Religión

Las ordenaciones clandestinas ante el derecho canónico: qué podemos aprender de los cardenales Wojtyła y Slipyj

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Uno de los episodios más destacables de la vida de Karol Wojtyła, y del que podemos aprender mucho, tuvo lugar mientras se desempeñaba como cardenal en Cracovia. Me parece increíble que a pesar de la atención que se ha prodigado a Juan Pablo II, el incidente que me dispongo a relatar haya pasado desapercibido y no haya suscitado siquiera comentarios. Y lo mismo se puede decir de algo importante que pasó en la vida del gran cardenal Slipyj.

Ordenaciones sacerdotales clandestinas

Para los lectores que no estén familiarizados con  la cuestión, se conoció como Ostpolitik la estrategia que siguió la Santa Sede durante la Guerra Fría con relación a ciertas exigencias de los países comunistas de Europa Oriental como condición para la supuesta tolerancia de una mínima existencia de la Iglesia en esos países. El propio Weigel no ha ocultado severas críticas a la Ostpolitik, tema que retomó hace apenas dos semanas en un artículo sobre el arquitecto de la misma, cardenal Agostino Casaroli . La autorizada biografía de Weigel, Testigo de esperanza,  presenta con precisión lo más destacad, si bien de forma edulcorada:

El cardenal Wojtyła no dudó en ningún momento de las buenas intenciones de la Ostpolitik de Pablo VI, y desde luego tenía conocimiento de la angustia que atormentaba al Pontífice, desgarrado entre su natural instinto de defender a la Iglesia perseguida y su criterio de que debía atenerse a unas normas que le permitieran salvar lo salvable; lo cual, como dijo en una ocasión el arzobispo Casaroli, no era una norma como para gloriarse. El arzobispo de Cracovia estaba convencido a su vez de que tenía el deber de mantener la solidaridad con la perseguida y profundamente dolorida Iglesia vecina de Checoslovaquia, donde la situación se había ido deteriorando durante los años de la nueva política vaticana de cara a los países del Este.

Por eso, Wojtyła y uno de sus obispos auxiliares, Juliusz Globlicki, ordenaron en secreto a sacerdotes para que ejercieran su ministerio en Checoslovaquia, a pesar de (o quizás a causa de) que la Santa Sede había prohibido que los obispos clandestinos de dicho país realizaran ordenaciones. Las ordenaciones clandestinas de Cracovia siempre se hicieron con la autorización explícita de los superiores de los candidatos –su obispo o, en el caso de miembros de órdenes religiosas, su provincial–. Hubo que idear mecanismos de seguridad. En el caso de los padres Salesianos, se servían de una tarjeta partida en dos. El candidato, que tenía que atravesar la frontera de incógnito, llevaba una mitad consigo a Cracovia mientras la otra mitad era enviada por un emisario clandestino al superior de la orden en Cracovia. Una vez reconstruida la tarjeta, se podía proceder a la ordenación en capilla del arzobispo en su palacio del número 3 de la calle de San Francisco.

El cardenal Wojtyła no informaba a la Santa Sede de estas ordenaciones. No las consideraba desobediencia a las normas impuestas por el Vaticano, sino un deber para con sus sufridos correligionarios. Es de suponer, además, que no quisiera crear un problema que no pudiese resolverse sin sufrimiento por parte de unos y otros. Puede ser también que creyera que la Santa Sede y el Papa tuviesen conocimiento de lo que pasaba en Cracovia, confiara en su criterio y discreción y viese con buenos ojos una válvula de escape en una situación cada vez más insostenible.

Obsérvese cómo Weigel intenta restar importancia a los hechos de los que habla. En el seno de una Iglesia de mediados de siglo atrapada en un indudable ultramontanismo, el cardenal Wojtyła se limitaba a desobedecer la prohibición pontificia de tales ordenaciones y las hacía de todos modos, con la participación del obispo auxiliar y el conocimiento del superior de la orden correspondiente. La frase «a pesar de (o quizás a causa de) que» es una soberana cantinflada; ¿cómo se puede afirmar que alguien ha realizado unas ordenaciones clandestinas precisamente porque estaban prohibidas? Es más, si un cardenal sabía que cotravenía la voluntad y el derecho pontificios no informaba al Papa, ¿puede afirmarse sin mentir que «no las consideraba desobediencia a las normas impuestas por el Vaticano», cuando eso era precisamente lo que estaba haciendo? Está claro que no planteó la cuestión a «las autoridades» porque consideró que en este caso se equivocaban. Es más, no tiene ningún fundamento afirmar, para que no quedaran mal, que «puede ser también que creyera que la Santa Sede y el Papa tuviesen conocimiento de lo que pasaba en Cracovia». ¿Qué pruebas hay de ello? Precisamente porque el Papa y su Secretario de Estado del momento no se fiaban del criterio y discreción de aquellos héroes y confesores de la Fe, como el cardenal Stefan Wyszyński o (como veremos más abajo) el cardenal Josyf Slipyj, el Vaticano había prohibido las ordenaciones, ya fueran clandestinas o no. Weigel debería atenerse a los hechos: como dice con toda razón, el cardenal sabía que tenía una obligación ante Dios y un deber para con sus sufridos correligionarios. Eso es todo lo que hay que decir.

Según otro biógrafo de Karol Wojtyła,

Wojtyła estaba mucho más relacionado con la Primavera de Praga de lo que podía revelar. A lo largo de los años había ido ampliando poco a poco sus ordenaciones secretas de sacerdotes clandestinos checos. En 1965 ya formaba y ordenaba a seminaristas encubiertos de otros territorios comunistas como Ucrania, Lituania y Bielorrusia, cuyos seminarios también habían sido clausurados. Algunos futuros sacerdotes cruzaban subrepticiamente la frontera polaca, en tanto que otros se conseguían empleos seculares que les permitiesen viajar legalmente. Por ejemplo, uno de ellos psicólogo y visitaba con frecuencia una institución sanitaria polaca. En Varsovia, Wyszyński era consciente de la naturaleza al menos, si no de los detalles, de estas actividades. De haber tenido conocimiento de ello las autoridades habrían encarcelado a Wojtyła.

Seamos o no de los que aclaman a Juan Pablo Magno, una cosa es indudable: lo que hacía en Cracovia estaba más que justificado y añade en vez de quitar brillo a su personalidad.

Ordenaciones episcopales clandestinas

A continuación habremos de examinar el caso paralelo del cardenal Josyf Slipj (1892-1984), cuyo proceso de canonización se ha incoado en Roma. Superó a Wojtyła en la creación clandestina de obispos por su profunda convicción de no tenía más remedio por el bien de la Iglesia greco-católica ucraniana. El P. Raymond J. de Souza lo resume así:

En 1976 el cardenal Josyf Slipj, cabeza de la Iglesia greco-católica de Ucrania, vivía exiliado en Roma después de haber pasado 18 años en el Gulag soviético, y temía por el futuro de los greco-católicos. ¿Habría prelados para pastorear su grey, teniendo en cuenta que el propio Slipj pasaba de los ochenta años? Sin autorización del Santo Padre beato Pablo VI, ordenó en secreto a tres obispos. En aquel tiempo la Santa Sede tenía por norma no señalarse ante el bloque comunista. Pablo VI no autorizaría las nuevas ordenaciones para no provocar a los soviéticos. Consagrar obispos sin mandato del Papa es un delito muy grave según el derecho canónico, y se castiga con excomunión. El beato Pablo VI –que sin duda sabía extraoficialmente lo que hacía Slipj– no aplicó pena alguna.

Hace poco conversé sobre este asunto con un buen conocedor del tema que había leído las memorias del cardenal Slipj, aún no traducidas a nuestro idioma. Me contó que lo habían llamado a Roma so pretexto de reunirse con él y se le dijo que no podía salir de la Ciudad Eterna para volver a la Unión Soviética y vivir y sufrir con su pueblo, aunque estaba muy dispuesto a volver al Gulag. Le resultaba sumamente doloroso residir cómodamente en Roma mientras su rebaño padecía la opresión comunista y ortodoxa. En Confessor Between East and West, Jaroslav Pelikan escribe:

 Aquí en el exilio, en la Roma por la que él y su Iglesia tanto se habían sacrificado, el  metropolitano ucraniano se sentía cada vez más limitado por lo que calificó en uno de los subtítulos de un documento presentado al Papa de la actitud negativa que constantemente encontraba en las sagradas congregaciones de la Curia Romana. A veces, exasperado por dicha actitud, recurría a la hipérbole de declarar que nunca lo habían tratado tan mal los ateos de la URSS como sus correligionarios católicos y compañeros de sacerdocio en Roma.

Según la fuente que mencioné, Pablo VI tenía ciertamente conocimiento de las ordenaciones episcopales secretas, pero no quiso sancionar al cardenal porque gozaba de gran fama y respeto como confesor de la Fe. Uno de los obispos creados en secreto era Lubomyr Husar; Juan Pablo II reconoció oficialmente más tarde la ordenación, lo nombró archieparca mayor de la Iglesia greco-católica ucraniana y lo creó cardenal en 2001.

Es importante señalar que Slipj hizo estas cosas cuando aún estaba en vigor el Código de Derecho Canónico de 1917. El canon 2370 de dicho código dice: «Episcopus aliquem consecrans in Episcopum, Episcopi vel, loco Episcoporum, presbyteri assistentes, et qui consecrationem recipit sine apostolico mandato contra praescriptum can. 953, ipso iure suspensi sunt, donec Sedes Apostolica eos dispensaverit» (el obispo que sin mandato apostólico consagra a otro obispo, en contra de lo que se dispone en el canon 953, los obispos o, en lugar de éstos, los presbíteros asistentes, y el que recibe la consagración, quedan por el derecho mismo suspensos, hasta que la Sede Apostólica los dispense). Por la manera en que está redactado el canon, está claro que no quedan suspendidos en virtud de que se declare la sentencia, sino simplemente por lo que hacen: consagrar sin mandato apostólico. Mandato que Pablo VI no concedió en ningún momento a Slipj. Un experto en derecho positivo diría que la suspensión en que incurrió habría tenido que ser expresamente levantada más tarde. Sin embargo, que jamás se levantara la suspensión es un testimonio elocuente de epiqueya en la interpretación de la ley. En resumidas cuentas, se dio una situación en la que el Código no se podía aplicar. Esto debería darnos que pensar sobre los límites del positivismo legal.

Una nueva lente con que mirar a Écône

Cuando la Iglesia es objeto de ataque y está en riesgo su supervivencia, o cuando el bien común corre peligro, puede estar justificada la desobediencia a las órdenes del Papa o las normas canónicas. De hecho, no sólo puede estar justificado, sino que puede ser bueno, meritorio y propio de santos. Nadie ha puesto en duda en ningún momento que el Sumo Pontífice tiene derecho a establecer normas para la consagración de obispos, ni que Wojtyła y Slipyj infringieron claramente y a sabiendas el derecho canónico, con lo que se habrían hecho dignos de oprobio junto con monseñor Lefebvre. Pero en lugar de ello los celebramos como héroes de la resistencia anticomunista.

Lo hacemos porque reconocemos una ley más fundamental que la dictada por el Código: salus animarum suprema lex. La ley suprema es la salvación de las almas. Toda el aparato del derecho canónico tiene por objeto la salvación de las almas. No tiene otra finalidad que salvaguardar y promover la transmisión de la vida de Cristo a la humanidad. En circunstancias normales, el derecho canónico proporciona una estructura que hace posible que la misión de la Iglesia se lleve a cabo de modo ordenado y tranquilo. Pero pueden darse situaciones de anarquía, crisis, corrupción o apostasía en las que la estructura ordinaria se convierta en un impedimento en vez de facilitar la misión de la Iglesia. En casos así, la voz de la conciencia dicta que se haga lo que se tiene que hacer, con prudencia y caridad, para cumplir la ley soberana.

Viendo como con el paso de los años la Iglesia se hunde cada vez más en el caos doctrinal, moral y litúrgico, ya no puedo aceptar la opinión de que el arzobispo Marcel Lefebvre incurrió en desobediencia culpable. Se vio en una situación terrible, con un Vaticano al que no le importaba la Tradición (y desde luego en 2021 hemos vuelto a esa misma situación) y una diáspora de católicos tradicionales de todo el mundo recurrió a él en busca de una solución semiestable. La imposición del Novus Ordo y la teología del aggiornamento introducida por el Concilio fueron una especie de Ostpolitik con la modernidad contra la que Lefebvre protestó con toda razón, y no le importó tomar medidas drásticas cuando la Fe corría más peligro que nunca.

La actuación de Wojtyła y Slipyj arroja una nueva luz sobre Écône. Eso no quiere decir que todas las dificultades desaparezcan de golpe, porque para cualquiera, amigo o enemigo, no es normal que sociedad de sacerdotes ejerza sus funciones en diócesis de todo el mundo sin jurisdicción oficial. Es preciso rezar por el feliz desenlace de una situación surgida por culpa de quienes, habiendo incurrido en dejación de funciones, permitieron que el humo de Satanás –y evidentemente ya entra a raudales– invadiese la Iglesia de Dios. Cuando arde una casa, se intenta apagar el fuego y rescatar a las víctimas por todos los medios posibles mientras se espera a que lleguen los bomberos. Y más cuando se sabe por amarga experiencia que el capitán de los bomberos no se ha presentado en su puesto de trabajo, o está dormido, o borracho, o piensa que la mayoría de los incendios son beneficiosos, y la mayoría de los bomberos son unos ineptos que no saben hacer su trabajo, o peor aún, están a sueldo de saboteadores para que echen gasolina al fuego.

Lo que si tenemos claro es que la culpa no es de quienes, conscientes de que deberán responder ante Dios y de que tienen un deber para con sus sufridos correligionarios han reaccionado como mejor saben con el arma de la obediencia a la ley suprema: salus animarum suprema lex.

Qué podemos aprender de esto

Si en cumplimento de Traditionis custodes el Vaticano decidiese prohibir totalmente la ordenación de sacerdotes tradicionales, estaría más que justificado que un prelado que se da cuenta de lo que está en riesgo siguiera ordenando a sacerdotes al modo tradicional pero clandestinamente, sin solicitar ni obtener autorización para ello. Si bien el rito nuevo de la Ordenación es válido (como lo es el de la nueva Misa), deja muchísimo que desear, y desde el punto de vista litúrgico no es ni apropiado ni auténtico. El testimonio autorizado, la   prioridad  y la superioridad de la lex orandi del rito tradicional se debe mantener en la vida de la Iglesia hasta el día en que pueda restablecerse universalmente el Pontifical Romano tridentino.

Por otra parte, vemos que Wojtyła y Slipj actuaron en la clandestinidad, lo cual nos da entender que cuando se hace algo así no hace falta darle publicidad ni hacer una especie de espectáculo de ello. Remediaron una situación inmediata y urgente con la mejor decisión y discreción que pudieron. Con esto no quiero decir que sea imposible que no se puedan cosas así legítimamente con conocimiento público; me limito a señalar que cuando se hace imprescindible desobedecer, normalmente es preferible hacerlo en secreto y no públicamente.

Esto tiene evidentes repercusiones en nuestra situación actual. Si un sacerdote opta en conciencia por no atenerse a normas o exigencias injustas de las autoridades eclesiásticas, no tiene necesariamente por qué anunciar al mundo que no las obedecerá; le bastará con no cumplirlas y seguir con sus labores sacerdotales y pastorales. De llegar a aplicársele una sanción, en lugar de armar un revuelo no hará caso y seguirá como si tal cosa. Como dije, sería lo normal; pero puede haber situaciones en que lo más acertado sea la resistencia declarada, como se hizo con la toma de la iglesia parisina de San Nicolás de Chardonet por monseñor Ducaud-Bourget y la recuperación de la iglesia de San Luis en Port Marly.

Es indudable que la tentación de recurrir de inmediato a los medios de comunicación social, sopesando los pros y los contras del apoyo popular que se genera, puede hacer que resulte más difícil discernir bien las medidas más oportunas (que podrían ser por ejemplo evitar ser detectados por el radar).

Conclusión

Una de las muchas maneras en que monseñor Lefebvre está siendo vindicado es que se ve que él se dio cuenta de que tenía que seguir ordenando sacerdotes (y también obispos) según el rito tradicional. El usus antiquor es un todo, una herencia coherente y sólida de lex orandi que encarna la lex credendi de la Fe católica. Ciertamente hay sacerdotes que fueron válidamente ordenados según el nuevo rito (como el architradicionalista P. Gregory Hesse) que más tarde se integraron a la Fraternidad San Pedro, la San Pío X y otras por el estilo. Pero es mucho más importante de lo que a la mayoría le parece mantener intacto y vivo el rito tradicional de ordenación.

Si la Congregación para el Culto Divino o la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada llegaran a prohibir el rito antiguo de ordenación, también habría que decir non possumus. No podemos, y punto. Es más, sería el mayor desafío de los próximos años: ¿habrá cardenales, arzobispos y obispos que en semejantes circunstancias estén dispuestos a conferir órdenes sagradas en secreto según el rito tradicional? Nuestro Señor, que, en su Providencia, nos ha legado el glorioso patrimonio de la Iglesia de Roma, con toda seguridad se encargará de preservarla en momentos difíciles.

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