Nos vemos en el cielo, ¡Viva Cristo Rey!: así fueron las últimas horas del mártir y niño cristero
Con la beatificación del niño, héroe y mártir cristero José Sánchez del Río el 16 de octubre de 2016, la Iglesia no solo elevó como ejemplo las virtudes de este joven mexicano. También le definió como modelo de coherencia cristiana en la vida pública, que en su caso le llevó hasta la misma muerte.
En San José Sánchez del Río y mártires de México (Encuentro), el sacerdote Luis Laureán Cervantes -paisano sahuayense de «Joselito»- ha volcado su oda personal al santo y su reconocimiento del espíritu que llevó a decenas de miles de mexicanos a defender la fe frente al gobierno con su propia sangre. «Cristeros» fue su nombre, y los «vivas a Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe», su consigna.
Esta guerra -la «Cristera»-, (1926-1929), de profundas motivaciones religiosas en ambos contendientes -en los perseguidores por odio, en sus defensores por amor- ha llegado a ser valorada como la antesala de posteriores persecuciones que tendrían lugar pocos años después. Como en España (1931-1939), las motivaciones de corte económico y social también estuvieron presentes. Pero en última instancia, fue el odio y casi aniquilación de la fe lo que llevó a los católicos de a pie a alzarse en armas.
Una persecución que justificó el uso de las armas
No fueron pocos los motivos que justificaron el recurso a las armas contra la feroz persecución de legisladores y políticos -puedes encontrarlas desarrolladas extensamente en el mismo libro. Tampoco fue una decisión rápida o tomada existiendo otras alternativas. Llegado un punto, los mismos obispos y teólogos de Roma sentenciaron su licitud. «En las presentes circunstancias, la defensa armada es lícita«, sentenciaron.
La Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa fue uno de los principales órganos que movilizaron la defensa de la fe en México. Nacida en 1925, asistió a un gran incremento entre sus miembros con la publicación de la anticatólica «Ley Calles» en junio de 1926, muchos de los cuales tomaron las armas. 30.000 católicos caídos en combate, 500 sacerdotes asesinados y 40 mártires reconocidos fue el balance de esta cruenta persecución a la Iglesia por el Estado liberal.
A sus 14 años, José Sánchez del Río, buscó por todos los medios ser uno de ellos. Laureán Cervantes resalta la «fortaleza, valentía, audacia, fe, fortaleza, esperanza y caridad cristianas» como las principales virtudes que confirmaban «el temple de su corazón cristero», pero no fueron suficientes para que las autoridades cristeras y su familia se lo permitiese. «No hasta que cumpla diecisiete o dieciocho años», sentenció el general cristero de Sahuayo, Ignacio Sánchez Ramírez.
Ejemplo de virtud y admirado por todos
Pero «Joselito» tenía prisa. Prisa porque, como decía, nunca como entonces había sido «tan fácil ganarse el cielo», y quería hacerlo como cristero.
Nada le hizo desistir y lo único que pudieron sacar a cambio familia y autoridades fue que acudiese a las milicias como ayudante del capitán, abanderado o corneta para su mayor seguridad como condición.
Desde el primer momento, José y su amigo José Trinidad se mostraron diligentes en sus labores, fuesen cuales fuesen y no tardaron en ganarse el aprecio de los más veteranos.
Pronto comenzó a participar en combate como corneta, distinguiéndose por su gallardía y generosidad.
Joselito, solo frente al enemigo
Muestra de ello fue su última batalla, el 6 de febrero de 1928, entre Cotija y Jiquilpan. Una ensordecedora ametralladora del gobierno, de las que carecía el ejército cristero, comenzó a cargar contra el ejército de católicos fulminando al caballo del general.
Yo soy chico, usted hace más falta que yo. ¡Viva Cristo Rey!», le dijo José antes de darle el caballo a su superior.
Se quedó solo frente a todo un ejército enemigo, a quien comenzó a disparar las pocas balas que le quedaban. Cuando se le acabó la munición, el joven fue apresado e iba a ser fusilado cuando le ofrecieron unirse al ejército gubernamental para salvar su vida.
«¡Me han apresado porque se me acabó el parque -la munición- pero no me he rendido!», espetó antes de ser encerrado junto a otro compañero.
«¡Nunca con el perseguidor de la Iglesia»
«Querida mamá: fui hecho prisionero. Creo que voy a morir, pero no me importa. Muero contento al lado de nuestro Dios. No te apures por mi muerte, que es lo que me mortifica; antes diles a mis otros hermanos que sigan el ejemplo que el más chico les dejó. Mándame la bendición con la de mi padre y recibe por último el corazón de tu hijo que tanto te quiere», escribió a su madre.
Pronto comenzó para José lo que el autor denomina «el vía crucis de un muchacho preso». Fue en un templo, que usaban como gallinero, caballeriza y lugar para retenerle, cuando su padrino -el diputado liberal y laicista Rafael Picazo- le ofreció salvarle a cambio de aceptar el Gobierno.
«¡Primero muerto! ¡Nunca con el perseguidor de la Iglesia! ¡Si me sueltan, mañana regreso con los cristeros! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!», le respondió. Solo deseaba combatir por la Iglesia o morir, incluso llegó a escribir a su tía para que no se entregase ni un solo centavo de los cinco mil pesos que pedían como rescate.
Malos olores, estiércol, polvo, sillas de montar, gallos de pelea… el interior del templo donde José fue bautizado, confirmado y donde recibió la primera Comunión estaba irreconocible y no estaba dispuesto a tolerarlo. Mató a dos de los animales y rezó hasta quedarse dormido, tranquilo, pues «si Cristo limpió el templo de mercaderes, él lo había limpiado de gallos de pelea«.
Un largo y doloroso camino hacia la santidad
Cuando uno de sus captores se enteró, le dio una bofetada que le hizo sangrar el rostro, nariz y boca: nada comparado a lo que le esperaba al joven, pues su sentencia «estaba dictada».
Como último deseo, le permitieron escribir a su tía Magdalena, a quien le pidió en clave que le trajese «la cena», refiriéndose a la comunión. Cuando se acabó su tiempo, José sabía que no volvería a ver a su tía y su familia nunca más.
«A las once de la noche confirmaron la sentencia. Lo torturaron, le rajaron las plantas de los pies o le desollaron y golpearon con brutalidad», explica Laureán Cervantes.
El sacerdote recoge su martirio en las palabras del cristero Rafael Degollado Guizar: «Le quitaron los zapatos y le hicieron caminar… tenía 14 años. No dejó de decir: `¡Viva Cristo Rey!´. Pero iba todo golpeado, los pies le chorreaban sangre«.
«Después se le obligó a caminar descalzo hasta el cementerio. Diez calles hubo de recorrer, a manera de calvario, desde su prisión y parroquia venerable hasta el cementerio, lugar de su martirio. Los verdugos le decían: `Renegado´, `Engreído´, `Para que aprendas´, `Hijo de tal por cual´ o `Te vamos a matar´. `¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!´ era la única respuesta de José», relata el sacerdote y autor de San José Sánchez del Río y mártires de México.
Un verdadero soldado de Cristo
Mientras lo golpeaban y empujaban, las fuerzas le fallaban y los dolores le hacían casi imposible caminar hasta que dejó de sentir los pies y el propio camino: «Les desconcertaba su fortaleza. Ante sus ojos tenían a un verdadero soldado de Cristo. Querían hacerlo apostatar con crueldad brutal. Todo en vano».
Llegada la comitiva al cementerio, el Vía Crucis de Joselito estaba cerca de terminar. Ante su propia fosa, recibió un culatazo que le rompió la mandíbula y lo tiró al suelo y después comenzaron a acuchillarle sin pausa en el pecho, el cuello y la espalda, respondiendo a cada una con un enérgico ¡Viva Cristo Rey! hasta que no pudo más.
«¿Qué le vamos a decir a tu papá?», le preguntó uno de sus asesinos.
«Que nos veremos en el cielo. ¡Viva Cristo Rey!«: fueron sus últimas palabras.
Por cierto, la misa por la que pelearon y murieron en la Cristiada, miles de hombres y mujeres, incluidos los mártires (hoy santos), era la MISA TRADICIONAL o TRIDENTINA.