Espectáculos

El cazador de recompensas, un wéstern edulcorado en el que Walter Hill quiere parecerse a Tarantino

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Domingo 7 de mayo de 2023

El cineasta resucita duelos, tiroteos, partidas de póquer, cabalgadas por el desierto y planos generales que evocan las pasadas glorias del género

El retorno al genuino wéstern del veterano Walter Hill (Long Beach, California, 1942) finaliza, ya en sus títulos de crédito, con una dedicatoria a Budd Boetticher, el autor que elevó la Serie B del Oeste a las alturas del mejor cine de género, erigiéndose en respuesta minimalista en presupuesto, personajes y situaciones, pero gigantesca en resultados cinematográficos, a FordHawksWellmanMann y el resto de excelsos nombres que esculpieron en celuloide el mito de la Frontera americana y su conquista. Es un homenaje que tiene sabor agridulce.

Hay algunos elementos en El cazador de recompensas que traen a la mente el talante de Boetticher y su cine. No solo el obvio hecho de que Hill está trabajando con un muy ajustado presupuesto económico, sino el personaje mismo de Max Borlund, el cazarrecompensas del título español, apropiado siempre Christoph Waltz, que bien podría haber interpretado el Randolph Scott de Cabalgar en solitario (1959). Sin embargo, nada más alejado de la economía narrativa y la perfección neoclásica, al borde de la modernidad, de Boetticher que la estructura episódica y el innecesariamente enrevesado guion del nuevo filme de Hill.

Con un montaje no del todo afortunado, el espectador sigue con esfuerzo lo que, en realidad, es una intriga sencilla, que se pierde por momentos en una sucesión de escenas deshilvanadas, donde las cortinillas y los fundidos en negro abundan injustificadamente. El resultado es que donde debería haber un ritmo claro y directo, se aprecian momentos de vacío, rellenos con diálogos a veces brillantes, a veces no tanto, y con sorprendentes agujeros de guion. Tiene uno la impresión de que Hill está intentando jugar en el territorio de Tarantino (otro fan de Boetticher), pero sin su convencimiento y descaro posmodernos.

La buena noticia es que Hill no ha perdido del todo ni su pulso ni, por suerte, su amor al género. Partiendo de una historia que remite sin pudor a la brillante Los profesionales (1966) de Richard Brooks, el director resucita con aplomo duelos, tiroteos, tensas partidas de póquer, cabalgadas por el desierto y grandes planos generales, que evocan puntualmente las pasadas glorias del wéstern.

Apoyado en un magnífico reparto, donde destacan Willem Dafoe y un desaprovechado Benjamin Bratt, sus personajes tienen todos algún momento de brillo e ingenio netamente pulp. Tampoco la inclusividad, en un director que siempre se distinguió por utilizar mujeres duras y tensas relaciones interraciales entre sus protagonistas, resulta forzada. Warren Burke, como el sargento negro Alonzo Poe, hace perfecta pareja con Waltz, recordando a veces la química de James Garner y Lou Gossett Jr. en Los trotamundos (1971) de Paul Bogart.

Es lamentable que, por el contrario, Rachel Brosnahan ofrezca un personaje femenino y feminista de una sola nota, sin humor ni erotismo o ironía alguna, en las antípodas de las tremendas Claudia Cardinale o Marie Gomez de Los profesionales. Da la impresión de ser una involuntaria caricatura de las sufragistas de la época, quizá poco o mal comprendidas por un Hill en el fondo nada propenso a ello.

A favor también de El cazador de recompensas juegan una banda sonora liviana y un aire agradecido de humor cómplice, que funciona especialmente bien en los one liners de Dafoe y las conversaciones entre Waltz y Burke, coincidiendo a veces milagrosamente con ese ritmo irregular y sincopado, consiguiendo dar al relato un tono crepuscular y melancólico al tiempo que ligero y divertido, sin excesos dramáticos.

En esos instantes, cuando intérpretes, diálogos, música y plano coinciden casi mágicamente en transmitir la esencia de un Walter Hill irónico y descarado, que sabe más por diablo que por viejo, atisbamos la gran película del Oeste que podría haber sido este irregular entretenimiento, que se queda a medio camino entre el wéstern clásico y la revisión del mismo para plataformas digitales.

El peso del reparto

Quizá el problema principal de Dead for a Dollar, título original que parece remitir engañosamente al spaghetti western, sea, precisamente, que se trata de un filme mucho más ambicioso de lo que aparenta. Una propuesta que está por encima de sus posibilidades. Contando con pocos medios, lastrado por la estética digital actual, con su monocromo color posterizado que convierte el desierto de Santa Fe en un no-lugar sin sol ni luna, sin noches, mañanas ni crepúsculos, Hill ha intentado fundir el wéstern clásico, el spaghetti, el revisionista y el posmoderno en una sola obra, apostando por una estructura episódica, cargando el peso en un reparto excepcional que, sin embargo, no puede sostenerlo todo.

Por otro lado, es difícil que un aficionado al wéstern, tanto como seguidor de Hill, no encuentre a lo largo de su metraje momentos dignos más que suficientes, escenas y diálogos capaces de mantenerlo atento a la pantalla, disfrutando con los ecos lejanos de un cine del Oeste que parece estar asistiendo a su propia noche oscura del alma. Al menos, alienta aquí el fantasma de Boetticher, susurrando a nuestros oídos saturados la máxima del mejor cine de género: menos es más.

El forajido de leyenda

En 1972 debuta Walter Hill como guionista de El rastro de un suave perfume (Robert Culp), neonoir violento, implacable y oscuramente divertido donde encontramos ya su sello: protagonistas interraciales, revisión desmitificadora de los géneros y una nueva mítica del perdedor. Estas señas de identidad se repetirán en sus guiones para Peckinpah o Huston, y empezará a plasmarlas como realizador con El luchador (1975). Heredero directo del cine de género degenerado del Nuevo Hollywood, trasladará su espíritu a la posmodernidad de los ochenta con obras visionarias como Driver (1978) o The Warriors (1979).

Aunque son pocos los genuinos wésterns firmados por Hill, de Forajidos de leyenda (1980) a estudios de carácter como Gerónimo (1993) y Wild Bill (1995), reinventa su mitología con remezclas como La presa (1981), Límite: 48 horas (1982), Cruce de caminos (1986), Traición sin límites (1987), Johnny el Guapo (1989) o la infravalorada Calles de fuego (1984). Sin olvidar su papel en la creación de Alien (1979). Los 90 y primeros 2000 verán su declinar, señalado por filmes como El tiempo de los intrusos (1992), El último hombre (1996) o Invicto (2002). En el siglo XXI ya nadie ofrece recompensa por su universo masculino, violento, cínico e íntegro.

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