Elegidos desde la eternidad
Desde la cárcel, donde San Pablo sufre abandonos y soledad, dirige una carta a los primeros cristianos de Éfeso.
Comienza con un canto alborozado de acción de gracias por todos los dones recibidos del Señor, de modo particular por la vocación con que Dios nos ha elegido personalmente desde la eternidad para ser sus discípulos y extender su Reino aquí en la tierra.
El Apóstol pone de manifiesto la radical igualdad de la vocación con que todos somos llamados en Cristo por iniciativa de Dios Padre, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo –por pura iniciativa suya– a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.
Todo creyente, cada uno de nosotros, ha sido llamado desde la eternidad a la más alta vocación divina. Dios Padre quiso expresamente llamarnos a la vida (ningún hombre ha nacido por azar), creó directamente nuestra alma única e irrepetible, y nos hizo participar de su vida íntima mediante el Bautismo.
Con este sacramento nos ha ungido Dios con su unción, y también nos ha marcado con su sello, y ha puesto en nuestros corazones el Espíritu como prenda.
Nos ha designado en la vida un cometido propio, y nos ha preparado amorosamente un lugar en el Cielo, donde nos espera como un padre aguarda a su hijo después de un largo viaje.
Supuesta esta vocación radical a la santidad y al apostolado, Dios hace a cada uno un llamamiento particular.
A la inmensa mayoría, con una vocación plena, les llama a vivir en medio del mundo para que –desde dentro– lo transformen y lo dirijan a Él, y se santifiquen mediante las actividades terrenas.
A otros, siempre pocos en relación con todos los bautizados, les pide un alejamiento de esas realidades, dando un testimonio público –como almas consagradas– de su pertenencia a Dios.
El Señor, de un modo misterioso y delicado, nos va dando a conocer lo que quiere de nosotros. Incluso dentro de la propia vocación –casados, solteros, sacerdotes…–, el Señor señala un sendero propio por donde ir a Él, arrastrando a otros muchos con nosotros.
«En efecto, Dios ha pensado en nosotros desde la eternidad y nos ha amado como personas únicas e irrepetibles, llamándonos a cada uno por nuestro nombre, como el Buen Pastor que a sus ovejas las llama a cada una por su nombre (Jn 10, 3).
Pero el eterno plan de Dios se nos revela a cada uno a través del desarrollo histórico de nuestra vida y de sus acontecimientos, y, por tanto, solo gradualmente: en cierto sentido día a día.
»Y para descubrir la concreta voluntad del Señor sobre nuestra vida son siempre indispensables la escucha pronta y dócil de la palabra de Dios y de la Iglesia, la oración filial y constante, la referencia a una sabia y amorosa dirección espiritual, la percepción en la fe de los dones y talentos recibidos y, al mismo tiempo, de las diversas situaciones sociales e históricas en las que está inmerso».
Así, en el transcurso del tiempo, el Señor nos lleva de la mano a metas de santidad cada vez más altas.
Si somos fieles, si tenemos el oído atento, el Espíritu Santo nos conduce a través de los acontecimientos normales de la vida, nos enseña, interpretándolos rectamente y sacando de ellos –sean del signo que sean– más amor a Dios.