Renovación carismática: frutos y riesgos
por Carmen Castiella
¿El pentecostalismo católico puede explicarse solo desde una perspectiva psicológica? ¿Se trata de un espejismo o de un nuevo Pentecostés? ¿Es solamente una emoción colectiva? ¿Misticismo sentimental mezclado con histeria colectiva? ¿Se trata de una espiritualidad emotiva y superficial, con cierta tendencia a atraer personalidades un poco desequilibradas?
Lo que está claro es que el tema es apasionante y que los grupos carismáticos constituyen un desafío que interpela a la fe y a la teología. Y, si no, vayan ustedes y observen.
Resulta difícil sintetizar en un artículo informaciones y experiencias numerosas y dispersas y aportar algún tipo de claridad. Aclaro que soy observadora participante, aunque ocasional, así que no pretendo ser neutral sino solo ecuánime, sin seguridad de conseguirlo. Al menos en este caso, primero ha ido la vida y después la reflexión. Primero la experiencia y después el intento de formulación.
Creo que la Renovación Carismática es una corriente de gracia apasionante, porque fascinante es todo lo que viene del Espíritu. Y realmente creo que la Renovación es obra del Espíritu Santo. Sus frutos, signos, conversiones y vueltas a la fe son de sobra conocidos. La Renovación es aire fresco; una fe gozosa y atenta a los dones del Espíritu, una fe sencilla que cree en los milagros, pero que no está exenta de riesgos. Precisamente por el tesoro que es, debemos ser conscientes de que llevamos este tesoro en «vasijas de barro».
La gracia no es propiedad de unos cuantos iniciados sino del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, como quiere y cuando quiere (cf. Jn 3, 8). No se puede confundir la santidad con unos cuantos espejismos. El único santo es Cristo. Y la santidad es Cristo en nosotros. Es decir, el principal don del Espíritu es llevarnos a Cristo.
El Espíritu Santo no se presta a monopolios ni a que le domestiquen. Con Él no cabe el pensamiento mágico, los automatismos o la superstición. No se trata de ser un aguafiestas y reprimir a los «entusiastas», porque Dios es también alegría, novedad, creatividad y vida sin límite, pero sí de alertar frente al peligro de elitismo espiritual, iluminismo y emocionalismo, que puede llegar al absurdo y llevar a las personas a verdaderas crisis de fe al chocar con la realidad.
La intensa experiencia de la efusión del Espíritu corre el peligro de ocasionar un exceso de seguridad y orgullo espiritual. Y el orgullo lleva al juicio. El descubrimiento de la «gratuidad» del amor de Dios no puede conducir a una actitud reactiva y pendular que lleve a colgar la etiqueta de «semipelagiano» o voluntarista a todo el que aún no ha tenido una experiencia carismática, como si quien ha recibido el bautismo en el Espíritu perteneciera a una élite de «iniciados» que debe abrir los ojos a la Iglesia entera…
Es cierto que durante años se ha hablado en exceso de ascética y esfuerzo humano, pero esta eterna discusión sobre la gratuidad de la salvación, el mérito y la gracia ya empieza a aburrir y a ser de nuevo palabrería vacía. En lo humano, en nuestras palabras, «no hay nada nuevo bajo el sol… vanidad de vanidades» (Eclesiastés 1, 9;2). Solo cuando dejamos a Dios ser Dios, Él sí puede «hacer nuevas todas las cosas» (Apocalipsis 21, 5). Él puede entrar como un huracán y renovar movimientos e instituciones medio muertas, regalando experiencias místicas y carismas a espiritualidades semipelagianas que, sin embargo, habían vivido con rectitud una vida entera de insípido esfuerzo.
Él es el Señor y solo Él penetra los corazones. Nosotros, siervos inútiles. Nuestra labor será siempre amar y acoger, sin juzgar nunca, recordando que el orgullo espiritual es el peor de los pecados. Otro riesgo inherente a la Renovación es el espiritualismo que, reaccionando excesivamente frente al voluntarismo, rechaza de lleno cualquier iniciativa en lo humano para no caer en la justificación por las obras.
Respecto a la frecuente crítica a la Renovación de que es proclive a atraer personas con cierta problemática psicológica, mi punto de vista es que esto no es un defecto sino todo lo contrario. Quiere decir que hay un ambiente afectivo de acogida y aceptación de la fragilidad propia y ajena. Además, quien tenga una personalidad totalmente equilibrada que tire la primera piedra…
Como decía el cardenal Suenens, gran defensor de la Renovación y promotor de los Documentos de Malinas, en una entrevista concedida en Le Figaro el 3 de junio de 1974, «los grupos carismáticos nunca son una finalidad en sí misma, de manera que la Renovación Carismática debe aspirar a desaparecer en beneficio de toda la Iglesia, cuando la Iglesia entera sea carismática».
Esta actitud de desprendimiento total respecto a lo «institucional», unida al hecho de que la Renovación no tiene fundador y no se asienta sobre una organización administrativa, lleva a contar con el Espíritu Santo más que con los medios humanos (jerarquías y líderes) para asegurar su coherencia. De hecho, la división entre la renovación estatutaria y no estatutaria responde a la eterna tensión en la práctica entre carismas e institución, que a nivel teórico no deberían nunca estar enfrentados. Organización, jerarquía y control en detrimento de vitalidad, espontaneidad, creatividad y frescura.
Como el Espíritu Santo nunca se prestaría a un monopolio, personalmente pienso en la Renovación Carismática más como un estilo o corriente de gracia, que como un movimiento con organización y normas propias porque no debe nunca ser una finalidad en sí misma. De hecho, el estilo carismático está llegando a la Iglesia entera al encajar muy bien con la mentalidad contemporánea, sentimental y experiencial, más necesitada de testigos que de maestros y que, con Rahner, o será mística o no será nada. Así, se pueden observar con bastante claridad en otros movimientos comunitarios experiencias convergentes.
También es necesario ser conscientes de los riesgos evidentes de fundamentalismo por «lo milagroso» y de iluminismo, que podríamos definir como «la mentalidad que cree estar en comunicación directa con Dios y atribuye de forma prematura todo lo que sucede a una acción milagrosa». En cuanto faltan la humildad y el sentido común, emergen con fuerza sus riesgos. Del mismo modo que hay riesgos evidentes en la actitud contraria, el exceso de asepsia o racionalidad, que rechaza cualquier manifestación sobrenatural y se dedica a velar a un Dios muerto («No extingáis el Espíritu», 1 Tes 5, 19). La Renovación contribuye a la superación de posturas racionalistas, clericalistas e institucionalistas en las que se ha ido hundiendo a lo largo de los siglos la Contrarreforma.
Mi admirado y querido René Laurentin, el mariólogo más valiente que he leído, advierte de lo frecuente de las crisis en algunas de estas comunidades. Explica que la evolución de estas comunidades depende también de la libertad humana y apela a la continua conversión y vigilancia, recordando siempre que «corruptio optimi pessima«. En realidad, no es de extrañar. También había tensiones internas en los Hechos de los Apóstoles: la disputa de Pedro y Pablo, la ruptura de Pablo y Bernabé.
Personalmente, yo he gozado más en grupos pequeños sin lucha alguna de poder y con experiencia de muchos años, en los que los carismas recibidos habían sido sometidos a un discernimiento maduro y ecuánime, que en grupos grandes de reciente creación en los que el entusiasmo de todos los comienzos implica cierto riesgo de histeria y autosugestión, y hace necesario un mayor y continuo discernimiento.
Para evitar los rasgos de tipo sectario en que caen algunos grupos, creo que la clave es no entrar nunca en secretismos de iniciados («no hay nada oculto que no llegue a saberse, ni secreto que no salga a la luz», Lc 8, 17) y mantener siempre las puertas bien abiertas evitando la creación de guetos y de atmósferas viciadas por la eterna repetición y retroalimentación de lo mismo. No se trata de vivir una caridad cerrada entre carismáticos sino de superar siempre la tentación de vivir en un oasis, renovando continuamente nuestra capacidad de amar y acoger. También es clave que, fiel a sus comienzos de la mano de dos profesores laicos en la Universidad de Duquesne (Estados Unidos) en 1967, la Renovación Carismática se mantenga laical y no clerical, y siga siendo así un ejemplo de protagonismo de los laicos en la vida de la Iglesia.
Cito a Pablo VI, que siempre definió a la Renovación Carismática como una oportunidad para la Iglesia: «Gozo con la Renovación Carismática, pero os recomiendo vigilancia y discernimiento de espíritus» (alocución publicada en el Osservatore Romano el 11 de octubre de 1973). Dos meses más tarde, en otra alocución proclamaba: «El soplo del Espíritu ha venido a despertar en la Iglesia energías dormidas, a suscitar carismas escondidos, para difundir ese sentido de vitalidad y alegría que hace resurgir, en cada época de la historia, la juventud y actualidad de la Iglesia».
Por mi parte, acudí a un seminario de vida en el Espíritu hace ya ocho años. Fue una experiencia interior, sin ninguna manifestación extraordinaria, pero de una inmensa fecundidad en mi alma. Se derramó el Espíritu como agua en tierra reseca, después de muchos años de desierto espiritual. El momento íntimo en el que tuve la certeza de recibir el don del Espíritu Santo ni siquiera coincidió con la imposición de manos. Él es el Señor y se derrama cómo y cuándo Él quiere, sin sujetarse a automatismo o ritualismo alguno. El fruto del Espíritu en mí fue el amor a Jesucristo y a la Escritura, que se volvió palabra viva. Nunca he hablado en lenguas ni he tenido un «descanso en el Espíritu». Siempre digo, entre risas, que el único carisma que he recibido seguro es el «don de lágrimas». Y es que el Espíritu para mí siempre se presenta en forma de agua… Fuera de bromas, siempre he sentido que «me encanta mi lote, mi heredad» (Sal 16 [15]). El amor a Cristo que me regaló el Espíritu Santo no ha desaparecido con los años sino que ha ido germinando y creciendo sin que yo sepa cómo. Es una experiencia difícil de transferir y de captar desde el exterior, que germina en el silencio. Se encendió un fuego que no se ha apagado. La renovación no trae una novedad objetiva, un nuevo discurso, «sino una manera nueva de vivir lo que ya era objeto de una adhesión de fe» (René Laurentin).
Me encanta la serena y acertada descripción de la experiencia carismática que hace K.D. Ranaghan en Pentecostales Católicos: «El Bautismo en el Espíritu no fue una experiencia revolucionaria, pues confirmaba todo aquello a lo que yo había tratado de adherirme desde la infancia, todo lo que me había esforzado por afirmar durante años: el valor que yo atribuía a la Eucaristía o a la oración. La diferencia está en que actualmente me parece más espontáneo, más gozoso y viene de dentro…Un ímpetu interior que ha durado y permanece. A veces disminuido por mi falta de fe…, pues en todo esto no hay nada automático, nada mágico, nada supersticioso. Es la vida cristiana de siempre pero con una fuerza nueva, una nueva dimensión, una interioridad que no poseía antes y de la que doy gracias a Dios de todo corazón».
En la Renovación la clave es dejar de mirarse a uno mismo para levantar la mirada a Dios y alabarle. El cuerpo se va implicando espontáneamente en la oración. Las manos se abren y desaparecen inhibiciones y bloqueos. En palabras de Laurentin: «La Renovación ha contribuido a integrar el cuerpo en la oración, lo que no deja de tener importancia para el hombre occidental, tan disociado. Mientras el orientalismo va del aprendizaje de la postura al despertar de la oración, aquí el espíritu ordena y el cuerpo obedece». Continúa Laurentin: «Oración personal y oración comunitaria , frecuentemente disociadas entre los cristianos, encuentran su armonía y se alimentan una a otra. El sentido y el gusto por la Sagrada Escritura se vivifica».
Si, como dice San Ignacio de Loyola (que admitió tener el don de lágrimas y parece que también el de lenguas, al que hacía referencia en su Diario Espiritual con el término «loquela», un lenguaje que le aparecía al hacer oración), el hombre ha sido creado para «alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor», nunca el hombre es tan hombre como cuando alaba a su Creador. Nunca es tan hombre como cuando se arrodilla ante Dios. Alabar junto a los coros de los ángeles es lo que haremos toda la eternidad en el Cielo. Ahora intuimos la Gloria de Dios. Entonces contemplaremos su rostro. Y yo he aprendido a alabar a mi Dios en la Renovación Carismática.
‘Pentecostés’ de El Greco. Museo del Prado.
Para terminar, me atrevo a apuntar de nuevo, de la mano de René Laurentin, que todavía hace falta en la Renovación Carismática un auténtico descubrimiento de la Virgen María. Ya sé que entre los carismáticos hay personas enamoradas de nuestra Madre, pero hablo de integrarla de algún modo en la oración comunitaria. Ella recibió la primera efusión del Espíritu. La Anunciación fue un Protopentecostés y el Magnificat una explosión de alabanza. Nuestra Madre es el prototipo de los cristianos bautizados en el Espíritu. Ella, siempre humilde y escondida, es nuestro modelo de vida carismática.
De tu mano, Madre, siempre pequeños.