Grandeza y necesidad de la Misa dominical
Domingo 4 de septiembre de 2022
Padre José María Iraburu
-O sea que tenemos que ir a Misa domingos y festivos…
-Así es desde hace veinte siglos, y seguirá esa gloriosa obligación hasta el último domingo de la historia humana, cuando llegue el Día del Señor definitivo.
Terminada o disminuida la pandemia del covid-19, ha surgido en varias Iglesias locales la necesidad de reafirmar la Misa dominical, como deber grave de los cristianos. Y a la contra, también se han publicado artículos contra la obligación de la Misa dominical, como si fuera una obligación absurda. «La obligación de participar en una celebración eucarística es una contradicción en los términos».
En esta situación, varios portales, como Infovaticana, han publicado algunos valiosos artículos sobre el tema. Y quiere NOTIREDMÉRIDA unirse a tan valiosa y necesaria campaña.
Volvemos a publicar, con algunos retoques, un artículo de hace unos años de José María Iraburu, publicado en INFOCATÓLICA.
(432) «Día» de la Misa dominical (7-05-2017).
–¿No querrá usted que se instituya otro «Día» añadido a las docenas de Campañas y Días que ya tenemos?
–Ésa es exactamente mi intención pro-Misa dominical y, según creo, la de otros muchos.
El abandono de la Misa dominical es el efecto y la causa más importante de la apostasía creciente de Occidente, es decir, de las naciones cristianas más antiguas.
* * *
–Los católicos que durante años han abandonado la Misa dominical suelen ser llamados «católicos no practicantes». Y el nombre es muy apropiado. Aunque, por supuesto, todos somos pecadores, y en este sentido, todos somos más o menos no practicantes del Evangelio de Cristo. Pero, como veremos, dejar la Eucaristía habitualmente es abandonar la vida cristiana.
A veces los no-practicantes son también llamados alejados, y con razón. Pero dejo aquí a un lado este término porque en ocasiones tiene matices diferentes.
–El IIIº mandamiento de la Ley de Dios manda darle culto privado y público, personal y comunitario, adorándole, dándole gracias, bendiciendo su nombre, pues de Él nos viene a los hombres todo bien natural y sobrenatural. Lógicamente, el alma del IIIº mandamiento es el Iº mandamiento, que nos manda amarle con todo el corazón y con todas las fuerzas de nuestra alma. Quien ama al Señor experimenta la necesidad de proclamar su gloria. Y darle culto no es para él tanto una obligación, como una necesidad interior: «¡dichoso el pueblo que sabe aclamarte!: caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro. Tu nombre es su gozo cada día» (Sal 88,16-17).
Muchos cristianos ignoran, sin embargo, que «La Iglesia es para la gloria de Dios» (208). Ingresaron por el bautismo en un gran Pueblo cuyo destino en este mundo desconocen e ignoran. Se comprende bien entonces que vivan, que malvivan, alejados de la Eucaristía, como cristianos no practicantes. Éstos suelen decirse: «¿qué saco yo con ir a Misa?»… No han entendido nada. De la Misa se saca muchisimo, en segundo lugar. Pero en primer lugar, a la Misa no se va a sacar, sino a dar gloria a Dios, a darle gracias.
–El Día del Señor es el sábado de Israel y es el domingo de la Iglesia. AT: «Recuerda el día del sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás todos tus trabajos, pero el día séptimo es día de descanso para el Señor, tu Dios. No harás ningún trabajo» (Ex 20,8-10). NT: En la plenitud de los tiempos, con la encarnación del Verbo divino, con su Pasión y su Resurrección gloriosa, se inicia una nueva creación, en la que el día del Señor es el Domingo, «el día primero de la semana» (Mt 28,1; Mc 16,2; Lc 24,1; Jn 20,1; 1Cor 15,3-5), el día siguiente al sábado, el día de la resurrección de Cristo: «¡éste es el Día que ha hecho el Señor, exultemos y gocémonos en él!» (Sal 118,24).
Catecismo: «La celebración del domingo cumple la prescripción moral, inscrita en el corazón del hombre, de “dar a Dios un culto exterior, visible, público y regular bajo el signo de su bondad universal hacia los hombres” (Sto. Tomás, Suma Teológica II-II, 122,4). El culto dominical realiza el precepto moral de la Antigua Alianza, cuyo ritmo y espíritu recoge, celebrando cada semana al Creador y Redentor de su pueblo» (2176).
El Vaticano II (Sacrosanctum Concilium 106), al definir el domingo, encarece el valor insustituíble de su celebración semanal en la vida personal y comunitaria de los fieles. Y así se entendió desde el principio.
En el año 155, San Justino, en su I Apología, dirigida al emperador Antonino Pío, le explica que los cristianos son hombres dominicales y eucarísticos: «El día que se llama del sol [sun-day, todavía en inglés] se celebra una reunión de todos»; y describe minuciosamente la Misa de esa reunión comunitaria (67). Hay, pues, desde el principio una clara conciencia cristiana de que la Iglesia hace la Eucaristía, y la Eucaristía hace la Iglesia.
–La virtud de la religión es el alma del IIIº mandamiento, pues ella es la virtud que inclina a dar culto a Dios. Y los mandamientos del Decálogo expresan deberes de derecho natural, es decir, intrínsecos a la naturaleza del hombre, única criatura del mundo visible capaz de conocer a Dios, amarle y darle gracias.
Por tanto, la virtud de la religión pertenece a la virtud de la justicia, una de las cuatro cardinales. Sus actos principales son la oración, la adoración, el sacrificio cultual, el voto, etc. Por eso ella encuentra en el Sacrificio Eucarístico la plenitud de su expresión. Logra en la Misa la más profunda unión con Dios (Iº mandamiento), la mayor vinculación con los hermanos (IIº) y el cumplimiento pleno de su ser, de su misión principal en el mundo (IIIº).
Santo Tomás: «Entre todas las virtudes morales es la religión la que más se acerca al fin [que es Dios], pues realiza todo lo que directa e inmediatamente atañe al honor de Dios. Por tanto, la religión sobresale entre las demás virtudes morales» (ib. II-II, 81,6), incluidas las cuatro cardinales.
–La Misa dominical es vital para el cristiano. «La celebración dominical del Día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia» (Catecismo 2177). No es, pues, la Misa dominical para los cristianos una celebración litúrgica optativa, no es un lujo espiritual para los más piadosos: es en principio una necesidad vital absoluta. La Iglesia sabe que no hay vida cristiana sin vida eucarística, ya que la Eucaristía es «la fuente y el culmen» de toda la vida sobrenatural en Cristo, como afirma con especial énfasis el Concilio Vaticano II (LG 11, CD 30, PO 5-6, UR 6).
Y el propio Cristo lo enseñó con palabras muy claras: «si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». Y lo mismo en positivo: «el que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,53-54).
«El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto» (Código c.1246). «El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la Misa; y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo» (c. 1247).
«Por tradición apostólica», ha dicho el canon. En efecto, siempre la Iglesia ha celebrado el Domingo como una cadena ininterrumpida.
El primer eslabón es el mismo día de la Resurrección de Cristo, y a partir de ese domingo primero, consta por los mismos Evangelios que semana tras semana, cada siete días, se reunían los cristianos y Cristo se les hacía presente en la liturgia (Lc 24,1.13; Jn 20,1.19.26; Hch 20,7). Y el último eslabón de este Memorial ininterrumpido de la resurrección de Cristo será la Parusía, la gloriosa venida de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Día del Señor (1Tes 5,2; 2Tes 2,2; 2Pe 3,10.12; Ap 16,14-15). Y pueden ustedes estar seguros de que la Parusía acontecerá históricamente en domingo, en el Día del Señor definitivo.
–La Misa dominical es un precepto grave. La importancia suma de la Misa dominical hace entender la suma obligación de participar en ella. Ya nos lo ha dicho Cristo: «sin Eucaristía no tendréis vida». Por tanto, esa obligatoriedad del precepto dominical no está fundada en la autoridad de la Iglesia; sino en la necesidad absoluta de la Eucaristía para la vida cristiana. Si una cierta planta necesita ser regada al menos una vez por semana –así lo indica el prospecto que la acompaña–, se morirá indefectiblemente si durante varias semanas no se le diera ese riego: lo diga el prospecto o bien omita esta información, haya o no haya obligación de regarla. En consecuencia:
El cristiano que se ausenta voluntariamente y durante largo tiempo de la Eucaristía, pudiendo acceder a ella, está en pecado mortal. Es muy importante que lo sepa. Y son muchos los que lo ignoran. Si es pecado mortal quebrantar una vez el precepto dominical, consciente, libremente y sin causa excusante alguna, a fortiori lo es cuando ese quebrantamiento de la voluntad de Dios, expresada en su IIIº mandamiento, se mantiene durante años.
No entramos aquí en ignorancias inculpables, etc., que puede haberlas, indudablemente. De hecho, hoy son muy frecuentes, pues el precepto dominical está ampliamente silenciado en catequesis, predicaciones, confesiones, dirección espiritual, libros cristianos. Por el contrario, con bastante frecuencia los que no profesan la verdad enseñan mentiras: que Dios no exige culto alguno (contra IIIº mandamiento del Decálogo), que los cristianos han sido liberados por Cristo de toda ley eclesiástica (Lutero y su innumerable descendencia); en una palabra, que los cristianos no tienen ninguna obligación grave en conciencia de ir a Misa los domingos. Muchos enseñan estas mentiras y muchos cristianos se las creen, porque abandonando la Eucaristía se han desvinculado de nuestro Señor Jesucristo y de su esposa la Iglesia, Mater et magistra. Quedan espiritualmente atontados.
Están inermes para ser vencidos por falsedades, como las que difunde un Pagola: «Cualquier otra idea de un Dios interesado en recibir de los hombres honor y gloria, olvidando el bien y la dicha de sus hijos e hijas, no es de Jesús. A Dios le interesa el bienestar, la salud, la convivencia, la paz, la familia, el disfrute de la vida, el cumplimiento pleno y eterno de sus hijos e hijas» (Jesús, 10ª ed., 335). Como ven ustedes, este sacerdite, profesor y escritor, niega abiertamente el IIIº mandamiento del Decálogo. Contrapone absurdamente doxología y beneficencia, el amor a Dios y el amor al prójimo.
–La gloria de Dios es el fin del universo. Y para suscitarla, y salvar así al hombre, crea Dios el pueblo de Israel y de la Iglesia. Actualmente, pues, es tal el vínculo entre vida cristiana y vida eucarística, que quien deja la Eucaristía, deja la vida cristiana. Abandona la Iglesia, la nave de Pedro, y se ahoga en el pecado del mundo, haciendo suya la vida miserable de quienes «trocaron la verdad de Dios por la mentira, y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar del Creador, que es bendito por los siglos, amén. Por lo cual los entregó Dios a las pasiones vergonzosas» (Rm 1,25-26).
No está en la gracia de Dios aquel cristiano que durante años o decenios, ausente de la Misa, rechaza la invitación que recibe del Padre celestial para sentarse a su mesa eucarística; no quiere unirse sacramentalmente con Cristo Salvador del modo más cierto que es posible en esta vida. Es un cristiano que no quiere recibir cada semana a Jesús, como Palabra y como Pan de vida. Piensa, quizá, que no lo necesita.
Es un cristiano que tampoco quiere mantener la communio ecclesialis, la unión social de caridad con los pastores y con la comunidad fraterna. Nadie le ha excomulgado por su distanciamiento de la Eucaristía; pero él mismo se ha auto-excomulgado de la Iglesia. Quiere –en el mejor de los casos– vivir la vida cristiana por libre, a su aire. Algo imposible.
El gran historiador Luis Suárez declaraba en una entrevista que, como es normal, los judíos consideran que abandonó su religión aquel que deja de asistir los sábados a la sinagoga; que lo mismo estiman los íslámicos de quienes ya no asisten los viernes a la mezquita; y que igualmente deben pensar los cristianos de quienes los domingos no van a la iglesia para la Misa.
–La Iglesia, en Oriente y Occidente, ha entendido siempre la Misa dominical como un deber grave, no como un consejo. Un glorioso deber que obliga bajo pecado mortal. Recordaré algunos testimonios antiguos o actuales:
San Justino, en su Iª Apología, 67 (año 155), al describir la vida cristiana y concretamente la Misa dominical, dice que «el día que llaman del sol se celebra una reunión de todos los que moran en las ciudades o en los campos»; y describe la Eucaristía, liturgia de la Palabra y liturgia Sacrificial.
49 cristianos mueren en Cartago por mantener la Misa dominical (12-II-304). Las Actas martiriales de Saturnino, Dativo y otros mártires africanos, bajo Diocleciano, refieren detalladamente este grandioso martirio colectivo. Diocleciano emperador ha prohibido a los cristianos, con pena de muerte, reunirse para celebrar su culto sagrado. En Abitinas, cerca del actual Túnez, es sorprendido en la casa de un cristiano un amplio grupo que, desafiando la prohibición imperial, celebra la Eucaristía del domingo. Allí «recibieron las ansiadas cadenas y, enviados a Cartago, alegres y jubilosos, no cesaron en todo el camino de entonar cánticos al Señor».
El procónsul interroga uno por uno a todos, tratando de persuadirles con palabras y terribles tormentos para que obedezcan la ley imperial. El grupo se mantiene unánime en la fidelidad cristiana. –Télica: «Somos cristianos, y por nosotros mismos nos hemos reunido». –Saturnino: «La celebración del día del Señor no puede interrumpirse» (intermitti Dominicum non potest). –Emérito: «Nosotros no podemos vivir sin celebrar el misterio del Señor (sine Dominico non possumus)». Todos resistieron al diablo «firmes en la fe» (1Pe 5,9; cf. Homilía de Benedicto XVI, (29-05-2005).
–En el Concilio regional de Elvira (306, Iliberis, cerca de la actual Granada), celebran los Obispos el primer concilio de la Hispania bética, y en uno de los cánones enfrentan el absentismo de algunos fieles a la Misa dominical. Pues bien, no se limitan entonces los Pastores sagrados a reafirmar que la Eucaristía es el centro y el culmen de toda la vida cristiana, etc. sino que formulan un canon conciliar por el que debe separarse por un breve tiempo de la comunidad eclesial a quien durante tres domingos no ha participado de la Misa: «Si quis in civitate positus tres dominicas ad ecclesiam non accederit, pauco tempore abstineat, ut correptus esse videatur» (canon 21).
Esta severa norma conciliar busca al mismo tiempo la conversión del pecador y la enseñanza de la comunidad cristiana. Aquel cristiano que, viviendo en la ciudad (in civitate positus), es decir, pudiendo asistir a la Misa, no lo hace durante tres domingos seguidos, es separado un tiempo breve de la Iglesia. Se sobreentiende por lo mismo que quien durante años y años no va a la Misa dominical, queda ipso facto excomulgado. Más que ser expulsado de la Iglesia, como antes he dicho, es él mismo quien por iniciativa propia se ha salido de ella.
–El Catecismo Romano (1566), también llamado de Trento o de San Pío V, al comentar el mandamiento IIIº del Decálogo, encarece la celebración del Día del Señor, que hace del Pueblo cristiano el portador del honor de Dios entre todas las naciones, adorándole públicamente y dándole culto litúrgico.
Y brevemente concluye el Catecismo que «no puede existir motivo para ser negligentes y perezosos en el cumplimiento de una obligación, que no podemos quebrantar sin gravísima culpa» (parte III, cp. IV) (Cf. Catecismo de San Pío X, 1905, explicación del IIIº mandamiento de la ley de Dios).
–El Catecismo actual de la Iglesia Católica dice que «la Eucaristía del domingo fundamenta y confirma toda la práctica cristiana. Por eso los fieles están obligados a participar en la Eucaristía los días de precepto, a no ser que estén excusados por una razón seria (por ejemplo, enfermedad, cuidado de niños pequeños) o dispensados por su pastor propio. Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave» (2181).
–«Las Iglesias descristianizadas», «Las Iglesias arruinadas por la secularización», hoy eliminan prácticamente el IIIº mandamiento de la Ley de Dios. Sus pastores apenas exhortan a sus fieles al cumplimiento del precepto dominical, o le quitan la condición de precepto, dejándolo en consejo. No se presenta este mandamiento a los fieles como un glorioso deber. No es enseñado con fuerza en los catecismos, ni urgentemente apremiado en la predicación, ni promovido con insistencia en los Planes pastorales. Eso indica que en tales Iglesias no se considera como un hecho gravísimo que sus bautizados, en su inmensa mayoría, vivan separados crónicamente de la Eucaristía. Lo ven como algo relativamente normal, pastoralmente tolerable, y por otra parte, irremediable. Y justamente porque así lo consideran, se multiplican más y más, en progresión geométrica, los cristianos no-practicantes.
En realidad, estos cristianos falsificados vienen a ser como piedras desprendidas del Templo eclesial, que se edifica con piedras vivas, trabadas entre sí. Puede decirse también que han llegado a ser como ovejas dispersas, que sigue cada una su camino, siendo así que Cristo dió su vida «para congregar en la unidad a todos los hijos de Dios, que están dispersos» (Jn 11,53)… Esa inmensa mayoría de bautizados no practicantes ha disgregado una gran parte del rebaño.
En el Libro de la sede, editado en España por la Conferencia Episcopal, se pide en la misa de Pastores: «por la multitud incontable de los bautizados que viven al margen de la Iglesia. Roguemos al Señor» (Secretariado Nal. Liturgia, Coeditores Litúrgicos 1988). Como se ve, se considera esa situación como un dato, como una situación estable y previsible. Esta realidad espantosa –que, al menos en las proporciones actuales, no había sido nunca conocida en la historia de la Iglesia–, es hoy vivida por muchos como una realidad normal, o al menos, aceptable, tolerable. Piensan que si algo es, si algo es de hecho, si algo es mayoritariamente y, más aún, si perdura tantos decenios en muchas partes de la Iglesia, no puede ser algo monstruoso. Pero lo es.
–Tradicionalmente han sido considerados «pecadores públicos» aquellos cristianos que perseveran manifiestamente en un pecado grave. El término (publicus peccator – publici peccatores) fue normal desde antiguo, ya en la primera disciplina penitencial de la Iglesia. Y en el Código de Derecho Canónico de 1917 seguía empleándose, como puede verse, por ejemplo, en los cánones 1240 (sepultura eclesiástica), 1066 (matrimonio sacramento), 693 (ingreso en asociación católica).
Pero desde hace medio siglo, la voluntaria debilitación del lenguaje eclesiástico (nunca decir «pecado mortal», sino «grave desorden moral»; jamás llamar «adulterio» a las relaciones adúlteras, sino «divorciados vueltos a casar»; etc.), ha dejado la expresión en desuso. Sin embargo, es evidente que la Iglesia mantiene en substancia la misma disciplina eclesiástica en relación a los cristianos públicamente pecadores; incluso en el lenguaje, habla en el Código actual (1983) de «pecadores manifiestos» (peccatores manifesti), lo que viene a ser lo mismo. Señalo algunos cánones:
–Comunión eclesial. «Los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar. Cumplan con gran diligencia los deberes que tienen respecto de la Iglesia» (209). –Comunión eucarística. «No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» (915). «Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental» (916). –Padrinos de bautismo. «Para que alguien sea admitido como padrino es necesario que… sea católico… y lleve una vida congruente con la fe y con la misión que va a asumir» (874,3). –Unción de los enfermos. «No se dé a quienes persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto» (1007). –Exequias eclesiásticas. «Se han de negar las exequias eclesiásticas… a los pecadores manifiestos, a quienes no pueden concederse las exequias eclesiásticas sin escándalo público de los fieles» (1184,3). La última disposición, obviamente, no tiene hoy vigencia alguna: ¡actualmente nadie se escandaliza por nada! (Me corrijo. Sí hay algo que actualmente escandaliza: que se llame a los pecados por su nombre).
–Los cristianos no-practicantes tienen todos los rasgos de los pecadores públicos o manifiestos. Desvinculados durante años o decenios de la Eucaristía, «persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto». No «llevan una vida congruente con la fe», pues su incumplimiento del IIIº mandamiento de la ley de Dios es consciente, libre y crónico. Quebrantan habitualmente la virtud de la religión, la mayor de las virtudes morales. Son, pues, «pecadores manifiestos». Y al ser innumerables en tantas Iglesias locales, ya «no causan escándalo», consiguiendo que se establezca así el mayor escándalo.
Al menos aquellos que en algún momento tuvieron fe personal, «son inexcusables, pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias; todo lo contrario, se ofuscaron en sus razonamientos, de tal modo que su corazón insensato quedó envuelto en tinieblas» (Rm 1,21). Hablo, por supuesto, del bautizado que en algún momento de su vida tuvo personalmente la fe. Lo más frecuente es que los cristianos que no participan de la vida litúrgica de la Iglesia terminan por perder la fe. Y a veces la pierden sin darse cuenta siquiera: como si perdieran un paraguas: se dan cuenta de que lo perdieron cuando llega un día de lluvia. Pero la fe no puede perderse sin culpa grave personal:
Concilio Vaticano I (1870): el Señor da a los creyentes la fe, «y los confirma con su gracia para que perseveren en esa misma luz, no abandonándolos, si no es abandonado… Porque los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe» (Denz 3014).
–Reforma o apostasía. ¿Qué debemos hacer?
Pastores y fieles cristianos han de conocer y reconocer el IIIº mandamiento de la Ley de Dios. Han de venerarlo y cumplirlo. Han de predicarlo y enseñarlo. Han de ver en él la expresión pública y comunitaria del Iº mandamiento. Han de ser conscientes de que persistiendo obstinadamente en un pecado grave manifiesto, vienen a ser pecadores públicos, que no viven en la gracia de Dios. El precepto dominical es un amoroso precepto del Señor, al que debemos obediencia::
«El que recibe mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama»; y «si guardáreis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor» (Jn 14,21 y 15,10)
Pastores y fieles han de predicar e inculcar la maravilla de la Eucaristía dominical. Han de enseñar y predicar el IIIº mandamiento en homilías, catequesis, educación familiar. No puede una Iglesia local resignarse a ser un edificio en ruinas, con más piedras caídas que edificadas; ni un rebaño con más ovejas dispersas que congregadas. No puede admitir una Iglesia como algo inevitable que la gran mayoría de sus bautizados sean pecadores públicos, que persisten en un pecado grave manifiesto. Ha de llamarlos a conversión. No puede abandonarlos en su pecado y en su error sin predicarles con fuerza y frecuencia la verdad del mandamiento IIIº .
–El Día de la Misa dominical
La exaltación del IIIº mandamiento del Decálogo requiere en favor de la Misa dominical una intensificación fuerte y prolongada en homilías, catequesis, Planes pastorales, congresos teológicos, revistas, libros, cátedras, ejercicios espirituales, Sínodos diocesanos y regionales, Sínodo de Obispos en Roma. Y si se celebrara un Concilio ecuménico con este fin monográfico, no se pondría, ciertamente, un medio desproporcionado para la importancia del fin pretendido.
Estamos acostumbrados en los últimos tiempos a que las Iglesias locales, a lo largo del año pastoral, multipliquen las campañas por los pobres, las vocaciones, la vida consagrada, las misiones, la paz, los inmigrantes, los enfermos, los parados, los presos, los discapacitados, la ecología y tantas otras causas de gran importancia. Y para conseguir esos fines se organizan reuniones, congresos, revistas, semanas, peregrinaciones, encuentros, carteles, programas especiales en radio y televisión, campañas en redes sociales, etc.
Pues bien, ¿recuerdan ustedes en sus Iglesias respectivas grandes campañas periódicas en pro de la Misa dominical?… Es obligado reconocer que en gran número de Iglesias locales muchos otros deberes morales son urgidos en campañas incomparablemente más frecuentes, apremiantes, costosas e insistentes. Al parecer, la promoción de la Misa dominical no es un objetivo pastoral prioritario. Y esa actitud pastoral expresa y causa una profunda devaluación de la Misa, por grandes y altas palabras que a la Eucaristía se le dediquen.
El resultado, que es previsible a priori, podemos comprobarlo a posteriori. Por ejemplo, 1) en la eficacia muy escasa de las campañas vocacionales a favor del sacerdocio ministerial: los seminarios siguen casi vacíos, o cerrados, desde hace medio siglo; y 2) la asistencia a la Misa dominical es mínima y decreciente. En no pocas Iglesias locales el alejamiento habitual de la Eucaristía es tan masivo que ya para muchos bautizados no constituye un problema de conciencia.
Muchos, incluso entre los sacerdotes, pareciera que ni saben que el precepto dominical es grave. Son rarísimas las exhortaciones pastorales en favor de la Eucaristía dominical, entendida ésta no sólo como una norma que requiere obediencia, sino antes y más como una necesidad absoluta del cristiano, con norma o sin ella… Pero no; no podemos acostumbrarnos a esta enorme falsificación de la vida cristiana, haciéndonos cómplices de ella al considerarla normal e irremediable.
La Eucaristía es ante todo para gloria de Dios. Pero al mismo tiempo pretende y realiza la salvación de los hombres. Pues bien, «la caridad de Cristo nos apremia» (2 Cor 5,14). La verdadera caridad pastoral hacia los cristianos no-practicantes –pecadores públicos y persistentes–, es la que con toda solicitud nos mueve a avisarles que llevan camino de perdición. Es la que los llama a la conversión, a la Eucaristía, al cumplimiento del IIIº precepto del Decálogo, a la obediencia de Cristo («haced esto en memoria mía»), norma ininterrumpidamente vigente desde el tiempo de los Apóstoles hasta la Parusía de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, a quien sea dado todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.