Los Krafft o la pasión del vulcanólogo por el interior de la Tierra
La erupción del volcán de la Cumbre Vieja en La Palma ha recordado el trabajo indispensable de estos científicos, que reparten su tiempo entre los laboratorios y las tareas sobre el terreno
La sed de conocimiento puede ser un impulso tan irresistible como arriesgado. El militar y escritor romano Plinio el Viejo (23-79 d.C.) murió en la costa de Estabia tras acercarse a contemplar la erupción del Vesubio.
El investigador prusiano Alexander von Humboldt (1769-1859) se jugó la vida en las crestas del Chimborazo, sobreponiéndose al vértigo, la fatiga y las náuseas para medir con sus instrumentos científicos las variaciones de presión y temperatura. Sus viajes le permitieron entender la naturaleza como un conjunto de conexiones, una idea que plasmó en un diagrama tan exhaustivo como hermoso, el ‘Naturgemälde’.
Maurice y Katia Krafft, un conocido matrimonio de vulcanólogos que nació en la Alsacia de los turbulentos años 40 y se dedicó a filmar corrientes de lava a una distancia igual de sorprendente que su sangre fría y determinación.
Los Krafft fueron engullidos en junio de 1991 por un flujo piroclástico que el monte japonés Unzen escupió de manera inesperada. Otras 41 personas, entre las que se encontraban periodistas, bomberos y el científico Harry Glicken, fallecieron durante ese desafortunado incidente.
«No se pudieron guarecer de la erupción y murieron. Fue una tragedia», explica el vulcanólogo Joan Martí, director del Instituto de Geociencias Barcelona y antiguo amigo de la pareja. «Los conocí a través de otros compañeros. Eran muy divertidos: ella, más tímida; él, más dicharachero. Sus reportajes eran muy buenos, con una calidad científica y gráfica excepcional. Disfrutaban mucho con su trabajo. Sabían lo que les podía ocurrir, pero estuvieron al pie del cañón hasta el último momento». «Es una historia terrible -añade la vulcanóloga Teresa Ubide, investigadora de la Universidad de Queensland-, pero fueron muy importantes y lo arriesgaron todo».
La llama de la curiosidad
Después de la erupción de La Palma, los vulcanólogos, los encargados de estudiar los volcanes y su comportamiento , han aparecido en televisiones y periódicos con una frecuencia inhabitual. A menudo resultado de una vocación temprana, su labor despierta tanta curiosidad como desconcierto. «Desde pequeño, me interesaba la investigación científica, sobre todo de dos temas: el cerebro humano y el interior de la Tierra. Me decanté por la segunda opción y ya llevo cuarenta años», recuerda Martí. Para Ubide, su dedicación surgió de un enamoramiento repentino: «En mi primera clase de Geología, la profesora nos pidió que dibujásemos un volcán. Ella hizo otro en la pizarra y nos enseñó cómo eran los conductos y reservorios de magma. Me pareció una pasada. Fue un flechazo», resume. A Carmen López, responsable de vigilancia volcánica del Instituto Geográfico Nacional (IGN), la naturaleza siempre le despertó una mezcla de fascinación y admiración. «Así que estudié física y geofísica, y siento mucha pasión por lo que hago», cuenta.
El desempeño de los vulcanólogos conjuga el riesgo y el trabajo sobre el terreno con la no menos trepidante investigación de bata blanca. «Hay dos líneas de trabajo: la vulcanología física, el análisis de cómo funcionan los volcanes con los productos de las erupciones anteriores, y después otra, el monitoreo volcánico, para conocer el grado de actividad actual de un volcán», detalla Martí. «Yo me he dedicado a la vulcanología física, haciendo cartografías de los depósitos, recogiendo muestras, estudiándolas y aprendiendo cómo ha sido la dinámica eruptiva». Se trata de una especialidad muy parecida a la de Ubide: «Voy a volcanes activos, donde la erupción ya ha terminado, y recojo muestras. Las estudiamos con microscopio y técnicas geoquímicas. Por ejemplo, empleamos unos láseres muy precisos, similares a los que se utilizan en las operaciones de miopía. Reconstruimos los cambios químicos en el magma del volcán. Vemos su evolución».
En primera línea
Martí y Ubide añaden piezas a un puzzle que completan los vulcanólogos que se dedican al monitoreo. Esa es la especialidad de López, que trabaja en La Palma desde principios de septiembre para controlar la actividad del volcán de la Cumbre Vieja: «El IGN es responsable de la vigilancia de alerta volcánica desde 2004. Intentamos pronosticar las erupciones mediante una red de vigilancia con distintas técnicas geodésicas, sísmicas y geoquímicas, registrando a tiempo real el movimiento de la tierra, su fracturación y deformación y la emisión de gases», concreta. También realizan «un estudio de los peligros asociados a la actividad volcánica» y analizan lo que expulsa el cráter. O se acercan a la colada de lava: «Se escucha, se huele y se ve», describe la experta. «Oyes el volcán, las explosiones, el rugido, la caída de los piroclastos, sientes la ceniza, ves cómo se fractura y huele a tóxico. Da miedo».
Conscientes de estos riesgos, los expertos procuran obrar con la mayor prudencia posible: «Podemos acceder a zonas excluidas, pero siempre siguiendo las recomendaciones de Protección Civil y con todos los materiales necesarios, como las mascarillas con filtros de gases y partículas», señala López. «Lo primero que hay que hacer en los volcanes es no acercarse cuando hay un peligro real», resume Martí. «Vimos el Estrómboli en erupción en 2016, es algo muy impresionante. Escucharlo rugir es algo que no ves en las fotografías», advierte Ubide. José Luis Barrera, vulcanólogo y miembro del Colegio Oficial de Geólogos, es una memoria viva de este tipo de fenómenos: «Estuve en una erupción del Etna, en Sicilia; en la parte final del Teneguía, en Canarias, y en las Azores. Solo te acercas hasta donde puedes, porque los volcanes expulsan ceniza y piroclastos y es muy peligroso», rememora. «Si subes al Etna -añade Carlos Villaseca, profesor de petrología y geofísica de la Universidad Complutense de Madrid-, ves que es un volcán activo, que hay conos de escoria, que está tirando fragmentos de lava y se está desgasificando, porque llega el olor del azufre, a huevo podrido. Cualquier día, soltará una lengua de lava, y eso que por allí hay ciudades con varios millones de habitantes».
La prevención de las erupciones es indispensable para evitar la pérdida de vidas humanas. Sepultadas por el Vesubio en el 79 d.C., las ciudades romanas de Pompeya y Herculano son un recordatorio del potencial destructivo del interior de la Tierra . Recuperados mediante una técnica de inyección de yeso, los cadáveres de las víctimas, a menudo retorcidos, se convirtieron en símbolos universales de la claudicación del hombre ante la naturaleza. Menospreciar la posiblidad de que esa tragedia se repita parece insensato. En el siglo XX, la violenta erupción del volcán La Pelée sepultó en 1902 a 30.000 personas en la Martinica. Los dos millones de habitantes de Goma, una urbe de la República Democrática del Congo, viven bajo la amenaza de que el monte Nyiragongo los haga desaparecer. La ciencia lucha para evitar otra catástrofe.
El origen del mundo
A los vulcanólogos les ayuda la pasión por su trabajo. La vida de los Krafft estuvo sustentada por esa fiebre. Todavía se puede disfrutar de su labor divulgativa -una herencia compuesta de libros y documentales- y de sus reflexiones. «Katia, yo y los volcanes, somos una historia de amor -comentó una vez Maurice-. Nuestra pasión es exclusiva, voraz, alejada de los hombres. Amo los volcanes porque nos sobrepasan, porque son indiferentes a la vanidad de las cosas humanas». Su esposa, que tuvo que sortear los obstáculos a los que se enfrentaban las mujeres de su época, se convirtió en un referente: «A los 14 años, dije: ‘Seré vulcanóloga’, porque en ese momento estudiábamos los volcanes en clase. Se pensaron: ‘Bueno, se casará, tendrá hijos y se le pasará’. Pero como me casé con un vulcanólogo, no se pasó en absoluto», recordaba en una entrevista, divertida.
En ‘Dentro del volcán’ (2016), el cineasta Werner Herzog rinde homenaje a la pareja, reproduciendo algunos fragmentos de sus documentales. Vistas de cerca, las lenguas de lava se asemejan a los vasos sanguíneos del cuerpo humano. Producen una impresión de vida. Los Krafft, vestidos con trajes de aspecto espacial, parecen viajeros en el tiempo a un pasado o un futuro remotos. «Tenemos la impresión de ver el Génesis -reflexionaba Maurice-. De ver el inicio del mundo».