Religión

La Virgen, elegida desde la eternidad

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Sábado 21 de diciembre de 2024

Estamos ya muy próximos a la Navidad. Ahora va a cumplirse la profecía de Isaías: Una Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, y se llamará Emmanuel, que significa «Dios con nosotros».

El pueblo hebreo estaba familiarizado con las profecías que señalaban a la descendencia de Jacob, a través de David, como portadora de las promesas mesiánicas. Pero no podía imaginar tanto: el Mesías iba a ser el mismo Dios hecho hombre.

Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer. Y esta mujer, elegida y predestinada desde toda la eternidad para ser la Madre del Salvador, había consagrado a Dios su virginidad, renunciando al honor de contar entre su descendencia directa al Mesías. Desde la eternidad fui yo predestinada –dice el libro de los Proverbios, prefigurando ya a Nuestra Señora–, desde los orígenes, antes que la tierra fuese.

Son muchos los frutos que podemos obtener en estos días con el trato y amor a la Virgen. Ella misma nos dice: Como vid eché hermosos sarmientos y mis flores dieron sabrosos y ricos frutos. Yo soy la madre del amor, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza.

Venid a mí cuantos deseáis y saciaos de mis frutos. Porque recordarme es más dulce que la miel, y poseerme, más rico que el panal de miel.

María aparece como la Madre virginal del Mesías, que dará todo su amor a Jesús, con un corazón indiviso, como prototipo de la entrega que el Señor pedirá a muchos.

Cuando llegó la plenitud de los tiempos, Dios envió al Arcángel Gabriel a Nazaret, donde vivía la Virgen. La piedad popular presenta a María recogida en oración mientras escucha, atentísima, el designio de Dios sobre Ella, su vocación: Dios te salve, llena de gracia, le dice el Ángel… como leemos en el Evangelio de la Misa de hoy.

Y la Virgen da su pleno asentimiento a la voluntad divina: Hágase en mí según tu palabra. Desde ese momento acepta y comienza a realizar su vocación; consiste esta vocación en ser Madre de Dios y Madre de los hombres.

El centro de la humanidad, sin saberlo, se encuentra en la pequeña ciudad de Nazaret. Allí está la mujer más amada de Dios, Aquella que es también la más amada del mundo, la más invocada de todos los tiempos. En la intimidad de nuestro corazón, ahora, en nuestra oración personal, le decimos: ¡Madre! ¡Bendita eres entre todas las mujeres!

En función de su Maternidad, fue rodeada de todas las gracias y privilegios que la hicieron digna morada del Altísimo. Dios escogió a su Madre y puso en Ella todo su Amor y su Poder. No permitió que la rozara el pecado: ni el original, ni el personal. Fue concebida Inmaculada, sin mancha alguna. Y le concedió tantas gracias «que por debajo de Dios no se pudiera concebir mayor, y que nadie, fuera de Dios, pudiera alcanzar a comprender». Su dignidad es casi infinita.

Todos los privilegios y todas las gracias le fueron dadas para llevar a cabo su vocación. Como en toda persona, la vocación fue el momento central de su vida: Ella nació para ser Madre de Dios, escogida por la Trinidad Beatísima desde la eternidad.

También es Madre nuestra, y en estos días se lo queremos recordar muchas veces. Con una oración antigua, que hacemos nuestra, le podemos decir nosotros: Acuérdate, Virgen Madre de Dios, cuando estés delante del Señor, de decirle cosas buenas de mí.

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