Confianza en la oración de petición
Lunes 20 de noviembre de 2023
El Señor nos enseñó de muchas maneras la necesidad de la oración y la alegría con que acoge nuestras peticiones.
Él mismo ruega al Padre para darnos ejemplo de lo que habíamos de hacer nosotros. Bien sabe Dios que cada instante de nuestra existencia es fruto de su bondad, que carecemos de todo, que nada tenemos.
Y, precisamente porque nos ama con amor infinito, quiere que reconozcamos nuestra dependencia, pues esta conciencia de nuestra nada es para nosotros un gran bien, que nos lleva a no separarnos un solo instante de su protección.
Para alentarnos a esta oración de súplica, Jesús quiso darnos todas las garantías posibles, al mismo tiempo que nos mostraba las condiciones que ha de tener siempre la petición.
Y daba argumentos, ponía ejemplos para que lo entendiéramos bien. El Evangelio nos presenta a la viuda que clama sin cesar ante un juez inicuo que se resiste a atenderla, pero que, por la insistencia de la mujer, acabará escuchándola.
Dios aparece en la parábola en contraste con el juez. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Si el que es injusto e inicuo decide al final hacer justicia, ¿qué no hará el que es infinitamente bueno, justo y misericordioso?
Si la postura del juez es desde el principio de resistencia a la viuda, la de Dios, por el contrario, es siempre paternal y acogedora. Este es el tema central de la parábola: la misericordia divina ante la indigencia de los hombres.
Las razones que da el juez de la parábola para atender a la viuda son superficiales y de poca consistencia. Al final se dijo a sí mismo: aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, ya que esta viuda está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme.
La «razón» de Dios, por el contrario, es su infinito amor. Jesús concluye así la parábola: Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar? Y comenta San Agustín: «Por tanto, deben estar bien seguros los que ruegan a Dios con perseverancia, porque Él es la fuente de la justicia y de la misericordia». Si la constancia ablanda al juez «capaz de todos los crímenes, ¿con cuánta más razón debemos postrarnos y rogar al Padre de la misericordia, que es Dios?».
El amor de los hijos de Dios debe expresarse en la constancia y en la confianza, pues «si a veces tarda en dar, encarece sus dones, no los niega. La consecución de algo largamente esperado es más dulce…
Pide, busca, insiste. Pidiendo y buscando obtienes el crecimiento necesario para obtener el don. Dios te reserva lo que no te quiere dar de inmediato, para que aprendas a desear vivamente las cosas grandes.
Por tanto, conviene orar y no desfallecer». No debemos desalentarnos jamás en nuestras súplicas a Dios. «¡Dios mío, enséñame a amar! —¡Dios mío, enséñame a orar!». Ambas cosas coinciden.