Religión

San Felipe de Jesús, el primer santo mexicano

Spread the love

Domingo 28 de agosto de 2022

Después de una juventud «distraída», fue uno de los mártires de Nagasaki y el primer mexicano canonizado de la historia

De niño el pequeño Felipe de las Casas debió de ser un trasto, porque un día la criada de su familia exclamó: «¿Felipe santo? ¡Eso será cuando la higuera del patio reverdezca!». El caso es que la higuera de la casa familiar asomó sus brotes después de muchos años de infertilidad el día en que, a más de 11.000 kilómetros al este de distancia, Felipe de Jesús entregó su vida sobre una cruz a imitación del Maestro Divino.

Felipe nació en Ciudad de México el 1 de mayo de 1572, hace ahora 450 años, hijo de un toledano de Illescas y de una sevillana que habían probado suerte en América. De carácter inquieto, el joven Felipe comenzó el noviciado con los franciscanos, a los que dejó para embarcarse rumbo a Filipinas en busca de fortuna, dinero y aventuras. Tras una primera racha buena, se dedicó a vivir bien –«distraído», dice indulgente uno de sus biógrafos–. Pero el destino se le atravesó poco después y cayó en la ruina, perdiendo así los amigos que se le habían unido por interés.

Este revés le hizo recapacitar y volvió entonces con los hijos de san Francisco, uniéndose a ellos en Manila en 1593. Tres años más tarde, cuando ya le tocaba ser ordenado sacerdote, se embarcó de nuevo rumbo a México, porque en la capital filipina no había por entonces obispo que le pudiera administrar las órdenes sagradas.

El hombre propone y Dios –y los elementos– dispone, pues una fuerte tormenta desvió el barco a las costas de Japón. Cuenta José María Iraburu en sus Hechos de los apóstoles de América que cuando san Francisco Javier partió del Japón en 1551, dejó allí 2.000 cristianos, pero la Iglesia floreció tanto que cuando Felipe de Jesús llegó hasta allí había en el imperio del sol naciente unos 150.000 fieles, y miles de bautizos cada año en toda la isla.

El gobernador del lugar expropió el navío y se quedó con todo lo que tenía de valor, y el emperador, cómplice del robo, acusó a los frailes de pretender invadir el país. Las cosas no iban bien para los cristianos entonces, pues pocos años antes, el emperador Hideyoshi Taikosama había declarado ilegal la nueva religión extranjera, a la que veía como una amenaza para su poder.

Así las cosas, Felipe fue encarcelado con otros cinco franciscanos, y 17 japoneses cristianos, a los que se unieron Pablo Miki, Juan de Goto y Diego Kisai, tres nativos que habían sido recibidos en el noviciado de los jesuitas en Osaka. Todos ellos formaron el grupo de 26 fieles que pasaría a la historia como los mártires de Nagasaki.

El 3 de enero de 1597, los súbditos del emperador les cortaron a todos la oreja izquierda, y luego les empujaron para emprender una marcha a pie, en pleno invierno, desde Tokyo a Nagasaki, más de 1.000 kilómetros por las regiones con más presencia de cristianos, para que su tortura les sirviera de escarmiento.

El 5 de febrero, en la colina de Nishizaka, a las afueras de la ciudad, fueron todos crucificados sujetando sus manos, pies y cuello a los maderos con argollas. Hubo muchos testigos de su martirio, pues algunos tardaron días en morir, y los fieles de la zona iban a visitarlos y rezar por ellos, ante la incredulidad de los soldados, que llegaron a construir una empalizada de bambú para separarlos de la gente. Aún así, los japoneses pasaban por allí con la excusa de ir de camino a algún negocio, y por la noche iban en barcas iluminadas a acompañar a los mártires desde el acantilado.

Así, San Felipe fue uno de los 26 cristianos (3 jesuitas, 6 franciscanos y 17 laicos) víctimas del martirio prolongado, iniciado el 3 de enero en que fueron sacados a la plaza y mutilados, hasta la crucifixión el 5 del mes siguiente en la colina Nishizaka, en Nagasaki. Se cuenta que San Felipe decía durante su agonía «Jesús, Jesús, Jesús». Viendo que se ahogaba debido a la argolla en que se encontraba prisionero su cuello, los soldados lo atravesaron con dos lanzas en los costados, de las cuales una atravesó su corazón. Murió mártir el 5 de febrero de 1597.

La noticia no se conoció en México hasta que en octubre de 1598 arribó a Acapulco el galeón de Manila, cuando ya la fama del suceso y la iconografía del mismo se había iniciado al otro lado del Pacífico.

Aunque muchos pensaron que su beatificación sería inmediata, no fue hasta el 14 de septiembre de 1627, cuando Urbano VIII, dio la Bula de beatificación de los 26 mártires de Nagasaki, la cual llegó a la Nueva España en 1628. El Cabildo de la capital del virreinato hizo su patrono al “glorioso protomártir de las Indias, S. Felipe de Jesús” y el 5 de febrero de 1569 se dio la apertura de las fiestas magnas en honor al mártir beato. Así, el culto a san Felipe tendría especial arraigo y los virreyes se dieron a la tarea de conseguir recursos para apresurar la canonización de Felipe. La situación en la que se fue sumiendo el virreinato hasta la Independencia hizo que el culto disminuyera, pero emergió junto con el afianzamiento del nacionalismo mexicano.

A pesar de ello, pasarían casi tres siglos para que el Papa Pío IX elevó a los altares a Felipe, el 8 de junio de 1862, justo cuando seis prelados mexicanos se hallaban en Roma debido al destierro ordenado por Benito Juárez.

Deja una respuesta