Religión

Frutos de la oración

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Miércoles 11 de septiembre de 2024

El Maestro nos enseñó con su ejemplo la necesidad de hacer oración. Repitió una y otra vez que es necesario orar y no desfallecer. Cuando también nosotros nos recogemos para orar nos acercamos sedientos a la fuente de las aguas vivas. Allí encontramos la paz y las fuerzas necesarias para seguir con alegría y optimismo en este caminar de la vida.

¡Cuánto bien hacemos a la Iglesia y al mundo con nuestra oración! ¡Con estos ratos, como el de ahora, en los que permanecemos junto al Señor! Se ha dicho que quienes hacen oración verdadera son como «las columnas del mundo», sin los cuales todo se vendría abajo. San Juan de la Cruz enseñaba bellamente que «es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este amor puro, y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas, que poco o nada valdrían fuera de Cristo. Precisamente porque la oración nos hace fuertes ante las dificultades, nos ayuda a santificar el trabajo, a ser ejemplares en nuestros quehaceres, a tratar con cordialidad y aprecio a quienes conviven o trabajan con nosotros. En la oración descubrimos la urgencia de llevar a Cristo a los ambientes en que nos desenvolvemos, urgencia tanto más apremiante cuanto más lejos de Dios se encuentren quienes nos rodean.

Santa Teresa se hace eco de las palabras de un «gran letrado», para quien «las almas que no tienen oración son como un cuerpo con “perlesía” o tullido, que aunque tiene pies y manos, no los puede mandar». La oración es necesaria para querer más y más al Señor, para no separarnos jamás de Él; sin ella el alma cae en la tibieza, pierde la alegría y las fuerzas para hacer el bien.

El diálogo íntimo de Jesús con Dios Padre fue continuo: para pedir, para alabar, para dar gracias; en toda circunstancia, el Señor se dirige al Padre. A eso debemos aspirar nosotros, a tratar a Dios siempre, y especialmente en los momentos que dedicamos de lleno a hablar con Él, como en la Santa Misa y ahora, en este rato en el que nos encontramos con Él. También a lo largo del día, en las situaciones que tejen nuestra jornada: al comenzar o al terminar el trabajo o el estudio, mientras esperamos el ascensor, al encontrar por la calle a una persona conocida. Aquella invocación llena de ternura –¡Abbá, Padre!– estaba constantemente en los labios del Señor; con ella empezaba muchas veces sus acciones de gracias, su petición o su alabanza. ¡Cuánto bien traerá a nuestra alma el acostumbrarnos a llamar a Dios así: ¡Padre!, con ternura y confianza, con amor!

Todos los momentos solemnes de la vida del Señor están precedidos por la oración. «El Evangelista señala que fue precisamente durante la oración de Jesús cuando manifestó el misterio del amor del Padre y se reveló la comunión de las Tres Divinas Personas. Es en la oración donde aprendemos el misterio de Cristo y la sabiduría de la Cruz. En la oración percibimos, en todas sus dimensiones, las necesidades reales de nuestros hermanos y de nuestras hermanas de todo el mundo; en la oración nos fortalecemos de cara a las posibilidades que tenemos delante; en la oración tomamos fuerzas para la misión que Cristo comparte con nosotros».

Solía decir el Santo Cura de Ars que todos los males que muchas veces nos agobian en la tierra vienen precisamente de que no oramos o lo hacemos mal. Formulemos nosotros el propósito de dirigirnos con amor y confianza a Dios a través de la oración mental, de las oraciones vocales y de esas breves fórmulas, las jaculatorias, y tendremos la alegría de vivir la vida junto a nuestro Padre Dios, que es el único lugar en el que merece la pena ser vivida.

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