Religión

Un sacramento menospreciado: la penitencia

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Por Roberto de Mattei

Domingo 14 de agosto de 2022

Los católicos fieles al Magisterio inmutable de la Iglesia se escandalizan y con razón con las faltas de respeto y las ofensas al Santísimo Sacramento, como ha sucedido con la Misa que hace poco se celebró sobre una colchoneta inflable en la playa de Crotone.

Con todo, los sacramentos de la Iglesia son siete, y entre ellos hay otro que es constante objeto de desprecio: el de la Penitencia.

El sacramento de la Penitencia les resulta desagradable a muchos porque exige al penitente un sincero arrepentimiento de los propios pecados, así como el propósito de no volver a pecar.

Los neomodernistas consideran el arrepentimiento un sentimiento servil que no es exigido por el amor misericordioso de Dios.

Esta postura coincide con la de los jansenistas que la formularon en el siglo XVIII y fueron refutados por San Alfonso María de Ligorio (1696-1787), el gran doctor de la Iglesia proclamado por Pío XII, patrono celestial de todos los confesores y moralistas.

El arrepentimiento, que se manifiesta en una sincera confesión y una aceptación voluntaria de las obras de satisfacción impuestas por el confesor, es uno de los elementos constituyentes del rito sacramental de la Penitencia.

El Concilio de Trento lo definió como «dolor del alma y detestación del pecado cometido» (Sesión 14, cap. 4). Puede ser perfecto e imperfecto.

El perfecto brota del corazón penitente que se duele del pecado porque es una ofensa a Dios. Se llama también contrición. Eso sí, para acercarse al sacramento de la Penitencia es suficiente el dolor imperfecto o atrición, que nace del alma que reniega seriamente del pecado por un motivo sobrenatural (como puede ser el miedo al infierno), si bien inferior a la caridad perfecta.

¿Y cuáles son las condiciones para que la atrición alcance el grado de suficiencia necesario para la validez del sacramento?

Los jansenistas sostenían que no bastaba con la atrición, porque le faltaba el amor puro de Dios, y pensaban que para cumplir el precepto hacía falta una contrición perfecta.

San Alfonso de Ligorio lo aclaró explicando que el temor al Infierno y a la justicia divina contiene ya un initium amoris, dado que el miedo al Infierno supone implícitamente el temor de perder a Dios; se teme el castigo porque lo inflige Dios, autor de la felicidad que se anhela.

«Dicho con más precisión: la atrición incluye un amor incoado porque contiene: 1) Temor a la venganza divina; timor Dei initium delictione ejus; 2) La esperanza del perdón. 3) La esperanza de la bienaventurada.

El penitente común que se acerca al sacramento con la mera atrición empieza a amar a Dios como libertador, justificador y glorificador suyo» (Giuseppe Cacciatore, Sant’Alfonso de’ Liguori e il giansenismo, Libreria Editrice Fiorentina, Firenze 1942, p. 468).

El error del jansenismo consistía en no percibir la acción de Dios en un acto que aunque en sí no justifica está no obstante en el camino a la justificación, a la cual se llega mediante el sacramento.

De otro modo, ningún acto humano podrá ser moralmente bueno si no tiene por objeto el amor de Dios.

Por eso afirmó el Concilio de Trento que la contrición imperfecta o atrición es un obsequio de Dios y un impulso del Espíritu Santo, que todavía no habita en el alma pero la mueve, preparándola para la justicia.

Y aunque por sí sola, sin el sacramento de la Penitencia, la contrición imperfecta no puede llevar al pecador a la justificación, lo dispone para impetrar la gracia de Dios que recibirá en el Sacramento.

La moral rigorista de los jansenistas abría en la práctica camino a la Comunión independiente de la Penitencia, reservada en casos excepcionales a unos pocos elegidos capaces de profesar un amor puro y desinteresado a Dios.

Por su parte, la moral laxista de los neomodernistas afirma que el don del amor puro se concede a todos y hace con ello innecesario el sacramento de la Penitencia.

El neomodernismo niega el valor de la atrición, porque pretende sustituir con la religión del temor la del amor sin mencionar el arrepentimiento de los pecados y la posibilidad de la condenación eterna.

Como bien ha explicado el teólogo Tullio Rotondo, estás desviaciones doctrinales están presentes en la exhortación postsinodal de Francisco Amoris laetitia (Tradimento della sana dottrina attraverso Amoris laetitia, Youcanprint, vol. I, pp. 157-400).

Es más, un elemento fundamental de la contrición es el propósito de enmienda, así como el huir de las ocasiones próximas de pecado, cosas que en la práctica anula Amoris laetitia. 

Sin contrición, sea ésta perfecta o imperfecta, y por tanto sin el propósito de no volver a pecar, «no hay perdón de los pecados, ni reconciliación con la Iglesia, ni se recupera el estado de gracia ni tampoco hay remisión de la pena eterna merecida por los pecados mortales y las penas temporales que son consecuencia del pecado. No hay paz y tranquilidad de conciencia, ni consuelo espiritual ni acrecentamiento de las fuerzas espirituales necesarias para combatir librar el combate cristiano de cada día» (p.190).

Hay además otro motivo por el que los neomodernistas intentan anular el valor del sacramento de la Penitencia.

Los herejes siempre han detestado la Penitencia, porque manifiesta más que ningún otro sacramento el poder judicial que ejerce la Iglesia. Poder que les fue conferido a los Apóstoles y a sus sucesores por el propio Jesucristo, Jefe supremo de la sociedad eclesial (Mons. Antonio Piolanti, Teologia sacramental. Sintesi dogmatica in prospettiva cristologica, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1997).

La jerarquía apostólica ejerce en efecto en la Iglesia dos potestades misteriosamente presentes en una misma persona: la de orden y la de jurisdicción.

La primera consiste en la autoridad para distribuir los medios de la Gracia divina; la segunda es para gobernar a los fieles. «Entre las competencias de la potestad de jurisdicción –explica el cardenal Journet– está la de determinar las condiciones para ejercer la potestad de orden.

Desde esta perspectiva, la potestad de orden depende de la de jurisdicción. Siempre depende de ella en lo relativo a su legítimo ejercicio. Y a veces también depende en lo que se refiere a su ejercicio válido; por eso se exige jurisdicción para administrar válidamente el sacramento de la Penitencia L’Eglise du Verbe incarné, Desclée de Brouwer, Paris 1941, vol. II).

La Misa que se celebró en una playa sobre un colchón flotante es blasfema pero presumiblemente válida, dado que el carácter sacerdotal inherente al sacramento del Orden es indeleble.

Mientras que si un sacerdote, por muy ortodoxo que sea, carece de la jurisdicción exigida para administrar la Penitencia, las confesiones que haga no sólo serán ilícitas sino inválidas, salvo en los casos excepcionales previstos por el Derecho Canónico.

Quien cierra los ojos a este aspecto o lo minimiza sustrae a la Iglesia su carácter de institución y la reduce a un organismo puramente espiritual, como hacen los modernistas.

La Virgen le pidió a Sor Lucía que la comunión reparadora de los primeros sábados de mes fuera precedida o seguida de la confesión en el plazo de una semana.

En el Tercer Secreto de Fátima, la triple llamada del ángel a la penitencia se refiere ante todo a un espíritu de verdadero arrepentimiento, sin dejar por ello de lado el recurso frecuente al sacramento de la Penitencia legítimamente administrado.

La Sagrada Comunión nos incorpora a Cristo, pero la Confesión nos incorpora a su Iglesia, que no es un organismo invisible sino una sociedad real, jerárquica y jurídicamente organizada.

Para los miembros de la Iglesia Militante, la comunión y la confesión frecuente, van de la mano.

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