Conocer y cumplir la voluntad de Dios
Después del Sermón de la Montaña, relata san Mateo varios milagros entre los que se encuentran los dos que leemos en el Evangelio de este III Domingo después de Epifanía: la curación de un leproso y la del siervo del Centurión (Mt 8, 1-13).
El evangelista termina esta serie de milagros con un resumen general: «Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 9, 35). Es decir, predicaba «el evangelio del reino» y acreditaba su llegada mediante esos signos. Nada tiene de extraño, pues, que tanto en los dos milagros de este Domingo como en otras muchas ocasiones, Jesús los ponga en relación con la fe, con la respuesta del hombre a su enseñanza, con la acogida del reino de Dios en la vida del creyente.
I. Antes de su curación, el leproso le pide: «Señor, si quieres, puedes limpiarme». En cuanto al centurión, al llamarle «Señor» y servirse de la comparación con las órdenes que él mismo daba a sus subordinados, está reconociendo que Jesús actúa en la tierra con la potestad de Dios: cuanto diga se hará.
En esas palabras se resume todo el misterio del hombre que se somete a la voluntad divina. Ambos reconocen que Jesús tiene poder para atender su petición y todo lo hacen depender de Él. Esto nos lleva a reflexionar sobre la voluntad de Dios y nuestra identificación con ella.
Cuando hablamos de la voluntad de Dios, distinguimos la «voluntad significada» y la «voluntad de beneplácito».
1. La «voluntad significada» es aquello que Dios nos manda, o nos aconseja que hagamos, o dejemos de hacer. Están aquí comprendidas todas aquellas cosas que se nos proponen para conseguir la bienaventuranza celestial, sean pertenecientes a la fe o a las costumbres, es decir todo aquello que Cristo por sí o por su Iglesia nos ha mandado o prohibido.
Dios nos manifiesta su voluntad a través de los Diez Mandamientos que son la expresión de todas las obligaciones y la norma práctica para que nuestra conducta esté dirigida a Dios. Cuando más fielmente los cumplamos, tanto mejor amaremos lo que Él quiere.
También se nos manifiesta su voluntad a través de los mandamientos de la Iglesia. Se trata de leyes positivas promulgadas por la autoridad eclesiástica que a veces concretan cómo cumplir un mandamiento de la ley de Dios (por ejemplo, santificar las fiestas oyendo Misa todos los domingos y fiestas de preceptos) y otras veces tienen por fin garantizar a los fieles el mínimo indispensable en el espíritu de oración y en el esfuerzo moral, en el crecimiento del amor de Dios y del prójimo1 (por ejemplo, cuando se nos manda «Confesar los pecados mortales al menos una vez al año y en peligro de muerte y si se ha de comulgar »).
Las obligaciones del propio estado determinan lo que Dios quiere de nosotros según las circunstancias en las que se desenvuelve la vida de cada uno. Nunca amaremos a Dios, nunca podremos santificarnos si no cumplimos con fidelidad estas obligaciones: atención y cuidado de la familia, afán por mejorar en el estudio o en el ejercicio de la profesión…
2. La «voluntad de beneplácito» es la que hemos de considerar en todos los acontecimientos, es decir, en lo que nos sucede; en la enfermedad y en la muerte, en la aflicción y en la consolación, en la adversidad y en la prosperidad, en una palabra, en todas las cosas que no son previstas. Por tanto, también se nos manifiesta la voluntad de Dios en aquellos sucesos que Él permite o nos envía con una providencia oculta que los ordena y dispone para nuestro bien y el de los demás, aunque en muchas ocasiones no podamos entenderlo o a nuestra voluntad le cueste admitirlo.
II. Podemos emplear la oración del leproso entendiendo el «si quieres» como un reconocimiento de que lo que quiera Dios es lo que nos conviene a nosotros. Él quiere nuestro bien pero, además, sabe dónde está nuestro bien.
Por eso hemos de hacer todo lo posible para conformar con la voluntad de Dios todos nuestros pensamientos y obras. A ejemplo de Jesús, no veamos sino la voluntad de su Padre en todas las cosas; que nuestra única ocupación sea cumplirla con fidelidad, generosidad y por motivos totalmente sobrenaturales. Éste es el medio de seguir a Nuestro Señor a grandes pasos y subir junto a Él en la gloria2.
No hay fe más grande y viva que la de quien cree que Dios dispone todo para nuestro bien espiritual, incluso en medio de los sufrimientos y de las aflicciones. Para crecer en este abandono en la voluntad de Dios es necesario reforzar tres convicciones básicas:
«La primera es que Dios es infinitamente sabio. Sabe siempre lo que es mejor, incluyendo lo que es mejor para mí. La segunda convicción es que Dios es infinitamente poderoso. No hay nada que no pueda hacer ni nada que suceda sin su consentimiento. La tercera y más importante convicción es que Dios me ama. Me ama personalmente como individuo, por lo que podemos decir que su amor es ansioso y posesivo»3.
De este convencimiento hemos de sacar la firme resolución de descansar en la sencilla y absoluta voluntad de Dios dándole gracias por todo.
III. Recordemos las palabras de la Virgen María («Hágase en mí según tu Palabra»: Lc 1, 38) que manifiestan su obediencia y la grandeza de su fe que le hace entregarse enteramente a la acción divina. Éste fue también el continuo ejercicio de los santos: conformar su voluntad con la de Dios.
Hagamos nosotros todo lo que Él quiere y aceptemos con confianza cuanto Él dispone: éste es el camino de la virtud y el secreto de la auténtica felicidad en este tiempo y, sobre todo, en la eternidad.
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