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Enrique Gorostieta y Velarde, el Atila Cristero

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El 31 de julio de 1926, con la promulgación de la llamada “Ley Calles”, que limitaba las acciones de la iglesia católica y de sus sacerdotes en territorio mexicano, estalló un duro enfrentamiento entre el gobierno federal y la alta jerarquía.

Se determinó la suspensión del culto público y a las pocas semanas meneudaron los motines y, dispersos por buena parte del territorio nacional, levantamientos armados.

Todo aquel año había sido de conflictos. La incertidumbre y los rumores exaltaron a los creyentes católicos, que recurrieron a manifestaciones y protestas masivas que eran dispersadas por los bomberos.

Un motín detonado por el cierre de la parroquia de la Sagrada Familia, de la colonia Roma, dejó un saldo de siete muertos. El gobierno de Plutarco Elías Calles emitió una orden a todos los gobernadores del país: la ley se aplicaría al precio que fuera necesario.

Como ocurre cuando hay una instrucción un tanto vaga, la ejecución de las órdenes corrió por cuenta de la creatividad de cada gobernador: desde los acuerdos forzados en entidades como Veracruz, Puebla, Guanajuato, Zacatecas y Michoacán, hasta las persecuciones brutales ocurridas en Jalisco, Tabasco y Colima.

El clero, sumado a la Liga para la Defensa de la Libertad Religiosa, promovieó un boicot económico y desde Roma llegó la anuencia papal para resistir y protestar.

En diciembre, la Liga llamó a un levantamiento general que cobró fuerza en la región centro-oeste del país. Así comenzó lo que después se conoció como la Cristiada. Pero les faltaba organización y un líder.

Así, el destino del movimiento católico radicalizado se vinculó al de un regiomontano de familia adinerada, militar condecorado: el general Enrique Gorostieta Velarde.

UN MILITAR DE ÉLITE. El general Gorostieta había nacido en Monterrey en 1890. Hijo de abogado y nieto de militar, halló vocación y destino en las aulas del Colegio Militar, donde se convirtió en un competente artillero.

Incorporado al Ejército, tocó a Enrique Gorostieta servir en los mandatos de cuatro presidentes. Fue testigo de los últimos días del régimen de Porfirio Díaz, vio transcurrir el interinato de Francisco León de la Barra y vivió días intensos en la gestión de Francisco Madero; bajo el mando de Victoriano Huerta participó en el combate contra el levantamiento de Pascual Orozco; después, formó parte de las tropas que luchaban contra el zapatismo.

Condecorado con la medalla al mérito militar, Gorostieta tenía 24 años cuando recibió el ascenso a general de brigada; Huerta se había apoderado de la presidencia.

Se sabe que participó en las acciones de defensa del puerto de Veracruz y que continuó en el ejército hasta la firma de los tratados de Teoloyucan, en agosto de 1914, que determinaron el licenciamiento de las tropas federales.

El joven general salió del país. Hay datos de su presencia en Cuba y en Estados Unidos. Su familia había sufrido persecución pues su padre fungió, un par de meses, como secretario de Hacienda de Huerta.

Enrique Gorostieta regresó a México en algún momento de 1921. Al año siguiente, se casó con Gertrudis Lasaga, con quien tendría tres hijos.

Alejado de la vida militar, probó diversas ocupaciones, desde distribuidor de dulces hasta fabricante de jabones. Él mismo reconocería después que fueron tiempos difíciles, donde la falta de dinero hizo complicada su vida familiar. Entonces llegó una inesperada oferta de la Liga: convertirlo en el jefe militar de los cristeros.

GENERAL SUPREMO DEL EJÉRCITO CRISTERO.
Era ya julio de 1927: el conflicto político-religioso se desarrollaba en pistas paralelas. Por un lado, Calles afrontaba la feroz lucha por la sucesión presidencial entre Álvaro Obregón y el general Francisco Serrano.

Obregón, que estaba en desacuerdo con las medidas represivas contra el catolicismo, alentaba negociaciones con el clero, con la expectativa de que, a su regreso a la presidencia, el conflicto se solucionara. Pero de eso no estaban enterados los activistas de la Liga, que intentaron matarlo.

El enfrentamiento Obregón-Serrano terminó en la masacre de Huitzilac y el general manco vio libre el camino de la reelección.

En otro frente, Calles veía la expansión del movimiento, grande, pero desorganizado, de las fuerzas cristeras. Se sabía, de boca en boca, que tal o cual pueblo se había levantado; pero como ya había ocurrido en otros momentos de la vida nacional, los sublevados eran apenas bandas desordenadas envueltas en una espiral de violencia tremenda.

Pocos momentos de nuestra historia, documentados fotográficamente, denuncian la ira de ambos bandos como en la Cristiada.

La Liga comprendió que era necesario construir un liderazgo militar, y vio en Gorostieta un candidato adecuado. Por su formación en el Colegio Militar, se creyó que era ateo, jacobino e incluso masón.

Durante mucho tiempo se dijo del general que era liberal y agnóstico. Todas estas suposiciones se vieron reforzadas cuando se supieron los términos de su entrada al ejército cristero: un salario mensual de tres mil pesos oro que se entregarían a su familia, y un seguro de vida por veinte mil pesos, en caso de que muriese en combate.

Hubo quien vio en Gorostieta la decisión de un mercenario dispuesto a alquilar su talento militar.

Ya al frente de los cristeros, el general los convirtió en un ejército en toda regla; eficaces, contundentes.

Llegó a reunir un ejército de 35 mil hombres que combatían al grito de “¡Viva Cristo Rey!”. Desarrollaron tácticas de guerra de guerrillas que les permitió consolidar su poder destructivo.

Entre septiembre de 1927 y enero de 1928,  puso a prueba sus capacidades en una pequeña región; para mediados de 1928 ya era la fuerza dominante en seis estados del centro oeste del país. Eran prácticamente invencibles.

La mediación de Estados Unidos poco a poco favoreció un arreglo entre la jerarquía católica y el gobierno mexicano, a la que Gorostieta se opuso.

Cuando cayó en combate, en Atotonilco el Alto, en junio de 1929, apenas unos pocos días antes de que se concretaran los arreglos que pusieron fin a la Cristiada, corrió el rumor de que el general había sido víctima de una traición, pues su presencia y su ascendiente entre sus tropas significaban un obstáculo para las negociaciones.

Sepultado en el Panteón Español de la Ciudad de México, su figura se volvió leyenda: durante décadas fue el ateo que, al calor de la batalla, se había convertido al catolicismo, conmovido por la devoción que movía a sus hombres.

Su familia debió vivir cuatro años más oculta en el sótano de una casona en el entonces pueblo de San Ángel.

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