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La noche de borrachera en la que disolvieron la Unión Soviética sin contar con Gorbachov

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Domingo 4 de septiembre de 2022

El 8 de diciembre de 1991 tres presidentes decidieron liquidar la URSS en un pabellón de caza de la reserva natural de Belovézhskaya sin que el líder recientemente fallecido supiera nada

El representante de Rusia en la Asamblea Nacional de las Naciones Unidas se dispone a intervenir: «La Unión Soviética está dispuesta a amnistiar a un submarino desobediente». Su homólogo de Estados Unidos le corta incrédulo: «¿La Unión Soviética? ¿No se habían separado?» «¡Eso es lo que queríamos que ustedes pensaran!», responde el ruso y estalla en una maligna risotada mientras cambia con un botón el cartel identificativo que tiene delante. Inmediatamente en la Plaza Roja de Moscú vuelve a ondear la bandera roja con la hoz y el martillo, de las carrozas infantiles de un desfile salen por sorpresa los tanques, el muro de Berlín se alza de nuevo y la momia de Lenin resucita de pronto en su mausoleo para terror de los visitantes mientras farfulla: «¡He de aplastar el capitalismo! ¡Grrrrr!»

La desternillante parodia tiene lugar, como casi todos los lectores recordarán, en un capítulo de ‘Los Simpson’, pero lo cierto es que la historia real de la disolución de la URRS fue tan inverosímil, absurda y catastrófica que supera a cualquier posible invención. El último y mayor imperio de la Historia desapareció de la noche a la mañana desencadenando una convulsión terrible que hundió en el hambre y la miseria a las quince repúblicas que lo constituían durante una década oscura y cuyas ondas sísmicas llegan hasta la actual invasión de Ucrania por Rusia. Y lo más increíble es que el hombre que activó el proceso, el fallecido Mijail Gorbachov, fue un amargado convidado de piedra en el instante decisivo

La URSS resucita en ‘Los Simpson’

Quien mejor ha relatado el loco final es el escritor francés Emmanuel Carrère en esa novela impresionante que se titula ‘Limónov’ (Anagrama, 2012) en la que cuenta la vida del poeta y ‘nazbol’ ruso a la par que despliega la impresionante historia del nacimiento y muerte de su país en el curso de una sola vida, entre 1922 y el 8 de diciembre de 1991. Atentos: «Unos meses más tarde tiene lugar una borrachera histórica, la que reunió en secreto, en un pabellón de caza del bosque de Bieloviéjskaia al presidente ruso Boris Yeltsin, al presidente ucraniano Kravchuk y al presidente biolorruso Shuskiévich. Yeltsin ha abandonado Moscú sin decir a Gorbachov nada de lo que pensaba hacer, no ha preparado nada, ninguno de los tres conspiradores tiene la menor idea de lo que son una federación o una confederación. Lo único que se repiten en la sauna, soplando buenas dosis de vodka, es que sus tres repúblicas crearon la Unión en 1922 y que ello les da derecho a disolverla».

«Yeltsin está tan borracho que los otros dos tienen que llevarle a la cama y, justo antes de desplomarse, llama a George Bush padre para darle la primicia: ‘George, nos hemos puesto de acuerdo los compañeros. La Unión Soviética ya no existe’. Para que la humillación sea completa, el cometido de informar a Gorbachov recae en el más insignificante de la troika, Shuskiévich, quien asegura que Gorbachov, espantado, le habría respondido: «¿Y qué pasa conmigo?»

El último imperio

El mejor libro de Historia sobre la atronadora desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas es ‘El último imperio’ , de Serhii Plokhy publicado en español por Turner en 2015. Su tesis, basada en la última documentación desclasificada es asombrosa: pese al triunfalismo del presidente Bush tras la disolución de la URSS en el que declaró al ‘mundo libre’ capitaneado por Estados Unidos vencedor de la Guerra Fría que a punto había estado de provocar la extinción de la humanidad en un choque nuclear entre las dos superpotencias, lo cierto es que la Casa Blanca vivió con mucha preocupación aquellos acontecimientos e intentó por todos los medios, sin éxito, extender la vida de la Unión Soviética porque no se fiaban de aquel estrafalario borracho de Yeltsin, de los afanes independentistas de las nuevas repúblicas ni, sobre todo, de quién iba a controlar el arsenal nuclear más poderoso de la Tierra.

Plokhy se ocupa al detalle de aquella alcohólica reunión definitiva: «Gorbachov furioso, exigió hablar con Yeltsin: ‘Es una vergüenza esto que habéis hecho a mis espaldas y con el consentimiento del presidente de Estados Unidos. ¡No tiene nombre!’, le dijo según cuenta en sus memorias. Quería ver a los tres presidentes eslavos en Moscú al día siguiente. Ni Kravchuk ni Shshkiévich estaban dispuestos a ir, pero a Yeltsin no le quedaba más remedio. ‘No soporto la idea de tener que volver’, le dijo a Kravchuk antes de marcharse’. Alguien advirtió a Yeltsin y a su homólogo ucraniano de que Gorbachov podía ordenar derribar sus aviones cuando hubiese salido de la base aérea de Viskuli. Finalmente no ocurrió nada, aunque, según un rumor que llegó a oídos de varios diplomáticos estadounidenses, Yeltsin llegó a Moscú completamente borracho, y hubo que ayudarlo a bajarse del avión».

Aseguraba el historiador británico Tony Judt en su inolvidable ‘Posguerra. Una historia de Europa desde 1945’ (Taurus, 2006) que el relato de la caída definitiva del comunismo se inicia en Polonia el 16 de octubre de 1978 cuando el cardenal de Cracovia Karol Wojtyla es elegido Papa con el nombre de Juan Pablo II. Fue el comienzo de la agitación en el llamado Bloque del Este y el comienzo del fin del Pacto de Varsovia y de la Europa socialista que, apenas una década después había dejado de existir. «El Papa», escribe Judt, «como Stalin había señalado en una ocasión, no tiene divisiones. Pero Dios no está siempre del lado de los grandes batallones: las carencias militares de Juan Pablo II se compensaban con visibilidad y sentido de la oportunidad. En 1978, Polonia ya estaba al borde del levantamiento social».

Un joven Mijaíl Gorbachov llegaría al poder en 1985 para encontrarse con una URSS exhausta tras la derrota en Afganistán, al borde del colapso económico y social y que además estaba aterrorizada por creer que el sistema de defensa antimisiles llamado ‘Guerra de las Galaxias’ por Reagan —y que después se acabaría demostrando un ingenioso bulo’— implicaba que su enemigo histórico acababa de ponerse por delante en la carrera armamentística mundial. Gorbachov era un reformista, pero en absoluto un radical y jamás sospecho que los cambios que promovió para salvar a la URRS, las célebres ‘glásnost’ y ‘perestroika’, acabaría por abrir la caja de los truenos que desencadenaría su rápido y tumultuoso final tras matanzas, golpes de estado y la desintegración abrupta del último imperio.

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