La Eucaristía, semilla de la futura glorificación del cuerpo
En la Comunión, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura», nos enseña el Concilio Vaticano II.
Esta gloria eterna no es solo del alma, sino también del cuerpo, de todo el hombre. El Señor hacía referencia al hombre entero cuando prometió que aquel que comiera de Él, vivirá por Él y no morirá jamás, y que Él le resucitará en el último día.
La Eucaristía proclama la muerte del Señor hasta que venga, al final de los tiempos, cuando tenga lugar la resurrección de los cuerpos y vuelvan a unirse al alma. Así, quienes han sido fieles amarán y gozarán de Dios –con el alma y con el cuerpo– para siempre.
Jesús es la Vida, no solo la del más allá, sino también la vida sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra en camino.
Cuando Jesús acude a Betania para resucitar a Lázaro, dirá a Marta: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque haya muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre. El Señor vuelve a repetir aquí en Betania la enseñanza de Cafarnaún que hoy encontramos en el Evangelio de la Misa: quien le recibe no morirá.
Los Padres de la Iglesia llaman a la Comunión «medicina de la inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo».
Como el leño de la vid –enseña San Ireneo–, puesto en la tierra, fructifica a su tiempo, y el grano de trigo caído en la tierra y deshecho se levanta multiplicado y, «después, por la sabiduría de Dios, llega a ser Eucaristía, que es Cuerpo y Sangre de Cristo, así también nuestros cuerpos, alimentados con ella y colocados en la tierra y deshechos en ella, resucitarán a su tiempo…»: esa garantía de la futura resurrección que es la Eucaristía actúa como semilla de la futura glorificación del cuerpo y lo alimenta para la incorruptibilidad de la vida eterna.
Siembra en el hombre un germen de inmortalidad, pues la vida de la gracia se prolonga más allá de la muerte.
San Gregorio de Nisa explica que el hombre tomó un alimento de muerte (con el pecado original) y debe, por tanto, tomar una medicina que le sirva de antídoto, como quienes han tomado algún veneno deben tomar un contraveneno.
Esta medicina de nuestra vida no es otra que el Cuerpo de Cristo, «que ha vencido a la muerte y es la fuente de la Vida».
Si alguna vez nos entristece el pensamiento de la muerte y sentimos que se derrumba esta casa de la tierra que ahora habitamos, debemos pensar, llenos de esperanza, que la muerte es un paso: más allá sigue la vida del alma, y un poco más tarde la acompañará el cuerpo, que será también glorificado; como ocurre a quien tiene que abandonar su hogar por alguna catástrofe, que se consuela e incluso se alegra al saber que le aguarda otro mejor, que ya no tendrá que abandonar jamás.
La Sagrada Eucaristía no solo es anticipo, sino «señal que se da en garantía» de la promesa que nos ha hecho el mismo Señor: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día