“Prenda de la gloria futura”
Padre Ángel David Martín Rubio
I. La Liturgia de este cuarto domingo de Cuaresma nos lleva a considerar la ciudad de Jerusalén como un signo o anticipo de la gloria del cielo, de la bienaventuranza eterna que esperamos alcanzar un día.
– Por una parte, la Estación se encuentra en la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, una de las siete principales de la ciudad de Roma, construida en el siglo IV por orden del emperador Constantino y enriquecida con las más preciadas reliquias de la Pasión.
– El nombre de Jerusalén se evoca en el introito (tanto en la antífona tomada del profeta Isaías como en el versículo del salmo 121) y en varias partes de la Misa: gradual (Sal 121), tracto (Sal 124), Epístola (Gal 4, 22-31) y comunión (Sal 121).
El nombre de la ciudad santa despierta las esperanzas de los cristianos porque nos habla de la verdadera Jerusalén del cielo a la que esperamos llegar un día. En el salmo 121, el rey David contempla a Jerusalén con alcance profético y mesiánico. Como enseña San Pablo en la Epístola: «la Jerusalén de arriba es libre, la cual es nuestra madre». La «Jerusalén de arriba» se refiere a la Iglesia y se la llama así no porque esta no tenga miembros en la tierra sino porque es en el cielo donde está la morada definitiva de los cristianos y donde está ya Jesucristo, nuestro jefe y cabeza, que allí nos espera. Por eso la Jerusalén del cielo es la verdadera patria del cristiano, de la que el reino mesiánico en que vivimos es ya un inicio. Allí está el término del camino, la paz y la plenitud de toda dicha: la gozosa contemplación de Dios. Aferrarse a lo de aquí abajo, olvidar que nuestro fin es el cielo, nos llevaría a desorientar completamente nuestra vida actual y a perder la futura. Toda la existencia temporal deber servirnos como preparación para la existencia definitiva con Dios en el cielo.
II. Por su parte en el Evangelio (Jn 6, 1-15) leemos la multiplicación de los panes y los peces en el relato del evangelista san Juan que es el que más acentúa su relación con la Eucaristía en la forma de narrarlo y añade, inmediatamente después, el discurso del “Pan de Vida” en la Sinagoga de Cafarnaúm estrechamente vinculado con el milagro.
Uniendo, pues, los dos temas dominantes de la liturgia de este día: la esperanza del cielo y la Eucaristía, podemos referirnos a este sacramento como prenda de vida eterna, participación en la vida que nunca acaba: Así lo afirma el mismo Jesús explícitamente en el citado discurso: «Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn 6, 27); «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 54); «el que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 58). En la comunión eucarística, Jesús nos da vida eterna y resurrección gloriosa siendo una comunidad (“comunión”) de vida con Cristo que nos hace vivir su propia vida como Él vive la del Padre.
En una antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía: «¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!». Glosando esta antífona explica el Catecismo: «Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados «de toda bendición celestial y gracia» (MR, Canon Romano 96: «Supplices te rogamus»), la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial». La Eucaristía no sólo es alimento del alma en su camino hacia Dios sino prenda de vida eterna y anticipo del cielo. Prenda es una «cosa que se da o hace en señal, prueba o demostración de algo». En la Comunión tenemos ya un adelanto de la vida gloriosa y la garantía de alcanzarla si somos fieles al Señor. «Cristo, que pasó de este mundo al Padre, nos da en la Eucaristía la prenda de la gloria que tendremos junto a Él: la participación en el Santo Sacrificio nos identifica con su Corazón, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santa Virgen María y a todos los santos».
Esta afirmación puede probarse por varios argumentos:
– Porque la eucaristía contiene realmente a Cristo, que con su pasión nos abrió las puertas de la vida eterna: «Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna» (Hb 9, 15).
– Porque la eucaristía nos aplica los efectos de la pasión y muerte de Cristo, que nos abrió las puertas del cielo.
– Porque el alimento espiritual del alma que proporciona la eucaristía se ordena, de suyo, a su plenitud en la gloria eterna.
– Porque la unión mística de Cristo y de los fieles, significada en las especies de pan y vino, se incoa en este sacramento en vistas a su plena consumación en la gloria.
Este sacramento no nos lleva a la gloria al instante, aunque sí nos da la capacidad de llegar a ella, al igual que la pasión de Cristo, por cuya virtud obra el sacramento, es causa suficiente de la gloria aunque no nos introduce inmediatamente ella porque antes tenemos que identificarnos con el mismo Cristo. También advierte santo Tomás que «como no produce efecto la pasión de Cristo en quienes no se ajustan a lo que ella exige, tampoco alcanzan la gloria por este sacramento quienes lo reciben mal».
IV. Por su condición de prenda y garantía de la gloria, la Eucaristía nos aumenta la virtud de la esperanza. Vivamos pues la invitación a la alegría espiritual propia de la liturgia de este domingo, confiando en alcanzar la vida eterna: «¡Qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la casa del Señor!» (Sal 121, 1: Introito).
«Concédenos, Dios omnipotente que los que a una somos afligidos por nuestras acciones, por el consuelo de tu gracia respiremos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén» (Misal Romano, or. colecta).