Es Cristo quien perdona en el sacramento de la Penitencia


Miércoles 9 de abril de 2025
Mujer, ¿ninguno te ha condenado? —Ninguno, Señor. —Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más.
Habían llevado a Jesús una mujer sorprendida en adulterio. La pusieron en medio, dice el Evangelio.
La han humillado y abochornado hasta el extremo, sin la menor consideración.
Recuerdan al Señor que la Ley imponía para este pecado el severo castigo de la lapidación: ¿Tú qué dices?, le preguntan con mala fe, para tener de qué acusarle.
Pero Jesús los sorprende a todos. No dice nada: inclinándose, escribía con el dedo en tierra.
La mujer está aterrada en medio de todos. Y los escribas y fariseos insistían con sus preguntas.
Entonces, Jesús se incorporó y les dijo: El que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. E inclinándose de nuevo, seguía escribiendo en la tierra.
Se marcharon todos, uno tras otro, comenzando por los más viejos. No tenían la conciencia limpia, y lo que buscaban era tender una trampa al Señor.
Todos se fueron: y quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio. Jesús se incorporó y le dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?
Las palabras de Jesús están llenas de ternura y de indulgencia, manifestación del perdón y la misericordia infinita del Señor.
Y contestó enseguida: Ninguno, Señor. Y Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más.
Podemos imaginar la enorme alegría de aquella mujer, sus deseos de comenzar de nuevo, su profundo amor a Cristo.
En el alma de esta mujer, manchada por el pecado y por su pública vergüenza, se ha realizado un cambio tan profundo, que solo podemos entreverlo a la luz de la fe.
Se cumplen las palabras del profeta Isaías: No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo, mirad que realizo algo nuevo… Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo…; para apagar la sed de mi pueblo escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza.
Cada día, en todos los rincones del mundo, Jesús, a través de sus ministros los sacerdotes, sigue diciendo: «Yo te absuelvo de tus pecados…», vete y no peques más.
Es el mismo Cristo quien perdona. «La fórmula sacramental “Yo te absuelvo…”, y la imposición de la mano y la señal de la cruz, trazada sobre el penitente, manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios.
Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al penitente (…). Dios es siempre el principal ofendido por el pecado –tibi soli peccavi–, y solo Dios puede perdonar».
Las palabras que pronuncia el sacerdote no son solo una oración de súplica para pedir a Dios que perdone nuestros pecados, ni una mera certificación de que Dios se ha dignado concedernos su perdón, sino que, en ese mismo instante, causan y comunican verdaderamente el perdón: «en aquel momento todo pecado es perdonado y borrado por la misericordiosa intervención del Salvador».
Pocas palabras han producido más alegría en el mundo que estas de la absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados…».
San Agustín afirma que el prodigio que obran supera a la misma creación del mundo.
¿Con qué alegría las recibimos nosotros cuando nos acercamos al sacramento del Perdón? ¿Con qué agradecimiento? ¿Cuántas veces hemos dado gracias a Dios por tener tan a mano este sacramento?
En nuestra oración de hoy podemos mostrar nuestra gratitud al Señor por este don tan grande.

