El martirio del Padre Pro
Jueves 24 de noviembre de 2022
Un día 23 de noviembre, fue fusilado Miguel Agustín Pro Juárez S.J., Presbítero y Mártir de la fe católica.
Este glorioso Mártir de Cristo Rey nació el 13 de Enero de 1891, en la población de Guadalupe, Zacatecas; siendo el tercer hijo del matrimonio de don Miguel Pro y doña Josefa Juárez.
A finales de ese año la familia se mudó a la Ciudad de México, pues don Miguel era ingeniero en Minas y en la capital había buenas posibilidades de trabajo. La familia vivió allí unos años y luego, en 1896 se trasladó a Monterrey.
En su infancia, el pequeño Miguel demostró ser muy inquieto, destrozaba las muñecas de sus hermanas, repelaba, hacía berrinches y frecuentemente tenían que corregirlo.
A principios de 1898 la familia Pro Juárez se trasladó a Concepción del Oro, Zacatecas, donde hizo su Primera Comunión, de manos del ahora Santo, Mateo Correa Magallanes, quien años mas tarde tambien culminaría su vida con el martirio
Trabajó con su padre en la administración de minas cuando ya se dibujaban en el horizonte los primeros tintes de la revolución y en medio de este ambiente descubrió su vocación religiosa.
El ingreso de sus hermanas Luz y Concepción como monjas a un convento lo dejó a él vacío y bastante deprimido.
Finalmente decidió entrar al seminario, e hizo sus primeros votos el 15 de agosto de 1913, con lo cual era ya novicio de la Compañía de Jesús.
Para 1914 los carrancistas perseguían fieramente a los sacerdotes, saqueaban y profanaban Iglesias, y dispersaban comunidades religiosas.
Los jesuitas del occidente mexicano tuvieron que aprestarse a huir. Él ya no pudo pensar en reunirse con su familia; los carrancistas y aun a veces los villistas seguían como consigna el atrapar a cuanto “curita” pudieran, y en muchos casos fusilarlos.
Pero aun con el peligro, Miguel se disfrazó de ranchero y consiguió llegar a Guadalajara, donde vio a su madre y a sus hermanos. La Perla de Occidente, estaba en ese momento en poder de Álvaro Obregón, uno de los más pertinaces perseguidores.
El 1 de Octubre se ordenó a los jesuitas mexicanos la orden de huir al extranjero. Miguel Pro se despidió sin saber que era la última vez que vería a su madre.
Por tren llegaron a los Estados Unidos y de ahí se embarcaron a España. En Julio de 1915, el seminarista Pro llega a Granada, donde pasa cinco años estudiando Retórica y Filosofía. A mediados de 1922 se dirigió al Colegio de Sarriá, cerca de Barcelona, para estudiar Teología.
Estuvo muy enfermo a fines de 1923, y en septiembre de 1924 se fue a Enghien, Bélgica, a seguir con la Teología. Ahí recibió las órdenes menores, el 7 de Julio de 1925 el subdiaconado, el 25 el diaconado y el 31 de Agosto el sacerdocio.
En medio de unas operaciones por úlcera en el estómago, le llega al Padre Pro un duro golpe: su madre doña Josefa había fallecido el 8 de febrero de 1926.
Con su úlcera, realmente no va a poder vivir muchos años, pero los superiores jesuitas convienen en que es justo permitirle volver a su patria, por si la enfermedad se agravara.
Antes de embarcarse de regreso a América, el Sacerdote se dirigió al Santuario de Lourdes y visitó la Gruta donde tuvo lugar la Aparición de la Santísima Virgen a Santa Bernardita, ahí recobro fuerzas y salud. Se embarca entonces en el vapor Cuba, en Saint-Nazarie, Francia.
El 8 de Julio de 1926 llegaba a la Ciudad de México, procedente de Veracruz, donde encontró a su padre don Miguel, a sus hermanos Humberto, Roberto y Ana María.
México había cambiado en sus años de ausencia, especialmente en lo que se refiere al problema religioso, justo a su llegada el presidente Calles extremaba las medidas anticatólicas.
El 14 de Junio había sido publicada la Ley Calles, y los católicos, organizados a través de la A.C.J.M. y la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, se disponían a hacer frente a tan neronianas medidas.
En medio de esta situación, y por órdenes superiores, el Padre Pro tenía que seguir estudiando Teología. Pero al mismo tiempo, como sacerdote, se dedicó a pastorear almas, trabajando con celo apostólico por administrar los sacramentos a los fieles, de manera oculta, y convirtiéndose así en blanco de la Policía.
Visitaba familias, a las religiosas del Buen Pastor, ayudaba a pobres y enfermos. El 23 de Septiembre de 1927 se ofreció solemnemente a Dios como víctima por la salvación de la fe en México, por la paz de la Iglesia y la salvación de Calles. Con él se ofrecieron tambien dos insignes guerreros de Cristo, olvidados y rechazados por la jerarquía actual: la abadesa Concepción Acevedo de la Llata y el joven José de León Toral.
La persecución había arreciado a lo largo del mandato presidencial de Calles. Detrás de él, Obregón seguía manejando la política nacional y trató de obtener un arreglo con la Iglesia pues contaba con las ansias de paz de algunos obispos de triste y cobarde memoria, especialmente Leopoldo Ruiz y Pascual Díaz.
Al gobierno le empezaba a urgir terminar con la rebelión cristera, la cual amenazaba con ser más dura, debido al ingreso del general Enrique Gorostieta a las filas cristeras.
Unas reuniones con prelados en San Antonio Texas, no tuvieron éxito debido a la vigilancia de Mons. Mora y del Río, quien no se dejó engañar por las artimañas obregonistas.
Obregón intentó enviar un delegado a hablar con el Papa, para, mediante engaños, hacer que se declarara en contra del movimiento de resistencia católica. Pero S.S. Pío XI se negó, ni siquiera quiso recibir a los delegados, y sencillamente despreció las melosas mentiras de quien había expulsado de México a su delegado apostólico Mons. Ernesto Filippi.
Tanto a Calles como Obregón les empezaba a cansar el asunto cristero, mucho más peligroso de lo que ellos habían imaginado, pero cuando Mons. Pascual Díaz fue a Roma, a ver si gestionaba la paz, el Ilmo. Mons. Mora y del Río protestó y Roma respondió una vez más negativamente.
A los anticristianos se les empezó a meter en la cabeza la idea de vengarse del Papa, luego del desaire a los delegados enviados por Obregón.
Mientras tanto, Obregón se aprestaba a volver a la presidencia. Por órdenes suyas, Calles hizo que el Congreso reformara la ley, de modo que la reelección era permitida por una sola vez para periodos alternados.
Ahora, con esa reforma, Obregón podía volver a ser presidente, y Calles también luego de él, de modo que a los católicos les aguardaba la perspectiva de ser gobernados doce años más por esa mancuerna de salvajes.
Los católicos se sintieron desalentados con la noticia, y empezó a gestar en algunos el pensamiento de tiranicidio.
Todos los católicos sabían que Obregón era el máximo enemigo de ellos y de Dios en la patria. En las Sagradas Escrituras encontramos a las tiranicidas Jael y Judith, y un grupo de acejotaemeros se dispuso a ejecutar al tirano Obregón.
El jefe de ellos era Luis Segura Vilchis, ingeniero que trabajaba en la Compañía de Luz y Fuerza Motriz, tenía ya un cristero y dos acejotaemeros dispuestos a ayudarle.
Segura fabricó unas bombas para ser lanzadas a mano. Pidió a la Liga un coche y la misma gestionó que Humberto Pro, hermano del P. Miguel, cediera a Luis Segura su viejo automóvil.
El 13 de noviembre de 1927 llegaba Obregón a la ciudad de México, proveniente de Sonora. Los conjurados se reunieron, y llevaron a cabo el atentado.
Sin embargo, nadie resultó herido de gravedad, Obregón sólo sufrió unos rasguños. Tirado y Nahúm Ruiz fueron apresados.
La noticia del atentado causó conmoción en el país. La familia Pro lo supo hasta en la noche, y todavía no se preocuparon, sino hasta el día siguiente, cuando en los diarios Humberto se enteró de que los dinamiteros iban en el automóvil que había estado en su poder, era de presumir que la policía dirigiría sus sospechas hacia él.
En la Inspección, Juan Tirado fue torturado brutalmente, pero fiel a su consigna acejotaemera, no dijo absolutamente nada, y desde su arresto hasta su muerte fue imposible arrancarle confesión alguna.
Calles y Obregón cursaron de inmediato la orden de detener a cuanto implicado se pudiera descubrir en el atentado. El jefe militar de la capital, general Roberto Cruz, nombró a Álvaro Basail y Valente Quintana para investigar.
El día 17, Basail llegó a la Compañía de Luz y Fuerza, donde después de haber interrogado a Segura, la policía estaba desorientada. El mismo Obregón no estaba seguro de la procedencia del atentado, y sospechaba inclusive de Calles.
Mientras tanto, Basail y Quintana habían detenido a la señora Montes de Oca, propietaria de la casa donde se habían fabricado las bombas y luego interrogaron a su hijo José, un atolondrado muchachito que había asistido al refugio de los Pro.
Mediante amenazas, los policías le hicieron confesar el lugar donde se encontraba el dichoso Miguel Pro.
Ese mismo día la policía empezó a rondar cerca de la casa y en la madrugada del 18 de Noviembre un piquete de soldados se introdujo en la casa y derribó a golpes la puerta del cuarto donde dormían los hermanos Pro.
“¡Nadie se mueva!”, gritaron. Miguel se dirigió a sus hermanos: “Arrepiéntanse de sus pecados como si estuvieran en la presencia de Dios”. Acto seguido pronunció la absolución sacramental y les dijo: “Desde ahora vamos ofreciendo nuestras vidas por la religión en México y hagámoslo los tres juntos para que Dios acepte nuestro sacrificio”.
Salieron escoltados por los soldados, y Basail se dirigió a la dueña de la casa: “¿Sabía usted que escondía en su casa a los dinamiteros?”. La asustada señora le contesto valientemente: “Lo único que yo sé, es que escondía a un santo”.
El Padre Pro intervino para que la dejara tranquila. Se volvió hacia la señora Valdés y dijo: “¡Me van a matar! le regalo a usted mis ornamentos sacerdotales”.
La señora le obsequió un sarape, él le dejó sus ornamentos y un cilicio, tomo del armario un crucifijo y acto seguido los tres hermanos fueron llevados a la Inspección de Policía.
Allí el padre regaló su sarape a Juan Tirado, quien estaba enfermo por las torturas de que había sido objeto. Encontraron también a Segura Vilchis, pero siguiendo la consigna acejotaemera, ni él dio muestras de conocerlos, ni ellos a él.
Se inició un proceso que al principio fue regular. Los hermanos Pro no podían decir más que la verdad: que ellos no tenían absolutamente nada que ver en el atentado.
La evidente inocencia de los Pro hizo que se pensara en dejarlos libres bajo fianza. Pero el día 21, Calles y Obregón ordenaron tajantemente al general Cruz que fueran fusilados.
El general llego a preguntar a Segura, porque había intentado matar a Obregón. Respondiéndole Segura: “Porque es un hipócrita perseguidor de mi fe, un asesino de católicos, un traidor a la Patria, a la que intenta destruir en beneficio de los Estados Unidos, al servicio de cuyo imperialismo está. Si veinte vidas tuviera Obregón, veinte le quitaría para salvar al Catolicismo y a la Patria de tan ignominiosa tiranía.”
Y así Segura Vilchis permaneció en prisión, pudiendo considerarse ya condenado a muerte, sin que por eso se liberara a los Pro. Nada, quedaba ya que los incriminara en lo más mínimo, salvo el odio acérrimo de Calles hacia todos los sacerdotes católicos.
Por la madrugada el padre despertó y se tomó una aspirina. En las primeras horas del 23 de Noviembre se escuchó movimiento por toda la Inspección, y a las diez de la mañana apareció en el calabozo el jefe de las Comisiones de Seguridad, Mazcorro, quien dijo en voz alta: “¡Miguel Agustín Pro!”. El padre poniéndose de pie se puso el saco, apretó la mano de Roberto y salió al patio de la Inspección.
No se les había dicho absolutamente nada a los prisioneros, por lo que al salir, y encontrar todo el aparato de ejecución, el padre se sorprendió, pero con toda calma caminó al paredón.
El que lo llevaba, Valente Quintana, se acercó y le dijo: “Padre, le pido perdón por la parte que me toca en esto”. Respondió el Padre: “No solo te perdono, sino también te estoy sumamente agradecido”.
Condujeron al padre al lugar donde se hacían prácticas de tiro, los encargados de fusilarlo, soldados de la Gendarmería Montada, formaron el cuadro y se dispusieron a recibir órdenes.
El mayor Torres le pregunto entonces si tenia algún último deseo, y el padre respondio: “Que me permitan rezar”.
Torres se retiró, dejándolo solo, y luego de unos minutos arrodillado, beso su santo crucifijo y poniéndose de pie, se colocó en posición. Al grito de “¡Apunten!” abrió los brazos en cruz y gritó: “¡Viva Cristo Rey!”.
Recibió la descarga y cayó sobre su costado derecho, un sargento se acercó a darle el tiro de gracia. El general Cruz, rodeado de sus lugartenientes y todo un séquito de fotógrafos y reporteros, presenciaban petrificados la ejecución.
Acto seguido fueron fusilados, Segura Vilchis, Juan Tirado y Humberto Pro. Finalmente Roberto no había sido fusilado, esto debido a la intervención indignada del señor Labougle.
En el hospital Juárez, Ana María se encontró con su hermano Edmundo, y luego llegó don Miguel Pro, padre de los mártires. El anciano besó en la frente a sus dos hijos muertos, y dijo a Ana María, que sollozaba: “Hijita, no hay motivo para llorar”.
Llevaron los cuerpos a la calle de Pánuco, donde fueron velados, reuniéndose una gran cantidad de gente.
A las diez de la noche tocaron la puerta y don Miguel, al abrir, se encontró frente a media docena de policías. Estos, descubriéndose la cabeza, humildemente le pidieron permiso para ver a los mártires. Se arrodillaron frente a los cadáveres y rezaron silenciosamente.
Al día siguiente salieron los ataudes para ser llevados añl cementerio pero era tanta la gente que era imposible moverse, entonces el P. Alfredo Méndez grito instintivamente: «¡Señores, dejen pasar al mártir de Cristo!», recibiendo por respuesta, vivas, aplausos y cantos de felicidad; conducidos en medio de una muchedumbre impresionante, todos se lanzaban contra la fúnebre comitiva, tratando de tocar los féretros con rosarios, crucifijos y flores, algunas personas levantaban a sus hijos y decían: «Mira, asi mueren los Mártires, asi mueren por su fe»; su cortejo fue una auténtica beatificación.
Fueron sepultados en el Panteón de Dolores, y don Miguel, luego de arrojar la primera paletada de tierra sobre los ataúdes, exclamó: “¡Todo ha terminado! Los dos murieron por Dios, y de Dios gozan ya en el cielo, ¡Te Deum laudamus!”
El caso del P. Pro es el perfecto ejemplo del odio de Calles a la Iglesia y a todo lo católico; su vileza dio un insigne mártir a los católicos y a los cristeros, y sólo avivó más la aversión hacia Obregón, quien sería finalmente ejecutado por el gran héroe ignorado, José de León Toral.
Fue el primero de los mártires de la guerra cristera en ser beatificado, el 25 de Septiembre de 1988. Sus restos son venerados en el Templo jesuita de la Sagrada Familia y el Verbo Encarnado, en la colonia Roma, de la Ciudad de México.