La Sagrada Eucaristía, verdadero alimento del alma
Dice el Señor: Yo soy el Pan de Vida. El que viene a Mí no pasará hambre. Y el que cree en Mí nunca pasará sed.
Después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, la multitud, entusiasmada, busca de nuevo a Jesús.
Cuando vieron que no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaún.
Allí, en la sinagoga –nos indica San Juan en el Evangelio de la Misa–, tendrá lugar la revelación de la Sagrada Eucaristía.
Jesús, con el milagro de la multiplicación de los panes el día anterior, había despertado unas esperanzas hondamente arraigadas en el pueblo.
Millares de gentes se desplazaron de sus casas para verle y oírle, y su entusiasmo les llevó a querer hacerlo rey. Pero el Señor se apartó de ellos.
Cuando de nuevo le encontraron, les dijo Jesús: En verdad, en verdad os digo que vosotros me buscáis no por haber visto milagros, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado.
«Me buscáis –comenta San Agustín– por motivos de la carne, no del espíritu. ¡Cuántos hay que buscan a Jesús, guiados solo por intereses materiales! (…).
Apenas se busca a Jesús por Jesús». Nosotros queremos buscarle por Él mismo.
Este apego exclusivamente material, interesado, no es lo que Él espera de los hombres. Y con una valentía admirable, con un amor sin límites, les expone el don inefable de la Sagrada Eucaristía, donde se nos da como alimento.
No importa que muchos de los que le han seguido con fervor le abandonen al terminar esta revelación.
Jesús comienza insinuando el misterio eucarístico: Obrad no por el alimento que perece sino por el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre…
Ellos le preguntaron: ¿Qué haremos para realizar las obras de Dios? Jesús les respondió: Esta es la obra de Dios, que creáis en quien Él ha enviado.
Y, a pesar de que muchos de los presentes vieron con sus ojos el prodigio del día anterior, le dijeron: ¿Pues qué milagro haces tú, para que lo veamos y te creamos? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del Cielo.
La Primera lectura de la Misa nos relata cómo, efectivamente, Yahvé mostró su Providencia sobre aquellos israelitas en el desierto, haciendo caer diariamente del cielo el maná que los alimentaba.
Este pan es símbolo y figura de la Sagrada Eucaristía, que el Señor anunció por vez primera en esta pequeña ciudad junto al lago de Genesaret.
Jesucristo es el verdadero alimento que nos transforma y nos da fuerzas para llevar a cabo nuestra vocación cristiana.
«Solo mediante la Eucaristía es posible vivir las virtudes heroicas del cristianismo: la caridad hasta el perdón de los enemigos, hasta el amor a quien nos hace sufrir, hasta el don de la propia vida por el prójimo; la castidad en cualquier edad y situación de la vida; la paciencia, especialmente en el dolor y cuando se está desconcertado por el silencio de Dios en los dramas de la historia o de la misma existencia propia.
Por esto –exhortaba con fuerza el Papa Juan Pablo II–, sed siempre almas eucarísticas para poder ser cristianos auténticos»
Con palabras del poeta italiano, pedimos al Señor: «Danos hoy el maná de cada día, // sin el cual por este áspero sendero // va hacia atrás quien más en caminar se afana».
Verdaderamente, la vida sin Cristo se convierte en un áspero desierto en el que cada vez se está más lejos de la meta.