Francisco propone una Iglesia ingobernable y débil, dice Canonista
Miércoles 1 de marzo de 2023
Justo cuando están concluyen los sínodos continentales que confluirán en el sínodo mundial sobre la sinodalidad previsto en Roma en octubre de este año y de nuevo el año que viene, el 24 de febrero saldrá a la venta en las librerías de Italia un ensayo de un distinguido canonista que expone, con rara competencia, tanto las ambiciones como los límites y riesgos de este proyecto capital del pontificado de Francisco.
El ensayo, publicado por Marcianum Press, se titula: “Metamorfosis de la sinodalidad. Del Vaticano II al papa Francisco”.
El autor es Carlo Fantappiè, profesor de Derecho Canónico en la Universidad de Roma Tre y en la Pontificia Universidad Gregoriana, miembro de la École des Hautes Études en Sciences Sociales y autor de importantes libros también sobre la historia de la Iglesia, desde la perspectiva del Derecho.
En poco más de cien páginas, ágiles pero muy bien documentadas, Fantappiè revive en primer lugar el nacimiento y el desarrollo de la idea de sinodalidad, a partir del Concilio Vaticano II y de los turbulentos sínodos nacionales de los años setenta en Holanda, Alemania y otros países.
Describe la posterior elaboración por teólogos y canonistas de diversos países y escuelas, incluida la Comisión Teológica Internacional con su documento “ad hoc” de 2018.
Y, por último, evalúa su aplicación en el “proceso” que Francisco ha puesto en movimiento.
Que Francisco tiene en mente “un nuevo modelo de Iglesia” está fuera de toda duda, según Fantappiè. “Después del modelo gregoriano, del modelo tridentino, del modelo jurídico-societario, del modelo pueblo de Dios, se hace presente el modelo de Iglesia sinodal”. Del que, sin embargo, es difícil entender en qué consiste, sometido como está a continuas variaciones por parte del mismo Papa, “casi de mes en mes”.
“Habría que entender -escribe Fantappiè- que Francisco pretende establecer un eje preferente y permanente entre la sinodalidad y el sínodo de los obispos”, hasta el punto, tal vez, de “implementar el tránsito de una ‘Iglesia jerárquica’ a una ‘Iglesia sinodal’ en estado permanente, y modificar así la estructura de gobierno que ha pivoteado durante un milenio sobre el papa, sobre la Curia romana y el colegio cardenalicio”.
Es en el umbral de esta inminente mutación de la estructura misma de la Iglesia, puesta en marcha por Francisco, donde Fantappiè concluye su ensayo.
Pero también es útil repasar sintéticamente “los cinco grandes riesgos” que él identifica en la nueva sinodalidad, tal y como está configurada hoy.
El primer riesgo, escribe, es la extensión de la sinodalidad al “supremo criterio regulador del gobierno permanente de la Iglesia”, superior tanto a la colegialidad episcopal como a la autoridad primacial del Papa.
Esto sería, ni más ni menos, una vuelta a la “vía conciliarista” de Constanza y Basilea en la primera mitad del siglo XV, una verdadera y propia “deformación de la configuración constitucional de la Iglesia”. Con lo que tendríamos “una Iglesia asamblearia” y, en consecuencia, “ingobernable y débil, expuesta a los condicionamientos del poder político, económico y mediático”, sobre lo que “debería enseñarnos algo la historia de las Iglesias reformadas y de las Iglesias congregacionalistas”.
Un segundo peligro, escribe Fantappiè, es “una visión idealista y romántica de la sinodalidad”, que no tiene en cuenta seriamente “la realidad del disenso y del conflicto en la vida de la Iglesia” y, por lo tanto, se niega a establecer normas y prácticas adecuadas para gobernarlos.
Cuando en cambio sería “necesario no sólo fijar principios y reglas sobre el modo de representación electoral de las diversas clases de fieles y los procedimientos adecuados para gestionar los debates y las votaciones, sino garantizar a todos los participantes la información necesaria para evaluar los problemas y poder tomar decisiones realistas”.
Un tercer riesgo es “una visión plástica, genérica e indeterminada de la sinodalidad”. Precisamente porque sin una configuración conceptual precisa, “el término ’sinodalidad’ corre ahora el riesgo de convertirse, según los casos, en un eslogan (un término impropio y abusado para indicar la renovación de la Iglesia), en un ‘estribillo’ (una estrofa a la que se recurre en cada ocasión, casi como una moda) o en un mantra (una invocación milagrosa capaz de curar todos los males presentes en la Iglesia)”.
Lo que falta, escribe Fantappiè, es “una distinción neta para poder distinguir y diferenciar lo que es ’sinodal’ de lo que no lo es”.
Con el resultado de que “la nueva sinodalidad se resuelve en reuniones, asambleas o congresos en los diversos niveles de organización eclesial”, muy similares, por su organización y modalidades, “a los sínodos nacionales celebrados a principios de los años setenta en diversos países europeos, cuyo resultado fue sustancialmente un fracaso”.
Esos sínodos fueron “una especie de transposición en la vida de la Iglesia del movimiento asambleario que se estableció después de 1968 en algunos ámbitos de las sociedades democráticas de Occidente y que se basaba en el principio de que las ‘bases’ participaban directamente en el proceso de toma de decisiones”.
El hecho es, observa Fantappiè, que los consensos actuales no tienen nada que ver con los “concilios particulares” que se han celebrado ininterrumpidamente en la Iglesia a partir del siglo II y cuyas tareas, desde el Concilio IV de Letrán de 1215 en adelante, incluyen “la aplicación y adaptación de las normas comunes de los concilios generales a las realidades de las Iglesias particulares”.
Estos concilios particulares continúan establecidos hasta ahora por el Derecho Canónico, aunque sin segmentaciones temporales prefijadas, pero su abandono es “una grave pérdida para la vida de la Iglesia”, lejos de ser compensada por los conglomerados de reuniones y foros que hoy están de moda.
Y llegamos al cuarto riesgo, identificado por Fantappiè “en la prevalencia del modelo sociológico en lugar del teológico-canónico del proceso sinodal”. Ya el documento de la Comisión Teológica Internacional sobre la Sinodalidad “utiliza una terminología típicamente sociológica (’estructuras’ y ‘procesos eclesiales’) en lugar de una jurídico-canónica (’instituciones’ y ‘procedimientos’)”, pero aún más marcada aparece esta derivación “si vamos a leer el ‘Vademécum para el sínodo sobre la sinodalidad’ preparado por la secretaría general del sínodo de los obispos”, o el llamamiento a un “liderazgo colaborativo, ya no vertical y clerical, sino horizontal y cooperativo”, formulado por la subsecretaria del sínodo de los obispos, la hermana Nathalie Becquart.
“A la luz de estas referencias -observa Fantappiè-, se podría suponer que, de manera más o menos disimulada, detrás del proceso sinodal hay un intento de reinterpretar el oficio eclesiástico de los obispos, párrocos y otros colaboradores en términos de una función de animación pastoral más que de ministerios sagrados, a los cuales les están reservadas ciertas tareas institucionales”.
Un quinto y último malentendido que hay que evitar, escribe Fantappiè, es precisamente “la identificación del concepto de sinodalidad con la dimensión pastoral”.
Cuando se indica el programa de la nueva sinodalidad “en la tríada Comunión-participación-misión”, se le confían tareas tan desmesuradas “cuya realización no puede sino parecer utópica”.
A la enumeración de estos cinco riesgos del supuesto “fármaco” de la sinodalidad, al que muchos atribuyen la capacidad de “remediar todos los males de la Iglesia”, Fantappiè añade también la sugerencia de tres “precauciones para su uso”.
La primera es establecer para la sinodalidad “límites precisos en el ámbito de su actuación”, abriendo también nuevos espacios a “la participación de todos los fieles en el ‘munus regendi’, es decir, en el gobierno de la Iglesia en las tres funciones tradicionalmente distinguidas como legislativa, ejecutiva y judicial”, manteniendo firme que “no todas las potestades de gobierno requieren estar unidas al orden sagrado”; por el contrario, algunas de ellas se vincularían más bien, debido a los requisitos de competencia específica y de testimonio cristiano, con el “sacerdocio real de todos los fieles”, en particular en el sector judicial.
La segunda precaución es la de “rehusarse a la confusión entre sinodalidad y democratización”. ¿Y la tercera? Es la más irrenunciable: “evitar que la nueva sinodalidad modifique las disposiciones de la constitución divina de la Iglesia”. Explica Fantappiè:
“Aunque sea llevada adelante por minorías eclesiales, no hay que subestimar el peligro que se deriva de una visión desacramentalizada de la Iglesia, la cual propone más o menos conscientemente su homologación a una comunidad democrática plenamente inserta en el contexto de las formas modernas de gobierno representativo.
Por ello, los partidarios de tal versión de la sinodalidad tienden a cuestionar la estructura jerárquico-clerical, a reducir el rol de la doctrina de la fe y del derecho divino, a descuidar la centralidad de la Eucaristía y a concebir la organización eclesial según el modelo congregacional (una Iglesia de Iglesias)”.
En síntesis, escribe Fantappiè dirigiéndose a los lectores y en especial a los teólogos y a los canonistas:
“Las esperanzas de un nuevo horizonte abierto por el ‘camino sinodal’ en la vida de la Iglesia no deben quemarse a corto plazo, ni desvirtuarse en sus intenciones, ni dulcificarse en su aplicación.
Más bien, ese programa espera ser sometido a verificación en sus premisas doctrinales y ser ponderado en su compleja articulación, para ser reforzado en términos de coherencia teológica, solidez canónica y eficacia pastoral.
Poner al descubierto sus puntos débiles y proponer las integraciones necesarias es una tarea de crítica constructiva, no de crítica destructiva, en plena armonía -podría decirse- con el ‘espíritu sinodal’ de la Iglesia”.