sobre la base familiar, siendo el jefe de estas iglesias domésticas el pater familiae. El obispo y el diácono deben ser “maridos de una sola mujer” (1 Tim 3,2 y 12; Tit 1,6). Esto significaba, según la interpretación patrística, no sólo la exclusión de la poligamia, sino también de las segundas nupcias. En esta época no hay todavía relación entre celibato y sacerdocio, si bien Tertuliano nos advierte de que muchos clérigos permanecían célibes por amor al Señor.
Se ha afirmado comúnmente que la primera ley sobre continencia de los sacerdotes (todavía no sobre el celibato) se dio en el concilio de Elvira, cerca de Granada, en el año 305, mandando abstenerse de su cónyuge a los clérigos en ministerio (DS 119; D 52 c). Pero hoy se discute sobre si este canon es de esta época o de fines del siglo IV. Lo que sí es cierto es que en este caso la costumbre es más antigua que la ley.
El concilio de Nicea, para no alimentar las tendencias encratitas (herejía que despreciaba el matrimonio), no estableció la obligación del celibato, pero sí impuso la prohibición del matrimonio después de haber recibido las órdenes mayores, regla que rigió en Oriente y Occidente.
A fines del siglo IV el Papa Siricio establece la ley del celibato obligatorio para los clérigos mayores, pero al permitir León I a los clérigos ya casados retener consigo la mujer y vivir con ella como hermano y hermana, la continencia permaneció letra muerta. Hacia el siglo IX se ordenan sólo los hombres célibes, y son depuestos del orden clerical los que se casan después, prohibiéndose a los fieles participar en sus funciones. Solamente en el siglo XII, tras los dos primeros concilios de Letrán (1123 y 1129), se empezó a exigir en Occidente, a partir del subdiaconado, no sólo la abstención del acto conyugal y la cohabitación con mujeres que no sean parientes carnales o estén fuera de toda sospecha (canon. 3 del I Concilio de Letrán: DS 711; D 360), sino el celibato propiamente dicho, proclamando inválidos sus matrimonios (cánones 6 y 7 del II Concilio de Letrán).
A partir de esta época los grados mayores del ministerio eclesiástico sólo son accesibles a aquellos que voluntariamente aceptan el celibato “por amor del reino de los cielos”. El celibato es una conquista en la historia de la Iglesia, a pesar de todas las deficiencias que haya podido haber en la vivencia del mismo. Su cumplimiento práctico mejoró notablemente con la institución de los seminarios, que tanto han contribuido a la formación espiritual e intelectual del clero, iniciándose éstos en el siglo XV, pero alcanzando su desarrollo como uno de los frutos de Trento.
En Oriente, el concilio de Trullo en Constantinopla establece en el 692 la siguiente legislación válida aún hoy no sólo en la Iglesia ortodoxa, sino en los orientales unidos a Roma: se impone a los obispos la continencia perpetua, se permite a los clérigos el matrimonio antes de la ordenación y el uso del matrimonio una vez ordenados (excepción hecha de la vigilia de la celebración de la misa).
Volviendo a Occidente, encontramos en el siglo XII la consideración del sacramento del orden no sólo como un ministerio, sino también como fundamento de una espiritualidad evangélica que conecta el celibato por amor del reino con el ministerio sacerdotal, superando el antiguo principio de la pureza cultual. El celibato, libremente vivido como carisma y don particular de Dios, convierte objetivamente la existencia del sacerdote en signo del amor con el que Cristo realiza la obra de la Redención. La concepción bíblica del carisma libremente aceptado se hace presupuesto necesario para la llamada al ministerio. Es decir, la Iglesia, que no obliga a nadie a ser sacerdote, escoge sus ministros entre aquellos que poseen el don del celibato, porque cree que entre el ministerio y el celibato evangélico hay una relación, si no esencial, sí de suma concordancia.
El concilio de Trento afirmó contra los protestantes y los emperadores Fernando II y Maximiliano II (que pedían la abolición de la ley del celibato para los sacerdotes alemanes), que la Iglesia puede exigir el celibato a sus sacerdotes, si bien no es una ley divino-positiva, sino que la obligación surge de la ley eclesiástica o del voto (DS 1809; D 979).
El Vaticano II permitió el acceso al diaconado “a hombres de edad un tanto madura, aunque estén casados” (Lumen Gentium, 29). ¿Se extenderá este permiso al presbiterado? Para San Pablo VI “esta eventualidad produce en Nos graves reservas” y San Juan Pablo II se expresó en contra en varias ocasiones, recogiendo la exhortación pastoral Pastores dabo vobis lo siguiente: “A esta luz se pueden comprender y apreciar más fácilmente los motivos de la decisión multisecular que la Iglesia de Occidente tomó y sigue manteniendo -a pesar de todas las dificultades y objeciones surgidas a través de los siglos-, de conferir el orden presbiteral sólo a hombres que den pruebas de ser llamados por Dios al don de la castidad en el celibato absoluto y perpetuo” (nº 29).
En el viaje de vuelta de Tierra Santa a Roma en el 2014, interrogado el Papa Francisco sobre el celibato, ha reiterado la postura de la Iglesia, contestando que no es ningún dogma de fe, sino una norma de vida y un don para la Iglesia.