Religión

La primavera conciliar de la Iglesia es un espejismo

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Siempre se ha asumido que el estudio del pasado histórico, sobre todo de los errores que los frutos del árbol muestra, ha de servir para aprender de la misma historia y causar un espíritu de enmienda. Sin embargo parece que si aplicamos esta regla objetiva a la Iglesia Católica y, concretamente, a la revisión histórica desde el concilio vaticano II a la actualidad, más que para reconocer evidentes fracasos sirve para confirmar ese dicho del castellano antiguo “sostenella y no enmendalla” cuya definición académica es:  la actitud de quien persiste empecinadamente en errores garrafales, incluso a sabiendas, por orgullo o por mantener las apariencias, aunque el mantener el error cause un daño peor que no mantenerlo, y a ellos se le dice

Bien: analicemos sin temores y con sentido real lo sucedido, y hagamos este ejercicios sin hipotecas ni complejos. Vuelvo a aludir de forma directa a la máxima evangélica de “por sus frutos se conoce al árbol” (Lucas 6, 39).

A la conclusión del concilio vaticano II, en 1965, estalla en gran parte de la Iglesia una extraña corriente de nueva ilusión, de reforma integral, de buenismo en definitiva alimentado por esa frase esencial del Papa Juan XXIII en su discurso de apertura conciliar: No es que falten doctrinas falaces, opiniones y conceptos peligrosos, que precisa prevenir y disipar; pero se hallan tan en evidente contradicción con la recta norma de la honestidad, y han dado frutos tan perniciosos, que ya los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlo;

Fijémonos bien: en esa frase destaca una confianza tan optimista en la bondad antropológica que casi convierte al ser humano en demiurgo de su propia salvación. De una tacada se abandona la doctrina tradicional de la absoluta dependencia del hombre en relación con Dios que en mismo Jesucristo dijo “sin MI no podéis hacer nada” (Juan 15, 1)

Fruto de esa ilusión desconcertante se fue formado una estela de pensamiento que, desde gran parte de la jerarquía, iba destilando dos ideas básicas:

1ª: Que todo lo anterior (al concilio) estaba ya caduco, susceptible de reforma total, imposible para seguir aplicándolo a la nueva humanidad que, supuestamente, había aprendido la lección tras la segunda guerra mundial

2ª: Que la etapa nueva supondría la verdadera primavera en la Iglesia. Esta idea ha llegado a proclamarse con vestidura de delirio hasta por cardenales con fama de rectos y conservadores, como el cardenal Muller que llegó a hacer una similitud entre el concilio y la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo (17 Abril 2016: declaraciones ante la comisión pontificia Ecclesia Dei).

Esas ideas básicas iban acompañadas de una especie de nuevo “dogma” que se imponía por la vía de una supuesta inferioridad moral de la tradición católica en lo referente tanto a la vida eclesial como a la concepción social y política heredada de la cristiandad medieval “felizmente superada” por la asunción de los ideales de la revolución francesa ya incorporados en la Iglesia a través de la interpretación conciliar del llamado “espíritu del vaticano II”.

Este nuevo entusiasmo en la Iglesia iba de la mano de una completa ausencia de auto-crítica cuando los frutos podridos empezaron a aparecer sin tregua desde la misma década de los años sesenta, a saber:

Secularizaciones masivas en el clero secular y regular

– Reducción tremenda de nuevos ingresos en órdenes religiosas

– Cierre paulatino de conventos como efecto lo abandonos y reducciones

– Crisis general de vocaciones a la vida consagrada y sacerdotal

– Desacralización general de la liturgia como consecuencia de la reforma

– Hecatombe de la vida moral al caerse el edificio sólido de la confesionalidad

– Relativización de la Fe al desaparecer casi por completo la apologética

– Hundimiento del apostolado habida cuenta de la exaltación del ecumenismo

– Pérdida de Fe y devoción en la Eucaristía

– Desaparición del sentido de pecado desde una concepción moral subjetiva

Esa ausencia de auto-crítica en el seno de la jerarquía iba unida a la aparición de las llamadas nuevas realidades de la Iglesia a la luz del concilio: comunidades nerocatecumenales, opus dei, focolares, cursillos, comunión y liberación…. que desde los años setenta, sobre todo, unidas al carisma mediático fuerte del Papa Juan Pablo II, crearon en el seno de la cristiandad (sobre todo en Europa y América) un sentimiento general de resurgimiento y regeneración: un fuerte impulso espiritual que parecía confirmar que el concilio SI era la solución. En aquella década de los ochenta y casi los noventa vimos masas enfervorizadas llenado estadios, grandes extensiones al aire libre, Misas multitudinarias….que parecían evidenciar esa cacareada primavera conciliar de la Iglesia y la superación de los “decadentes” esquemas anteriores basados en la confesionalidad de los estados, la apologética, la liturgia tradicional….etc.

Pero ahora nos preguntamos: ¿no habrá sido esta primavera un gran espejismo? ¿no queremos aceptar la realidad? ¿no somos capaces de tener la humildad de reconocer que hubo errores graves en ese “santificado” concilio?; vemos hoy una cristiandad que languidece: se cierran conventos, se cierran parroquias, se unifican provincias de congregaciones que van desapareciendo, la moral católica solo es asumida por una minoría (vinculada en su mayor parte a la tradición católica y a la Misa tradicional), los abusos litúrgicos se multiplican y casi no hay fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía, crece en progresión geométrica la “moral a mi manera”, el aborto y la homosexualidad se admiten como hechos naturales…etc.

Si no reconocemos los errores nunca los superaremos. Digamos alto y claro: la “primavera” conciliar de la Iglesia es un espejismo. Y la solución solo pasa por la  vuelta a la tradición desde la liturgia y la fe, y no por una empecinada actitud soberbia de “sostenella y no enmendalla”

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