Esto se requiere para ser del todo de Dios: San Alfonso María de Ligorio
Desprendimiento de nosotros mismos, es decir, de la voluntad propia. Lo que más importa es desasirnos de nosotros mismos, es decir, de nuestra propia voluntad. Quien se vence a sí mismo, fácilmente vencerá después las demás repugnancias.
«Véncete a ti mismo», tal era el consejo que solía dar a todos San Francisco Javier. Y Jesucristo dice: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo. En esto está cuanto hemos de hacer para llegar a la santidad, engañarnos a nosotros mismos y no seguirla propia voluntad: «No vayas tras tus concupiscencias y apártate de tus antojos».
«Ésta es la mayor merced –decía San Francisco de Asís– que Dios nos puede hacer, el vencernos a nosotros mismos, negando la voluntad propia». «Cese de obrar la propia voluntad y se acabará el infierno», decía San Bernardo. Y añade el mismo Santo que «la propia voluntad es grande mal, porque hace que las obras buenas dejen de serlo para nosotros».
Un penitente, por ejemplo, quiere ejercitarse en alguna mortificación, ayuno o disciplina contra la voluntad del director espiritual; mas como hace tales mortificaciones por seguir la propia voluntad, de nada le valen o son defectuosas. ¡Desgraciado del que vive esclavo de la propia voluntad!, porque anhelará tener muchas cosas y no las podrá conseguir, y, por el contrario, querrá rehuir otras muchas mortificantes y tendrá que pasar por ellas. ¿De dónde esas guerras –preguntaba el apóstol Santiago– y de dónde esas contiendas entre vosotros? ¿No provienen acaso de vuestras codicias, que militan envuestros miembros? Codiciáis y no tenéis. La primera guerra proviene del apetito de goces sensuales; removamos las ocasiones, mortifiquemos la vista, encomendémonos a Dios, y cesará la batalla. La segunda guerra proviene de la sobrada codicia de bienes terrenos; procuremos amar la pobreza, y cesará la batalla. La tercera guerra proviene de la ambición de honores; amemos la humildad y la vida escondida, y cesará la batalla.
Escribe San Bernardo que, cuando se ve a una persona turbada, se puede colegir que la causa de su turbación es el no poder dar gusto, a la sazón, a la propia voluntad.
De esto se lamentó en cierta ocasión el Señor con Santa María Magdalena de Pazzi, al decirle: «Ciertas almas quieren mi espíritu, mas lo quieren conforme les agrada, y, por ende, se hacen incapaces de recibirlo».
De ahí se sigue que hay que amar a Dios como Él quiere ser amado y no como a nosotros se nos antoje. Dios quiere nuestra alma despojada de todo, para poderla unir consigo y colmarla de su divino amor.
Santa Teresa escribe: «Mas mirad, hijas, que, para esto que tratamos, no quiere que os quedéis con nada; poco o mucho, todo lo quiere para sí, y conforme a lo que entendieres de vos que habéis dado, se os harán mayores o menores mercedes. No hay mejor prueba para entender si llega a unión, o si no, nuestra oración».
Muchas personas espirituales quisieran llegar a la unión con Dios, mas, como no aceptan las contrariedades que Dios les envía, ni la pobreza que padecen, ni las afrentas que reciben, resulta que, al no aceptar todo esto, jamás llegarán a unirse perfectamente con Dios.
Oigamos lo que decía Santa Catalina de Génova: «Para llegar a la unión con Dios son necesarias las adversidades que Dios nos envía, porque van enderezadas a consumir en nosotros todos los malos movimientos interiores y exteriores. Y por esto los desprecios, enfermedades, pobreza, tentaciones y demás contrariedades son cosas sumamente necesarias para que, combatiendo contra nosotros mismos, logremos extinguir de tal manera nuestras perversas inclinaciones, que no las sintamos más; y mientras que la adversidad no se torne de amarga en suave, por Dios, jamás llegaremos a la divina unión».
Añádase a esto la práctica que enseña San Juan de la Cruz. Dice el Santo que para llegar a la perfecta unión se necesita total mortificación de los sentidos y apetitos:
«Para poder hacer bien esto, cualquier gusto que se le ofreciere a los sentidos, como no sea puramente para gloria y honra de Dios, renúnciele y quede vacío de él por amor de Jesucristo…
Pongo ejemplo: si se le ofreciere gusto en oír cosas que no importan para el servicio de Dios, ni las quiera gustar ni las quiera oír… Procure siempre inclinarse, no a lo más fácil, sino a lo más
dificultoso. No a lo más sabroso, sino a lo más desabrido. No a lo más gustoso, sino a lo que no da gusto. No a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo. No a lo que es descanso, sino a lo que es trabajoso. No a lo más, sino a lo menos. No a lo más alto y precioso, sino a lo más bajo y despreciado».
En suma, quien ama verdaderamente a Jesucristo, pierde el afecto a todos los bienes terrenos y trata de despojarse de todo, para vivir solamente unido a Jesucristo, para quien son todos sus deseos, en quien siempre piensa, por quien siempre suspira y a quien procura complacer en todo lugar, en todo tiempo y en toda ocasión. Mas para llegar a esto debemos estar en vela, para purificar el corazón de todo afecto que no sea para Dios.
Preguntémonos: ¿Qué implica el entregarse el alma a Dios?, y respondamos: 1.°, evitar cuanto le desagrade y ejecutar cuanto sea de su agrado; 2.°, aceptar, sin excepción, cuanto venga de su mano, por duro y dificultoso que fuese; 3.°, preferir en todas las cosas la voluntad de Dios a nuestro propio querer. Esto se requiere para ser del todo de Dios.