No cometerás actos impuros
No podemos entender los 10 mandamientos separados de una unidad ontológica y absoluta del corazón del ser humano
Por Jesús Sánchez
«Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro» (Mc 7,1-8; 14-15; 21-23).
A veces nos acusamos de haber cometido un acto impuro, y se nos olvida mencionar cuál o creemos que es uno sólo.
El 5º mandamiento constituye el desenlace final de la pendiente, el último freno, porque el 6º ya es un límite previo al homicidio, pues se podría decir que todos ellos son posibles móviles de algún crimen. Podríamos atribuir cada una de esas 12 impurezas a los 10 mandamientos, aunque están todos mezclados y se necesitan unos de otros para conseguir un propósito.
Cuando Dios los da de palabra para que le escuche todo el pueblo, dice del 10º que no sólo es codiciar objetos inanimados: «ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni nada que sea de tu prójimo» (Ex 20,17). Del décimo mandamiento al adulterio del corazón sólo hay un paso, éste sería el 9º mandamiento, pero está ya al borde del 6º, y dependiendo de las circunstancias llegaría al 5º. Este fue el pecado del rey David, rompió con el inicio de aquella mirada, y por este orden, del décimo al quinto, (porque incluso el profeta Natán le acusa de haber robado una «cordera») pasando por la mentira, y con la muerte de Urías. Digo esto sólo porque no podemos entender los 10 mandamientos separados de una unidad ontológica y absoluta del corazón del ser humano. El corazón[i] en la cultura hebrea es donde reside el alma, la unidad de la persona, su integridad, en el sentido ontológico y moral, de donde nacen la honradez y la justicia. Siempre se ha entendido que la buena moral era necesaria para que sobre ella trabajaran las virtudes teologales, y quien recibe una gran conversión, de ese sobrenatural encuentro, no excluye ni rebaja pasar por el ordinario de todo mortal, de cumplir los mandamientos. Fe y Gracia deben ser una unidad del corazón. Decimos que cumplir los mandamientos sin Cristo es pelagianismo. Bien, pues busquemos la fe, y veremos que es a lo primero que hemos renunciado para matar las obras buenas y de justicia que el corazón puede hacer. Busquemos con ardor la gracia de Dios como esa mujer del Evangelio.
En la codicia de los bienes ajenos en el último mandamiento (aparentemente el más inofensivo) está en el origen de todo, de ser como dioses, y esto es ser como Lucifer, como los ángeles que se creían más que Dios, y con el veneno de su lengua de serpiente, tentó Lucifer al hombre con «seréis como Ángeles».
Es curioso como YHWH, después de proclamar el tercer mandamiento, recuerda que en 6 días creó al hombre y el 7º descansó: «Pues en seis días hizo YHWH el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y el séptimo descansó; por eso bendijo Yahvé el día del sábado y lo santificó» (Ex 20,11). ¿Cómo podemos interpretar esto? Es mencionado, no narrado como en el Génesis, sino dicho por boca de Dios. Nos está hablando de la santificación, y de que santificar es vivir el sábado: «Porque el Hijo del hombre es señor del sábado» (Mt 12,8), lo que significa: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2,27).
Aquí debemos advertir que ¿acaso el hombre no está hecho para el descanso? No, porque el hombre necesita descansar, es algo natural, aunque el precio del pecado original es que el hombre se canse. Lo que quiere decir es que en el Paraíso el hombre no se fatigaba. ¿Quiere decir esto que Dios sí se fatigó? En cierta manera el primer pecado de Adán y Eva fue no dejar a Dios descansar sobre ellos. Tenían a Dios mismo que quería descansar toda su gracia, sabiduría y compañía sobre el hombre y confundieron esto con la debilidad Divina, pensando que los Ángeles eran más divinos. ¿Vieron nuestros primeros padres a Dios a imagen suya? ¿Qué tiene más apariencia de «poder», el Papa o la guardia suiza? Y con todo, la guardia suiza no puede abandonar su puesto, pero el Papa se abaja, saluda y bendice a los niños. ¿Acaso no están más adiestrados los guardaespaldas y tienen más apariencia que el protegido? En este caso, el protegido debía ser el hombre, pues incluso Jesucristo dice que podría pedir 12 legiones de Ángeles para sacarlo del apuro.
Esta reflexión no va a ningún lado, y la ortodoxia del canon e interpretación de las Sagradas Escrituras está ya cerrada hace muchísimo tiempo. La cuestión es que el hombre está hecho para que la gracia de Dios descanse sobre él, y para eso ha sido creado. Descansar los domingos es hacernos como María (llevarnos la mejor parte), dejar a Dios servirnos en la Eucaristía, con su palabra y presencia, descansar y reposar sobre nosotros, pues somos su obra. Santificar las fiestas, es dejar hacer a Dios con nuestra colaboración. Nuestro trabajo en primer lugar es sacar toda la basura del corazón, allanar los caminos, abajar la soberbia de los montes y elevar los valles de los pobres, restaurar al hombre su dignidad. Ése es el trabajo de Jesucristo a través de los sacerdotes, devolver al hombre a aquel paraíso, para que la vida entre en el ser humano, porque la fiesta es que el hombre estaba muerto, pero ha vuelto a la vida, estaba perdido, pero ha sido hallado.
El día 1º, día sin ocaso, representa el día del Señor, el domingo de la eternidad vivida aquí y ahora en la Eucaristía. Como hemos visto, todos los mandamientos tienen la plenitud de un don de Dios que se da como arras para las bodas del Cordero. En el simbolismo, las arras nupciales son la promesa del novio, que se compromete a cuidar de todas las necesidades de la futura esposa, es el Don o la Dote, lo que se entrega. Estas eran consideradas como la garantía del matrimonio. Estas arras había que guardarlas en un lugar seguro para no perderlas, pues ya siempre se llevan con ellos, pues son una realidad visible que indica algo invisible, que representa compartir el amor y también lo material. Representa incluso amar todo lo de la mujer, solo porque es suyo, incluso la enfermedad. Es una promesa del novio a la novia, obviamente es recíproco. En las bodas, los amigos del novio se ocupaban de las necesidades de los esposos (aquí estaría la vocación sacerdotal y religiosa). Las arras matrimoniales del novio (Cristo), que cumple con la novia son en las bodas del Cordero, los 10 Mandamientos. Expresados de forma resumida por Jesús, son amar a Dios por encima de todas las cosas y al prójimo como a uno mismo.
Por tanto, he aquí la implicación de guardar los Mandamientos, no es nada secundario. Una vez hecha esta introducción, hablemos de la parábola de la mujer que pierde una moneda, ¿por qué compara Jesús encontrar esta moneda con la conversión?:
«¿Qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: ‘¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido’. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta» (Lc 15,8-10).
He aquí el miedo y susto de esta mujer que ha perdido una de las arras matrimoniales, ha perdido el amor hacia el esposo. Esta búsqueda desesperada de esta mujer que barre la casa implica poner todo en orden de nuevo para recuperar o encontrar la moneda. Nosotros, casa de Dios y Templo del Espíritu Santo, dice el Señor que tenemos que tener la casa barrida y siempre con cuidado de que no entren los frutos de la división. Perder o no guardar un mandamiento es enfriar el amor, dejar de amar, si falla un solo mandamiento hay que buscarlo, ya sea por parte de los novios o de los esposos. La forma de barrer la casa es dejando que las palabras de Jesús, nos limpien el corazón, para luego acudir con dolor a la confesión y recuperar lo perdido: la Alianza nueva y eterna, el Cuerpo de Cristo. Dios nos habla también por sus ungidos, y nos interpela a volver al amor primero como decía San Agustín: «Señor, Tú me hablabas a través de mi madre y yo no lo sabía» (Confesiones). Y en el Evangelio: «Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15,3-4). Primeramente, la Palabra de Dios nos limpia, no del pecado, sino de la tentación, y si es necesario, en el Sacramento: «Yo perdono tus pecados». Lo segundo es que nos fortalece y da ánimos en su misericordia, al igual que nos alegra viendo que podemos vencer el pecado luchando y dejándonos sostener por Cristo.
Jesús es el Novio, que se ha desposado con su Iglesia, y le da todo lo que Él es: sacerdote, profeta y rey. Le da su amor incondicional y cumple los Mandamientos fielmente, Él es fiel, para cumplir su amor hasta el extremo. Su padecer era necesario, para hacerse una sola carne con su esposa, la Iglesia, por medio de la Eucaristía que sale de su costado, que es su Esposa, Cuerpo místico, del cual se encarga de cuidar siempre, para presentarla gloriosa ante Dios, ahora y en el momento de la muerte:
«Os he desposado con un solo marido, para presentaros a Cristo como una virgen casta. Pero me temo que, lo mismo que la serpiente sedujo a Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes, apartándose de la sinceridad y de la pureza debida a Cristo. Pues, si se presenta cualquiera predicando un Jesús diferente del que os he predicado, u os propone recibir un espíritu diferente del que recibisteis, o aceptar un Evangelio diferente del que aceptasteis, lo toleráis tan tranquilos. No me creo en nada inferior a esos superapóstoles. En efecto, aunque en el hablar soy inculto, no lo soy en el saber; que en todo y en presencia de todos os lo hemos demostrado» (2Cor 11,2-6).
Por tanto, hay que contar las arras, ver si están todas; el vino bueno, el amor que le daremos a Dios y a los hombres. Estas arras las hemos recibido en el Bautismo: son la gracia y demás sacramentos. Guardémoslos como pan que no falta nunca en la mesa, y demos de ello, aunque sea las migajas del fruto de este amor, a los que aun no pueden participar de la mesa Eucarística.
Finalmente, veamos la respuesta en los salmos, a la lámpara que enciende esta mujer para encontrar el mandamiento perdido: «¿Qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara…»:
«Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero; lo juro y lo cumpliré: guardaré tus justos mandamientos»(Sal 119).