Religión

Hay un régimen despótico, caprichoso y cruel

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Jueves 27 de julio de 2023 ii

Por Aldo Maria Valli

Para comentar los diez años de pontificado de Francisco, bastarían las palabras escritas por Demos (alias el difunto cardenal Pell) en el memorándum que quiso distribuir a todos los cardenales hace un año: «Un desastre en muchos sentidos, una catástrofe».

Bergoglio ha logrado la gran hazaña, sólo posible para ciertos individuos especialmente dotados, de destruir sin reconstruir. Fue elegido para traer aire fresco. Después de diez años, el aire es irrespirable. Y la papolatría desatada estos días, con motivo del aniversario, lo hace aún más mefítico.

En el Vaticano se siente como en Pyongyang, bajo un régimen despótico, caprichoso y cruel. En una atmósfera de bajo imperio, espías e informadores dominan la escena. Pero más que complots, hay temblores. Todo el mundo está aterrorizado de caer bajo la mirada del tirano. Ya sea por una condena o por un repentino arrebato de amor, levantar apenas la cabeza es ser aplastado en un abrazo mortal. Por eso muchos prefieren hacerse los muertos para no morir.

Los periodistas sumisos siempre le hacen las mismas preguntas inofensivas y él siempre da las mismas respuestas. Las entrevistas se multiplican, pero son todas copia-y-pega en nombre de una piedad mortificante.

Mientras tanto, la Iglesia católica está desorganizada (véase Alemania) y Pedro, en lugar de actuar como una roca, alimenta la confusión y la ambigüedad.

En este contexto, muchos lamentan espontáneamente a Benedicto XVI, pero hay que decirlo claramente: por mucho que se diera cuenta del desastre, Ratzinger no pudo hacer nada contra la deriva, porque él mismo formaba parte del proyecto de destrucción. Un proyecto que tiene un nombre, Concilio Vaticano II, y una raíz precisa: el modernismo.

Paradójicamente, debemos estar agradecidos a Francisco. Con su intemperancia, ha dejado claro a todo el mundo (excepto, por supuesto, a los que no quieren ver) lo que el modernismo pretendía y finalmente ha conseguido: someter la Iglesia al mundo. Si Benedicto XVI, con sus marchas atrás, consiguió al menos en parte ocultar la catástrofe, con Francisco todo ha quedado claro: el catolicismo líquido preconizado por los modernistas ha conquistado plenamente el trono de Pedro. De hecho, los sermones que salen de allí se parecen en todo a los discursos de los globalistas masones. Ya no hay distinción. La soldadura ha tenido lugar.

Meterse con Bergoglio, entonces, es como preocuparse por el último resfriado en un organismo minado por tumores devastadores y metástasis galopantes.

¿La prueba? Pregúntele a un buen católico de nuestro tiempo, uno que quizá aún vaya a misa con regularidad, si cree en la realeza social de Jesucristo. Si cree que Jesucristo es verdaderamente Rey de todas las naciones y Señor del universo. Si cree que Aquel que es el Creador y Redentor de la naturaleza humana posee, en consecuencia, un poder soberano sobre los hombres, como individuos y como comunidades sociales.

El católico en cuestión le mirará como se mira a un marciano y, suponiendo que entienda su lenguaje, empezará a argumentar que en realidad hay que conciliar la fe con el mundo, que no se puede imponer nada, que hay que dialogar, discernir y caminar juntos, que existe la libertad religiosa, que hay que tener en cuenta los derechos humanos, que también hay cosas buenas en otros credos…

Han pasado unos cien años, no mil, desde que los papas proclamaban aún la realeza social de Cristo (la encíclica Quas primas de Pío XI, que introdujo la solemnidad de Cristo Rey, data de 1925), pero ni siquiera tenemos un débil recuerdo de aquella Iglesia y de aquella enseñanza.

KyLa Revolución penetró en la Iglesia y la conquistó desde dentro. Los saboteadores modernistas han logrado el objetivo por el que tanto trabajaron. El hombre ha sido puesto en el lugar de Dios.

Dado el trabajo que ha realizado el modernismo (múltiples túneles excavados en el organismo vivo de la Iglesia para implantar el virus de la apostasía), el pontificado de Francisco es una consecuencia lógica y debemos considerarlo como tal.

¿Y qué? Frente a la Revolución, la única solución es la Contrarrevolución. Pero hay que saberlo: implica el martirio. Tómelo o déjelo. Si lo toma, no se engañe pensando que puede evitar la persecución y el sufrimiento.

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