Religión

La alegría incomparable de encontrar a Dios

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Domingo 7 de enero de 2024

La Solemnidad de la Epifanía nos mueve a renovar el espíritu apostólico que el Señor ha puesto en nuestro corazón. Desde los comienzos fue considerada esta fiesta como la primera manifestación de Cristo a todos los pueblos. «Con el nacimiento de Jesús se ha encendido una estrella en el mundo, se ha encendido una vocación luminosa; caravanas de pueblos se ponen en camino (cfr. Is 60, 1 ss.); se abren nuevos senderos sobre la tierra; caminos que llegan, y, por lo mismo, caminos que parten. Cristo es el centro. Más aún, Cristo es el corazón: ha comenzado una nueva circulación que ya no terminará nunca. Está destinada a constituir un programa, una necesidad, una urgencia, un esfuerzo continuo, que tiene su razón de ser en el hecho de que Cristo es el Salvador. Cristo es necesario (…). Cristo quiere ser anunciado, predicado, difundido…». La fiesta de hoy nos recuerda una vez más que hemos de llevar a Cristo y darlo a conocer en la entraña de la sociedad, a través del ejemplo y de la palabra: en la familia, en los hospitales, en la Universidad, en la oficina donde trabajamos…

Levanta la vista en torno a ti, mira: tus hijos llegan de lejos… De lejos, de todos los lugares y de todas las situaciones en las que se puedan encontrar, por muy distantes que parezcan estar de Dios. En nuestro corazón resuena la invitación que años más tarde dirigirá el Señor a quienes le siguen: Id, pues, enseñad a todas las gentes…. No importa que nuestros familiares, amigos o compañeros se encuentren lejos. La gracia de Dios es más poderosa y, con su ayuda, podemos lograr que se unan a nosotros para adorar a Jesús.

No nos acerquemos hoy a Jesús con las manos vacías. Él no tiene necesidad de nuestros dones, pues es el Dueño de todo cuanto existe, pero desea la generosidad de nuestro corazón para que así se agrande y pueda recibir más gracias y bienes. Hoy ponemos a su disposición el oro puro de la caridad: al menos, el deseo de quererle más, de tratar mejor a todos; el incienso de las oraciones y de las buenas obras convertidas en oración; la mirra de nuestros sacrificios que, unidos al Sacrificio de la Cruz, renovado en la Santa Misa, nos convierte en corredentores con Él.

Y a la hora de pedir algo a los Reyes –porque son santos, que pueden interceder por nosotros en el Cielo– no les pediremos oro, incienso y mirra para nosotros; pidámosles más bien que nos enseñen el camino para encontrar a Jesús, cerca de su Madre, y fuerzas y humildad para no desfallecer en esta empresa, que es la que más importa.

Ellos, después de oír al rey, se pusieron en marcha. Y he aquí que la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el Niño. Al ver la estrella se llenaron de una inmensa alegría. Es la alegría incomparable de encontrar a Dios, al que se ha buscado por todos los medios, con todas las fuerzas del alma.

Y entrando en la casa, vieron al Niño con María, su Madre, y postrándose le adoraron; luego abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra. Eran dones muy apreciados en Oriente. «Y ese mismo Niño que ha aceptado los regalos de los Magos sigue siendo siempre Aquel ante el cual todos los hombres y pueblos “abren sus cofres”, es decir, sus tesoros.

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