Un amor que no es para cobardes
Desde muy pequeño soy aficionado del Cruz Azul. Me sedujo tanto la humildad de sus orígenes, como el atractivo de su juego, la calidad de sus jugadores y el lustre de sus blasones.
He tenido grandes ídolos a través del tiempo: el implacable Carlos Eloir Perucci, el habilidoso Atilio Ramírez, el inolvidable Superman Marín, el exquisito Nacho Flores, el voluntarioso Rafael Toribio, el elegante Patricio Hernández, el gambetero Julio Zamora, el escalofriante Pablo Larios, el potente Búfalo Poblete, el heroico Hermosillo, el pundonoroso Mauro Camoranesi, el regateador Chelito Delgado, la clase de Diego Latorre, el polifacético Sebastián Abreu, el siempre efectivo Tito Villa, el impredecible Mariano Pavone y tantos otros, que escapan a la memoria, pero que nos brindaron muchas emociones y alegrías.
Soy celeste. He vibrado con mi equipo, coreado sus goles, hecho berrinches y corajes. He llegado hasta las lágrimas. He admirado a Hermosillo sangrante, anotar el gol del campeonato. He sufrido la frustración más grande, al perder contra el América, un partido prácticamente ganado. He sentido la vergüenza más absoluta, tras la eliminación a manos de los Pumas.
Soy Azul y no me rajo. Se cambia de mujer, pero no de equipo. Ante cada fracaso, ante cada tropiezo, renace nuevamente la ilusión con la conducción de un nuevo técnico que llega a dirigir la plantilla.
Hemos tenido de todo: Desde el glorioso Cárdenas, hasta el icónico Trelles, el inescrutable Tena, el amable Enrique Meza, el anodino Bueno, el simpático Markarián, el explosivo Jefe Boy, hasta llegar al actual: el humilde Juan Máximo Reynoso Guzmán, mejor conocido como «el cabezón», uno de los valientes que nos dieron el último de nuestros títulos.
Y es que Juan llegó en silencio, sin reflectores, menospreciado por muchos, que pensaban que el equipo necesitaba un timonel con más prestigio.
Pero eso no le importó al viejo gladiador, que fue forjando una falange sólida y eficaz, como los espartanos. Una tropa donde todos saben sufrir, pero todos son capaces también de ponerse el traje de héroes. Fue integrando un equipo, que más que eso, se volvió una familia.
Y ese equipo es el que de nuevo nos ha hecho soñar. El que ha sido capaz de hacernos vibrar hasta el delirio. Ese equipo es el que esta noche, en casa, se dispone a tomar por asalto la historia y pasar a la posteridad.
Soy celeste. Pase lo que pase, estaré orgulloso de un equipo que lucha siempre, que forja sus victorias a sangre y fuego, que anota con el cuchillo entre los dientes y que sabe defenderse como uno solo.
Gracias Juan Reynoso, por hacernos recuperar el orgullo de tener la sangre azul. Porque este amor no es para cobardes, porque estamos seguros de que esta vez es la buena y que ahora sí, el campeonato no se nos escapará.
¡Se viene la novena estrella! Yo soy celeste, es un sentimiento que no morirá…