Veritas liberabit vos
Sábado 26 de noviembre de 2022
Temeroso de atentar contra las débiles penumbras de las “luces” oscurantistas, diligentemente circunflusas por la perturbada veneración de ateos y clericales, un autodenominado catolicismo, agitado por el viento gélido de la negación herética, se jacta de iluminar la santa religión con la extenuada languidez de un ecumenismo, votado para subvertir patéticamente la solidez de la moral y la positividad del Dogma.
La vaga religiosidad sentimentalista, representativa de la atmosfera decadente que desarrollan las sociedades anémicas de las miasmas del racionalismo, asume dignamente la función de caricatura ridícula de la Buena Novela, traicionada en su proponerse cual empeño indeclinable de una metanoia, que prefigura el renacimiento espiritual de las almas en el crisol purificador y regenerador de la Gracia Divina.
La adulteración naturalista del Evangelio y la paralela desacralización de la Liturgia han reducido el Cristianismo a un correctivo piadoso y postizo de los fines profanadores de poderes terrenales, que encarnan la vacuidad espectral de un mundo corrompido por los venenos de la irreligión y del nihilismo.
El rechazo de la sequela Christi no se produce sobre la base de la adquisición de persuasiones pseudo-racionalistas, sostenidas en tiempos de un pretensioso positivismo por el ateísmo “científico” como justificación de su total ausencia de presupuestos especulativos serios; la rampante ignorancia de la Doctrina Cristiana dispensaría así del deber de corresponder a las promesas bautismales, legitimando rendirse a las tendencias descompuestas de una naturaleza humana decadente.
La conciencia del poder disolutorio de la secularización no disminuye la triste sorpresa frente a la constatación del hecho de que en las palabras y en los pensamientos expresados por una parte cuantitativamente notable de los bautizados no transparenta ni una mínima referencia a las verdades eternas; descartando la necesidad de correlacionar los acontecimientos de la vida cotidiana al fin sobrenatural, se cede al peso de las circunstancias y se obedece a la lógica sofocante del fatalismo, que en desmedro de su difícil y ostentosa racionalidad, aparece como la máscara de la desesperación.
En esta disposición pasiva y desilusionada, típica de la incalificable ligereza con la cual se presume de desembarazarse de una tradición espiritual bimilenaria creyendo poseer un conocimiento suficiente, se condensa la mala planta de las infecciones intelectuales que han conducido a Europa a una trágica e impiadosa descomposición.
La falsa imagen del Evangelio como una suerte de continente inexplorado por la singular insipiencia de aquellos que son declarados cristianos por convención sociológica se refleja en las interesantes consideraciones que Giovanni Papini dedicó al tema en un volumen titulado La escalera de Jacob (1932) y que en parte con gusto transcribimos:
“se puede regresar solo a donde hemos ya estado alguna vez, pero nadie ha estado en el Evangelio, en un Evangelio que no sea solo palabra y papel escrito; ninguno de nuestros antepasados, excluyendo los santos, demasiado pocos con relación a las turbas exterminadas por las generaciones, ha puesto el pie sobre el confín del Reino de los Cielos; la mas grande originalidad, para un hombre de nuestros tiempos, sería el ser Cristiano, lo cual es una empresa después de tantos siglos casi nunca conseguida y que puede tentar a los buscadores de lo raro y lo difícil.
La obra de conversión, calurosamente augurada por el escritor florentino, puede realizarse únicamente con la condición de que el hombre renuncie sin reservas a dejarse absorber por las escorias de una mundanidad difusa, que parece pretender un reconocimiento incluso superior a su radical e ineludible finitud.
El regreso de las almas a sí mismas es el acto preliminar suscitado por la Gracia que, disponiendo a buscar en la oración, en el ascetismo y en el recogimiento los contrafuertes de una espiritualidad no desvigorizada por los vanos y pasajeros frémitos sentimentales, determina su progresiva conformación a la Persona de Jesús crucificado y resucitado; en Él, y solo en Él, se llega a la alegría de una regeneración que derrota las angustias del tiempo y se proyecta en la beatificante eternidad del Reino celeste.