El templo, lugar de oración
Domingo 26 de noviembre de 2023
Mi casa será casa de oración. ¡Qué claridad tiene la expresión que designa el templo como la casa de Dios! Como tal hemos de tenerla. A ella hemos de acudir con amor, con alegría y también con un gran respeto, como conviene al lugar donde está, ¡esperándonos!, el mismo Dios.
Con frecuencia tenemos noticia o asistimos a actos y ceremonias de la vida política, académica, deportiva: una recepción, un desfile, unas Olimpiadas… Y se advierte enseguida que el protocolo y una cierta solemnidad no son superfluos.
Estos detalles, a veces mínimos –las precedencias, el modo de vestir, el ritmo pausado de andar…– , entran por los ojos y dan al acto una buena parte de su valor y de su ser
También entre las personas, el cariño se demuestra en pequeños pormenores, en atenciones y cuidados.
La alianza que se regalan los futuros esposos u otras atenciones no son en sí mismas el amor, pero en ellas se manifiesta. Es el rito sencillo que el hombre necesita para expresar lo más íntimo de su ser.
El hombre, que no es solo cuerpo ni solo alma, necesita también manifestar su fe en actos externos y sensibles, que expresen bien lo que lleva en su corazón.
Cuando se ve a alguien, por ejemplo, hincar con devoción la rodilla ante el Sagrario es fácil pensar: tiene fe y ama a su Dios.
Y este gesto de adoración, resultado de lo que se lleva en el corazón, ayuda a uno mismo y a otros a tener más fe y más amor.
El Papa Juan Pablo II señala en este sentido la influencia que tuvo en él la piedad sencilla y sincera de su padre: «El mero hecho de verle arrodillarse –cuenta el Pontífice– tuvo una influencia decisiva en mis años de juventud».
El incienso, las inclinaciones y genuflexiones, el tono de voz adecuado en las ceremonias, la dignidad de la música sacra, de los ornamentos y objetos sagrados, el trato y decoro de estos elementos del culto, su limpieza y cuidado, han sido siempre la manifestación de un pueblo creyente.
El mismo esplendor de los materiales litúrgicos facilita la comprensión de que se trata ante todo de un homenaje a Dios.
Cuando se observan de cerca algunas de las custodias de la orfebrería de los siglos xvi y xvii se nota cómo casi siempre el arte se hace más rico y precioso conforme se acerca el lugar que ocupará la Hostia consagrada.
A veces desciende a pormenores que apenas se notan a poca distancia: el arte mejor se ha puesto donde solo Dios –se diría– puede apreciarlo. Este cuidado hasta en lo más pequeño ayuda poderosamente a reconocer la presencia del propio Dios.
Al Señor tampoco le es indiferente el que vayamos a saludarle –¡lo primero!– al entrar en una iglesia, o el empeño por llegar puntuales a la Santa Misa –mejor unos minutos antes de que comience–, la genuflexión bien hecha delante de Él presente en el Sagrario, las posturas o el recogimiento que guardamos en su presencia…
¿Es para nosotros el templo el lugar donde damos culto a Dios, donde le encontramos con una presencia verdadera, real y substancial?