Las leyes anticlericales causa de la guerra cristera
HACE 95 AÑOS, EL 31 DE JULIO DE 1926, LOS OBISPOS MEXICANOS, A TRAVÉS DE UNA CARTA PASTORAL, LLAMARON A LA SUSPENSIÓN DEL CULTO CATÓLICO EN TODOS LOS TEMPLOS DE LA REPÚBLICA.
Por Guillermo Gazanini Espinoza | 02 agosto, 2021
Después de consultar al Papa Pío XI, quien tenía muy presente la situación de persecución de las Iglesias de España, México y la Unión Soviética, los obispos de México, ante la imposibilidad de ejercer el ministerio debido a las leyes anticlericales, la suspensión “(del) culto público que exija la intervención de un sacerdote”, dejando a los fieles la custodia y resguardo de los recintos. La medida obedecía a evitar las sanciones impuestas por las leyes secundarias contra los clérigos y hacer efectivas las disposiciones del artículo 130 de la Constitución.
El 1 de agosto de 1926, oficiales y encargados gubernamentales iniciaron la clausura de los espacios del culto, cosa contraria al propósito de los obispos, e inventariar el patrimonio pasando al dominio de la nación. Si bien el 31 de julio fue el hito que inició la rebelión armada contra el gobierno para poner fin a las agresiones contra la Iglesia, la cual se extendió por tres años, es necesario recordar que la persecución inició una década atrás consumándose en la redacción de los artículos 3o, 5o, 24, 27 y 130 de la Constitución y la expedición de las leyes secundarias que daban eficacia a las normas.
Las tensiones entre la Iglesia y el Estado venían dándose desde 1918 a raíz de la entrada en vigor de preceptos constitucionales en materia religiosa. Si bien hubo una serie de acercamientos y las discusiones ahondaron en el derecho de la Iglesia en impartir educación religiosa, cuestiones como la inhabilitación de sacerdotes extranjeros y su eventual expulsión, la expropiación de bienes y el destierro de prelados, vendrían a descomponer el clima hasta las impugnaciones francas del Episcopado mexicano que azuzaron movimientos obreros radicales y socialistas atacando a clérigos y movimientos laicos organizados. Los atentados con artefactos explosivos conmocionaron a los fieles como aquél de febrero de 1921 cuando una bomba se detonó en la casa de Mons. José Mora y del Río, Arzobispo de México, antes situada en la calle de Brasil, o el del 14 de noviembre de ese año contra la imagen de la Virgen de Guadalupe.
El desconocimiento de la Constitución por los obispos, especialmente por las declaraciones del Arzobispo de México, incitó al Presidente de la República a una respuesta el 3 junio de ese año sobre la aplicación irrestricta de la ley. El diario El Universal consignó la declaratoria de Calles que en su parte principal advierte a los prelados: “Ningún camino resulta más equivocado que el que ustedes están siguiendo, pues quiero que entienda usted, (refiriéndose a José Mora y del Río) de una vez por todas, que ni la agitación que pretenden provocar en el interior, ni la que están provocando antipatrióticamente en el exterior, ni ningún otro paso que den ustedes en ese sentido, será capaz de variar el firme propósito del gobierno federal para hacer que se cumpla estrictamente con lo que manda la Suprema Ley de la República. No hay otro camino para que ustedes se eviten dificultades y, asimismo, las eviten al gobierno que someterse a los mandatos de la ley…”
En abril de 1926, también reportado por El Universal, L´Osservatore Romano manifestó el deseo urgente del Santo Padre en orar y apoyar la causa de la Iglesia a fin de “obtener –por Santa María de Guadalupe- su intervención con el fin de que mejoren las condiciones de los católicos en México”. La respuesta fue una reglamentación excesiva reformando el Código Penal Federal.
Los obispos de México habían advertido por diversas Pastorales de los graves peligros que corría México y de la eventual extinción del culto y de la desaparición de la Iglesia como sucedía en el laboratorio anticlerical de Tabasco donde se restringió el número de clérigos. El decreto No. 28 de la XXVI Legislatura del Estado dispuso que sólo seis sacerdotes podrían realizar los actos de culto para una población de 187 mil habitantes, es decir, un sacerdote por cada 30 mil. Por otro lado, el artículo 130 determinó la suspensión de los derechos políticos de los ministros; la apertura de templos requería del permiso de la Secretaría de Gobernación nombrándose encargados oficiales para su administración. La tradición política católica también se extinguió al prohibir los particos católicos y los sacerdotes sólo tendrían derechos mínimos que los colocaron en un rango inferior de ciudadanía.
La decisión del 31 de julio era consecuencia de la expedición de leyes exageradas, anticlericales y violatorias de los derechos de los católicos. La famosísima Ley Calles, decreto que reformó el Código Penal para el Distrito Federal y Territorios Federales sobre delitos del fuero común y delitos contra la Federación en materia de culto religioso y disciplina externa, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 2 de julio de 1926, afirmó el carácter anticlerical y laicista del Estado y su obligación para impartir educación ajena a las creencias religiosas bajo la observancia estricta de las autoridades; los votos y comunidades de religiosos fueron prohibidos en el artículo 5o de la Constitución por ser “contrarios a la libertad de la persona”. Quienes se reunieran en comunidades, congregaciones u órdenes, deberían ser castigados con una pena de hasta dos años de prisión y la disolución inminente de las agrupaciones.
Los ministros de culto fueron vedados en cuanto a sus opiniones políticas y sociales. Nadie podría levantar comentario alguno contra las leyes de la República, cosa que es impedimento vigente hasta nuestros días. En la Ley Calles, cualquier ministro de culto que incitara al desconocimiento de la Constitución podría ser castigado hasta con seis años de prisión. En cuanto a la libertad de cultos del artículo 24 constitucional, las celebraciones externas a los templos incurrían en responsabilidad penal configurándose en delitos. Los sacerdotes católicos estaban impedidos para usar sotanas o hábitos fuera de los templos, portarlo en la calle merecía un arresto que no excediera de los quince días y una curiosa pena gubernativa de 500 pesos al infractor. Después del 1 de agosto de 1926, mientras el país era afligido por el conflicto religioso, las leyes desmedidas contra la Iglesia siguieron decretándose con el fin de desconocerla jurídicamente, prohibir la educación religiosa, la veda de imágenes en las escuelas y la restricción del número de sacerdotes por entidad federativa. No obstante los acercamientos, el 21 de agosto, Mons. Leopoldo Ruiz y Flores, arzobispo de Morelia y Mons. Pascual Díaz Barreto, obispo de Tabasco, se sentaron a la mesa con Calles en el Castillo de Chapultepec para encontrar las mejores soluciones. La sentencia del presidente es conocida: “No les queda más remedio que las Cámaras o las armas”.
Las primeras medidas de los católicos contra el anticlericalismo son conocidas de sobra. La rebelión tendría diversas facetas, como el inicio de la resistencia civil a través del boicot y de las protestas y el liderazgo de algunos eclesiásticos como el obispo Pascual Díaz y los arzobispos Leopoldo Ruiz, Francisco Orozco y José Mora y del Río. La Pastoral de los prelados advirtió, finalmente, de las intenciones de Pío XI a realizarse el 1 de agosto, “en unión con todo el mundo católico, orará por la Iglesia mexicana: unámonos con el Santo Padre y con nuestros hermanos del mundo entero, haciendo de ese día, un día de oración y penitencia”.
Noventa y cinco años después del decreto de estas restricciones y del inicio de la resistencia católica, las cosas han cambiado diametralmente apelando más a una relación de laicidad positiva que de laicismo beligerante. En la época de la cristiada, la Constitución Política fue un texto lleno de sofismas que contradecían los anhelos por garantizar libertades. En 1925, Luis María Martínez, en ese tiempo obispo auxiliar de Morelia, escribió algunas reflexiones en torno a la Constitución denunciando su texto como idolillo de los paladines de la libertad perpetradores de injusticias y despojos. Así, el siervo de Dios quien se encuentra en caminos a los altares sentenciaba: “Estas defensas de la Constitución de Querétaro no son sino burdos sofismas que no merecen refutación y que no disculparán jamás antes las naciones cultas la intolerable tiranía que ha pretendido crear la novísima Carta Magna. La verdad es que esas limitaciones a las verdades públicas no las crearon los constituyentes con otro objeto que con el de encadenar a un enemigo que temen porque es poderoso. Esto explica el cambio de frente del liberalismo, la ilógica oposición entre los liberales de ayer y los de hoy. Siempre la táctica de los liberales ha sido maniatar a sus enemigos para disponer con manos libres de la cosa pública. Ayer pensaron que la libertad era la palabra mágica para lograr su intento y gritaron con todos sus pulmones ¡viva la libertad! Hoy comprenden que la libertad basta y sobra a sus enemigos para alcanzar el triunfo pues… ¡nada más fácil! gritar ahora ¡muera la libertad!” (Manuscrito del Siervo de Dios comentando la Constitución Política de 1917, 1925).