Mártires desconocidos de la guerra civil


El 19 de julio de 1936, milicianos comunistas llegaron a la Cartuja de Santa María de Montalegre en Tiana, Barcelona
Allí viven veinte monjes dedicados a una vida contemplativa, estrictamente separados del mundo y de cualquier tipo de política.
Los milicianos irrumpieron como una jauría de demonios, armados y furiosos.
Registraron las celdas, destruyeron imágenes y profanaron la iglesia. Llamaron a los monjes «parásitos», «vagos», «fascistas con escapulario».
A los monjes se les dio a elegir entre marcharse o morir.
El prior les ordenó que se marcharan. Algunos se refugiaron en casa de amigos.
Pero los criminales comunistas no se contentaron con la expulsión. Persiguieron a los monjes uno por uno.
El prior, Dom José María Reig, fue detenido junto con varios hermanos. Fueron encarcelados en condiciones inhumanas, sin cargos, sin juicio, sin derechos. Sólo con una sentencia firmada: morir por ser monjes.
Fueron conducidos por las carreteras catalanas en camiones, como animales. En cada parada, más insultos, más palizas. Y en un momento u otro les ordenaron que se bajaran. De rodillas», les gritaban: «¡Pidan perdón a la República [comunista española]!».
Pero no se disculparon, sólo rezaron. A uno se le vio mover los labios en silencio. Estaba recitando el Salmo 50: ‘Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam…’.
Entonces los criminales lo mataron. El cuerpo del prior permaneció con los brazos abiertos, como en cruz.
A otro le aplastaron el cráneo con la culata de un rifle antes de matarlo. A uno de los hermanos le cortaron los dedos porque no quiso soltar su rosario.
Los cartujos fueron ejecutados sin honor, sin nombre, sin juicio.
«Todavía hoy hay quienes, desde sus cargos episcopales, prefieren callar estas cosas», escribe Jaime Gurpegui en InfoVaticana.com (2 de abril), «para que la historia no interrumpa sus congresos sobre la sinodalidad» y sus sueños de una Iglesia domesticada, neutral, anestesiada.
«De eso nos salvó Franco», señala Gurpegui, «de que toda Cataluña se convirtiera en una Cheka al aire libre, de que los monasterios fueran arrasados, de que los monjes fueran perseguidos como perros».
«Los cartujos no gritan. No se manifiestan. No escriben manifiestos. Viven en silencio, rezan, hacen penitencia. Su mundo es la celda, la capilla, el jardín.
Por eso su martirio es aún más impresionante: porque habla sin alzar la voz. Porque grita con sangre. Porque es el testimonio de que ni el claustro ni la ermita pueden salvar del odio cuando ese odio se dirige contra Cristo».

