Una herejía en el Domingo de Ramos 2025 en Italia


Cuando se habla de la Divinidad de Jesucristo, no se puede ser ambiguo, sobre todo en lo que se refiere a las traducciones bíblicas.
El Verbo, que se hizo carne, merece ser proclamado con fidelidad y claridad de términos, porque se trata de un dogma, no de habladurías.
Cada palabra traducida conlleva una responsabilidad: la de no oscurecer el misterio, sino dejarlo resplandecer en su plenitud divina.
La verdad sobre Cristo no se presta a simplificaciones mediáticas; exige respeto, discernimiento y amor por lo que es eterno
El próximo domingo, 13 de abril de 2025, la Iglesia proclamará un texto muy comprometido en la segunda lectura de la misa del Domingo de Ramos.
En efecto, el himno cristológico contenido en la Carta de San Pablo a los Filipenses (2,6-11), cumbre teológica de la cristología paulina, será leído, pero propuesto a los fieles de forma profundamente alterada en su nueva traducción por la CEI (Conferencia obispos italianos) de 2008.
Una alteración que, lejos de ser un mero matiz lingüístico, representa una herida infligida a la verdad de fe.
Una alteración en que se toca el corazón mismo del misterio cristiano: la naturaleza plena, inequívoca y divina de Jesucristo.
No se trata de un descuido ni de una elección al azar. En el versículo 6, donde la traducción de 1974 afirmaba claramente que Cristo
Cristo Jesús, siendo de condición divina,
no consideró como presa codiciable
el ser igual a Dios,
sino que se anonadó a sí mismo
tomando la forma de siervo,
hecho semejante a los hombres;
pero la CEI de 2008 dice: «no consideraba un privilegio ser como Dios». Nuevas palabras, pero con un significado chocante. Sustituir «igualdad con Dios» por «ser como Dios» es más que un error.
Es una desviación teológica, una cesión al relativismo, una distorsión que insinúa la duda donde la Iglesia siempre ha profesado la certeza.
En el griego original, San Pablo escribe: to einai isa Theō, «siendo igual a Dios» – no «como Dios».
La Vulgata confirma: aequalem Deo. ¿De dónde procede entonces esta ambigua expresión «ser como Dios»? Ciertamente no de la Escritura, ni de la Tradición. Es una invención, una construcción artificial que se desliza hacia la herejía: una reinterpretación que atenúa, desvanece, casi niega la divinidad del Hijo, confundiéndolo con una criatura, un profeta, un ejemplo moral. Pero no el Dios consustancial al Padre.
He aquí, pues, que en el mismo día en que la Iglesia entra en la semana más sagrada del año, en el día en que se contempla el misterio de la humillación y glorificación del Hijo, se proclama una versión contaminada del luteranismo, una versión mutilada de esa verdad que es la única que da sentido a la Cruz: que quien se bajó hasta la muerte de cruz fue Dios mismo. No uno «como Dios», sino Dios.
¿Comprendes que si la «duda» se cuela y no hay claridad sobre la Divinidad de Jesucristo, toda la fe católica, la Tradición, la Palabra de Dios, el Catecismo carecen de sentido?
Esta manipulación -porque lo parece- no es un hecho aislado. Es el emblema de todo un planteamiento de la Biblia CEI de 2008, que en varios puntos manifiesta inexactitudes, omisiones, timidez doctrinal.
Se ha hablado de actualización lingüística, de mayor accesibilidad. Pero ¿a qué precio? Si la accesibilidad implica la ocultación del dogma, es un precio que la Iglesia no puede, ni debe pagar.
Que esta traducción siga en uso después de semejante error es inaceptable. No se puede callar. No se puede hacer la vista gorda.
Si se manipula el Himno de los Filipenses, texto fundacional de la cristología, ¿qué queda del Evangelio? Esta traducción, tal como es, debe ser retirada, revisada, reconsagrada a la verdad.
Por eso volvemos a proponer hoy, años después, la primera pista, la primera señal de esta deriva. Fue el 22 de octubre de 2020. Desde entonces, nada ha cambiado. Pero la Verdad no envejece, y las mentiras -aunque sean aprobadas litúrgicamente- siguen siendo mentiras.
Ahora, más que nunca, es el momento de estar alerta. Volver al hebreo, al griego, al latín, a la Tradición viva de la Iglesia. Porque ninguna «novedad» lingüística vale tanto como la eternidad del Logos hecho carne.

