Visitar y acompañar a quien padece una enfermedad
Jueves 26 de septiembre de 2024
Entre las obras de misericordia corporales, la Iglesia ha vivido desde los primeros tiempos la de visitar y acompañar a quien padece una enfermedad, aliviándole en lo posible y ayudándole a santificar ese estado.
Ha insistido siempre en la necesidad y en la urgencia de esta manifestación de caridad, que tanto nos asemeja al Maestro y que tanto bien hace al enfermo y a quien la practica.
«Ya se trate de niños que han de nacer, ya de personas ancianas, de accidentados o de necesitados de cura, de impedidos física o mentalmente, siempre se trata del hombre, cuya credencial de nobleza está escrita en las primeras páginas de la Biblia: Dios creó al hombre a su imagen (Gen 1, 27).
Por otra parte, se ha dicho a menudo que se puede juzgar de una civilización según su manera de conducirse con los débiles, con los niños, con los enfermos, con las personas de la tercera edad…».
Allí donde se encuentra un enfermo ha de ser «el lugar humano por excelencia donde cada persona es tratada con dignidad; donde experimente, a pesar del sufrimiento, la proximidad de hermanos, de amigos».
Los Evangelios no se cansan de ponderar el amor y la misericordia de Jesús con los dolientes y sus constantes curaciones de enfermos.
San Pedro compendia la vida de Jesús en Palestina con estas palabras en casa de Cornelio: Jesús el de Nazaret… pasó haciendo el bien y sanando….
«Curaba a los enfermos, consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos.
Era sensible a todo sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma». No pocas veces se hizo encontradizo con el dolor y la enfermedad.
Cuando ve al paralítico de la piscina, que llevaba ya treinta y ocho años con su dolencia, le preguntó espontáneamente: ¿Quieres curarte?.
En otra ocasión se ofrece a ir a la casa donde estaba el siervo enfermo del Centurión. No huye de las dolencias tenidas por contagiosas y más desagradables: al leproso de Cafarnaún, a quien podía haber curado a distancia, se le acercó y, tocándole, le curó.
Y, como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy, cuando envía por vez primera a los Apóstoles para anunciar la llegada del Reino, les dio a la vez potestad para curar enfermedades.
Nuestra Madre la Iglesia enseña que visitar al enfermo es visitar a Cristo, servir al que sufre es servir al mismo Cristo en los miembros dolientes de su Cuerpo místico.
¡Qué alegría tan grande oír un día de labios del Señor: Ven, bendito de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitaste…! Me ayudaste a sobrellevar aquella enfermedad, el cansancio, la soledad, el desamparo…
En la Liturgia de las Horas, se dirige hoy al Señor una petición que bien podemos hacer nuestra al terminar la oración: Haz que sepamos descubrirte a Ti en todos nuestros hermanos, sobre todo en los que sufren y en los pobres.
Muy cerca de quienes sufren encontramos siempre a María. Ella dispone nuestro corazón para que nunca pasemos de largo ante un amigo enfermo, y ante quien padece necesidad en el alma o en el cuerpo.