Bergoglio, de la farsa a la catástrofe
Jueves 18 de enero de 2024
Aclaración previa: Seguramente resultará ya cargante y aburrido para los pacientes lectores del portal, como lo resulta para mi, seguir hablando del malhadado documento promulgado por el Vaticano y de los desaguisados del pornocardenal Víctor Fernández. ¡Qué más quisiéramos discutir en esta página, como hacíamos en los buenos tiempos del Papa Benedicto, temas más profundos y apasionantes!
Sin embargo, la situación de la Iglesia es de extrema gravedad, y los manifiestos culpables de ella, en los últimos meses, son el Papa Francisco y el prefecto de Doctrina de la Fe.
Y un cónclave se acerca. Nosotros, como laicos, podemos hablar libremente de estos temas -¿no es que el Concilio Vaticano II nos consideró ya maduros hijos de la iglesia con plenos derechos?- cosa que no pueden hacer los muchos sacerdotes y los muchos obispos que de buena gana lo harían por el razonable temor a una tormenta de misericordia que, por ahora, no puede cernirse sobre los seglares.
El cardenal Mauro Gambetti, arcipreste de la basílica de San Pedro en el Vaticano, hizo saber en una entrevista, que las parejas de personas del mismo sexo que lo soliciten, podrán recibir la bendición de su unión en el templo mayor de la cristiandad.
Se trata del mismo purpurado que ha prohibido terminantemente en la basílica la celebración de la misa tradicional, aquella que la Iglesia celebró durante dos mil años, e incluso de la celebración privada de la misa novus ordo, la que solamente puede ser concelebrada.
Estamos frente a una catástrofe que, con razón, algunos le adjudican connotaciones apocalípticas: en San Pedro se pueden casar dos homosexuales pero no se puede celebrar la santa misa.
El pontificado de Francisco, que comenzó siendo una farsa, se ha convertido en una catástrofe.
En este portal lo previmos desde el fatídico 13 de marzo de 2013: el problema de Bergoglio no es que fuera progresista; el problema es que era un compadrito porteño que había alcanzado las ambiciones de poder que albergaba desde su juventud (el nuncio Bernardini lo definió como “un hombre enfermo de poder”) y que llevaría a la Iglesia a una inédita situación de ruina.
Lamentablemente, no nos equivocamos.
Y es importante dejar en claro que el culpable es Jorge Mario Bergoglio, devenido en Francisco por una imperdonable imprudencia de los cardenales, aunque ha sido su favorito, el cardenal Víctor Fernández, quien ha llevado al extremo la situación de crisis.
Como él mismo lo dijo hace pocos días, Francisco sabía de la existencia del pornolibro antes de que fuera nombrado en Doctrina de la Fe.
Y como bien señaló Scrosati, el affaire Tucho no es una casualidad; es un método. Estamos bajo un régimen pontificio que bien puede ser señalado como pornocracia.
Basta recordar nombres como Battista Ricca, Arthur McCarrick, Gustavo Zanchetta, Francesco Coccopalmiero, Godfred Daneels o Víctor Fernández para convencernos que, quienes manejan a la Iglesia, en buen número son personas capaces de las peores perversiones.
Y todos ellos fueron elegidos personalmente por el Papa infelizmente reinante.
Hay una pregunta sin embargo, que sobrevuela en todos los ámbitos católicos: ¿cómo fue posible que se cometiera error tan garrafal como la publicación de Fiducia supplicans?
El cardenal Fernández, como siempre, trasladó su responsabilidad el Papa. Lo acaba de decir en una entrevista a la agencia EFE.
Los conocedores de la Curia sostienen en cambio, que el único culpable es Tucho quien, convencido de su inteligencia y capacidad, entró a su cargo de prefecto creyendo que se llevaría el mundo por delante.
Comenzó a escribir, a emanar documentos y a otorgar entrevistas sin los debidos controles de la Secretaría de Estado cuyos habitantes probablemente no tengan fe, pero son los burócratas del país más antiguo del mundo.
Y el Tucho, de Alcira Gigena, pensó que los iba a manejar. Como se dice en los ambientes de la terza loggia, «No estamos formados para ganar, sino para hacer perder a los demás», y hacer perder al Tucho fue la cosa más fácil del mundo: sólo era cuestión de animarlo a que siguiera haciendo lo que hacía.
Nadie esperaba, por cierto, que con la develación de sus aficiones por la redacción de relatos pornográficos, el Papa fuera a apartar a Fernández de su cargo. Jamás se permitiría tal muestra de debilidad.
Sin embargo, Tucho ha quedado gravemente herido. Y no sólo por la aparición del libro, sino también por el rechazo a sus maniobras pro-gay del episcopado de un continente entero y de muchos obispos más de todo el mundo.
Ha sido desautorizado, entre otros, por el cardenal Fridolin Ambongo, presidente de todos los obispos africanos, y por el mismo Secretario de Estado, el cardenal Parolin.
Tucho ya no tiene autoridad propia para imponer nada a los obispos del mundo. Se trata de una situación nunca vista con anterioridad en la historia de la Iglesia.
Pero volvamos a la pregunta, ¿cómo es posible que Tucho haya cometido error tan brutal como FIducia Supplicans?
A su favor hay que decir que él siempre dijo, y escribió, lo pensaba acerca de los amores homosexuales: aparece en el libro La pasión mística, apareció en artículos periodísticos publicados hace décadas en periódicos argentinos, lo decía abiertamente en sus clases en la Facultad de Teología de Buenos Aires y lo escribió largamente hace tan solo seis años nada menos que en la revista de la Conferencia de Obispos Latinoamericanos:
«Es lícito preguntarse si los actos de una convivencia more uxorio deban caer siempre, en su sentido íntegro, dentro del precepto negativo que prohíbe “fornicar”. Digo “en su sentido íntegro” porque no es posible sostener que esos actos sean, en todos los casos, gravemente deshonestos en sentido subjetivo» (p. 455).
Pero más allá de que todo esto fuera conocido por Francisco, ¿cómo se explica la flagrante torpeza de Tucho, de creer que en un ambiente como la curia romana es suficiente con tener la protección del beatísimo?
La torpeza era previsible porque estamos en presencia de un personaje infatuado en su púrpura, que se autopercibe hombre de genio pero que, por más que se acicala, no puede esconder su mediocridad.
Es el caso típico que ocurre a muchos dictadores como Bergoglio que, a fin de evitar recibir sombras de sus subordinados, eligen para rodearse a personajes limitados y ramplones.
Todo funcionará más o menos bien mientras el jefe pueda ejercer el control de daños; cuando esta posibilidad desaparece por el motivo que sea, el pavo real que ha sido colocado en un puesto relevante, esponja su plumaje y comienza a pasearse por la granja cometiendo un sinfín de tropelías.
De ese modo se entienden las respuestas que el cardenal Fernández ha expresado a las críticas de FIducia Supplicans en las que divide a quienes lo cuestionan en tres grupos:
los que no entendieron el documento; los africanos, que son una suerte de categoría especial y primitiva de cristianos que habitan en países bárbaros donde la homosexualidad todavía es penada por la ley, y los que tienen «mala leche» (sic).
¿En qué categoría, por ejemplo, incluiría a los cardenales Müller o Sarah? ¿Son burros que no entienden, o más bien tienen «mala leche»?
Realmente, resulta más que asombroso que un personaje de este (bajo) calibre ocupe un lugar tan importante y decisivo en la Iglesia.
¿Cómo es posible que el cardenal Fernández no haya tanteado antes el terreno para conocer la reacción que tendría el documento?
Es la actitud básica que adopta cualquier persona que ocupa un cargo de gestión por más elemental que éste sea. Y preguntas como estas conducen a la intriga sobre las verdaderas motivaciones del documento.
Como dijimos anteriormente, y más allá de las declamaciones que puedan escucharse aquí y allá, la declaración no posee una causa y un fin pastoral.
Habilitar la bendición para parejas heterosexuales que se encuentran en situación irregular parece superfluo.
Si se trata de personas casadas, separadas de sus cónyuges legítimos y que viven en situación de concubinato, pareciera que, después de Amoris letitiae, la nueva declaración llegó tarde, pues si esas parejas pueden comulgar, cuánto más podrán recibir una bendición.
Quien puede lo más, puede lo menos. Y si, en cambio, la pareja está constituida por novios convivientes, todos sabemos que si los tales eran católicos prácticos antes de iniciar la convivencia, lo siguen siendo también después ya que muy pocos sacerdotes son los que les advertirían que viven en pecado mortal.
Desde hace mucho tiempo están convencidos que lo importante es el amor, y que si ellos se aman, un papelito, o un vestido blanco o la marcha nupcial no vendrán a cambiar nada. Por tanto, no hay objeciones para ese tipo de convivencias que ya son la cosa más normal del mundo.
Si, en cambio, la pareja está integrada por personas del mismo sexo, no parece que sean muchas las que estén interesadas en recibir una simple bendición, a la que perciben como un premio consuelo que los ofende más que conforma.
Y, sobre todo, porque cualquiera de esas parejas que estuviera interesada en una bendición podía obtenerla sin necesidad de declaración pontificia; simplemente debía dirigirse al sacerdote indicado.
Hemos visto fotos de bendiciones de este tipo ocurridas en Alemania o en Bélgica; el obispo de Almería nos dice que él ha bendecido “a bastante gente así” y me consta que en muchas ciudades argentinas, sobre todo en los templos jesuitas, desde hace al menos treinta años, se bendicen parejas homosexuales.
Y no se trata de bendiciones espontáneas y privadas; a ellas asisten familiares y amigos de los bendecidos, se realiza en el templo y el sacerdote utiliza ornamentos sagrados.
Es decir, la práctica ampliamente aplicada es muchísimo más generosa de lo que admite la declaración.
¿Cuál fue entonces su objetivo? ¿Por qué arriesgarse a que sucediera lo que está sucediendo: una enorme división dentro de la Iglesia?
No podemos saber con certeza los motivos, pero podemos conjeturarlos.
Un interesante artículo de Paolo Giulsiano publicado en el blog de Aldo Maria Valli, conjetura que Fiducia Supplicans está «destinada al clero, a los religiosos y religiosas de tendencia homosexual, que encontrarían así justificación, ante sí mismos y ante los feligreses, de su sentimiento, un sentimiento que recibiría la aprobación de un cofrade, en nombre de la misericordia y de la acogida». Es probable.
Y es probable también la interpretación del P. Santiago Martín: FIducia Supplicans no es más que una subida de temperatura del agua donde se cuece la rana; la finalidad no es otra que la aceptación lisa y llana de las relaciones homosexuales y la habilitación del matrimonio entre personas del mismo sexo, tanto para laicos como para sacerdotes.
Sin embargo, y sin descartar otras teorías, nos inclinamos por el proverbio acuñado por un buen y sabio amigo y que dice: “Todo es autobiografía”.
Detrás de muchas de las decisiones que se toman anidan motivos personales, muchas veces desconocidos para el mismo protagonista. Por eso mismo, conjeturamos que el principal -aunque no único- motivo de Fiducia Supplicans ha sido de carácter personal.
La elevación del cardenal Fernández al importantísimo cargo que ocupa y su incurable tendencia a la verborragia y al protagonismo, ofrecen a cualquier observador la posibilidad de delinear su particular psicología.
Fue muy reveladora la crónica escrita por un habitante del pequeño pueblo donde nació y publicada hace pocos días.
Tucho fue un niño y jovencito de ánimo delicado, con una inteligencia superior a la media de sus vecinos, y que siempre se sintió disminuido por sus coetáneos.
En su pueblo natal, justamente porque sus sensibilidades contrastaban con los modales recios de los hijos de granjeros que allí habitaban; en el seminario, por las mismas razones y por su propensión a adular a sus superiores; en su vida de clérigo, por la poquedad de sus orígenes; en su vida de académico, por su inteligencia modesta, pues ya no tenía que medirse con muchachitos más amantes del fútbol y de las mujeres que de los libros, sino con intelectuales de fuste.
Cualquier psicólogo podrá explicar que este tipo de personalidades tienden a generar en lo más profundo de su psicología, un enorme resentimiento que busca compensación a través de, por ejemplo, reivindicaciones.
El hecho a todas luces extraño de que el cardenal haya vuelto a su pueblo vistiendo sus relumbrantes talares púrpuras es una clara reivindicación de la que probablemente no sea él del todo consciente; es el modo que tiene el pobre hombre de vengarse de las humillaciones sufridas en su niñez y adolescencia. Sus compañeros ahora no son más que granjeros sudorosos o verduleros panzones; él es una celebridad mundial.
Y así se puede explicar su incontinente manía por publicar libros insulsos, y también Fiducia supplicans y las respuestas a las dubias y demás catarata de documentos emanados en las semanas previas: se reivindica de las humillaciones que le hicieron sufrir los teólogos de Buenos Aires y de Roma y, sobre todo, de las sombras que esparcieron acerca de la calidad de sus saberes desde el mismo dicasterio que ahora preside en tiempos del cardenal Levada, y cuando él se postulaba a rector de la Universidad Católica Argentina.
Algunos opinan que la declaración salió porque el tema de las bendiciones a parejas homosexuales no alcanzó las mayorías necesarias en el sínodo de la sinodalidad, que era la estrategia que había ideado Francisco para pagar sus votos a los alemanes y demás europeos que lo hicieron papa.
El texto se habría estado preparando desde hace mucho y se habría dado a conocer luego del fracaso sinodal.
No podría explicarse de otro modo, arguyen, la rapidez con la que fue redactado (apenas tres meses después de la toma de posesión de Fernández).
Una cosa no quita la otra, pero no pondríamos el ojo en la velocidad de su elaboración: para cualquiera resulta evidente que se trata de un texto de la más baja y elemental calidad teológica, como toda la producción de Fernández, y que puede ser redactado fácilmente en pocos días.
Se podría objetar que la explicación psicológica sería suficiente siempre y cuando el responsable último de la declaración hubiese sido el cardenal Fernández, pero lo cierto es que fue refrendada por el mismo Papa Francisco.
¿Por qué lo permitió? Veo aquí tres posibilidades que no se excluyen totalmente entre sí.
La primera es porque el pontífice está seriamente presionado por los episcopados progresistas, principalmente el alemán, sobre las reformas que prometió realizar en la Iglesia a cambio de votos, según fuera relatado en su momento por el cardenal Daneels. Y con FIducia Supplicans les tira un hueso descarnado para que se entretengan un rato mientras él gana tiempo… para su próxima muerte.
Es la táctica que ha seguido durante todos estos años: darles lo que ya tienen, tema sobre el cual ya hablamos.
La segunda es que Bergoglio está mayor y enfermo, y ya no tiene la astucia que tenía hace algún tiempo. Se deja envolver más fácilmente, cede a las zalamerías de su favorito y se confía ciegamente en él. Las cosas ya no funcionan tan bien como antes.
Finalmente, podría darse el caso que Fiducia supplicans haya sido un error garrafal de Tucho, el que pagará muy caro. Sobrevinieron consecuencias del todo inesperadas que complicarán no solamente lo que resta del pontificado de Francisco sino también el próximo cónclave.
Se trataría de un error análogo al de Traditionis custodes que provocó el exilio a la insignificancia del cardenal Arthur Roche (a propósito, la interpretación que dimos hace poco menos de un año sobre la anunciada constitución apostólica que barrería los restos supérstites de la liturgia tradicional y por la cual fuimos severamente criticados, resultó acertada).
Finalmente, advierto sobre un aspecto metodológico que plantea FIducia Supplicans y que resulta preocupante.
La declaración se apoya para sostenerse argumentalmente en una distinción innovadora: la existencia de bendiciones litúrgicas o rituales y las bendiciones pastorales, distinción que tendría como único locus theologicus el magisterio del papa Francisco.
Se trata, por cierto, de una argucia que no pasa el mínimo análisis serio y que podrá ser desbaratado fácilmente.
El problema, sin embargo, es que el cardenal Fernández, según se comenta, planea continuar aplicando este mismo principio para otros casos. El próximo sería la ordenación de diaconisas.
Para ello recurriría a la distinción de ordenaciones sacramentales, que seguirían reservadas solamente a los varones, y ordenaciones pastorales o como quiera llamarlas, a las que podrían acceder también las mujeres.
Más allá de los disparatado de esta novedad teológica, el principio podría ser aplicado de modo análogo a una infinidad de casos; por ejemplo, podríamos tener sacerdotisas pastorales que estarían habilitadas para una consagración no sacramental del pan y del vino, y para otorgar un perdón misericordiante y no sacramental en la confesión.
O bien, podría darse el caso que la inventiva del cardenal Fernández distinguiera entre relaciones sexuales pecaminosas y relaciones sexuales amorosas:
las primeras serían las que se dan entre personas de cualquier género en situaciones de sexo casual, y continuaría siendo pecado mortal, y las segundas cuando media una relación afectiva entre los intervinientes. Las posibilidades son infinitas.
El pontificado de Jorge Mario Bergoglio -todos lo recordamos-, comenzó siendo una farsa. Diez años después de ha convertido en una catástrofe.