El misterio trinitario: miembros de la Familia de Dios
A lo largo del Año Litúrgico hemos celebrado en los domingos y fiestas los principales misterios de nuestra salvación: desde la larga preparación de la venida de Cristo a su Encarnación y Nacimiento, su Pasión, Muerte y Resurrección y el envío del Espíritu Santo. En este primer domingo después de Pentecostés, la Iglesia honra de manera particular en su liturgia a la Santísima Trinidad «para darnos a entender que el fin de los misterios de Jesucristo y de la venida del Espíritu Santo ha sido llevarnos al conocimiento de la Santísima Trinidad y a su adoración en espíritu y verdad».
El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio de un Dios viviente y personal, cuya infinita riqueza se nos escapa, nos desborda por completo. Pero que ha querido revelarse a sí mismo para que podamos conocer en la fe aquello que es necesario para nuestra salvación y además es el misterio de un Dios que ha querido comunicar su propia vida divina a través de la gracia.
II. Por todo ello, los textos y lecturas de este Domingo nos presentan, en primer lugar, la verdad de la fe trinitaria: «Santísima Trinidad quiere decir: Dios uno en tres personas realmente distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo». Así lo vemos de manera particular en el Prefacio de la Santísima Trinidad que se utiliza en esta fiesta y todos los domingos del año que no tienen el prefacio propio de un tiempo litúrgico.
«Digno y justo es, en verdad, equitativo y saludable, que siempre y en todas partes te demos gracias, Señor Santo, Padre omnipotente, eterno Dios: que con tu Unigénito Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, no en la singularidad de una sola persona, sino en la Trinidad de una sola sustancia. Pues lo que por la revelación creemos de tu gloria, eso sentimos también de tu Hijo y del Espíritu Santo, sin diferencia ni discriminación. Para que en la confesión de la verdadera sempiterna Deidad, sea en las personas adorada la propiedad, en la esencia la unidad y en la majestad la igualdad…».
Otros textos de la Misa subrayan la relación de esta verdad de fe con nuestra propia vida sobrenatural: la Trinidad Santa como causa eficiente de nuestra redención y santificación: «Bendita sea la santa e indivisible Trinidad; alabémosla, porque ha hecho con nosotros misericordia» (introito).
– La Epístola (Rm 11, 33-36) «contiene un rendido homenaje a la grandeza de Dios. Es el himno de la debilidad humana postrándose reverente ante Dios infinitamente poderoso y sabio, que nos ha dejado vislumbrar sus maravillosos designios, dirigidos por la misericordia, en orden a la salvación de los hombres».
Con las solas fuerzas de la razón natural podemos llegar a demostrar la existencia de Dios en cuanto creador del orden natural, pero nada podemos alcanzar del orden sobrenatural (como lo que se refiere a la Santísima Trinidad, la gracia y la gloria, la Encarnación etc.) que trasciende al orden natural y cuya captación escapa a la capacidad de la razón. Por eso a las verdades de este ámbito las llamamos «misterios» (es decir, «verdades superiores a la razón, que hemos de creer aunque no las podamos comprender»).
La Trinidad ha sido objeto de una revelación progresiva por parte de Dios: en el Antiguo Testamento en ningún momento aparece claramente el misterio trinitario. Pero hay algunos indicios que hacen presentir de algún modo la futura manifestación de este misterio por Jesucristo. Será en el Nuevo Testamento cuando se revela expresa, clara y plenamente el mismo. Es lo que San Agustín expresa diciendo que el Nuevo Testamento se esconde en el Antiguo, y éste se manifiesta en el Nuevo.
– Y el Evangelio (Mt 28, 18-20) nos presenta el bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», momento inicial de nuestra comunión en el misterio de Dios uno y trino.
Por el bautismo estamos familiarizados y connaturalizados con el misterio de la Trinidad en cuyo nombre hemos sido bautizados. Tenemos la capacidad de relacionarnos con las Personas divinas: vivimos en Cristo, hemos sido hechos hijos del Padre y somos templo del Espíritu. El bautizado, como dice san Pablo es «miembro de la familia de Dios» (Ef. 2, 19)[8]
El Espíritu Santo nos introduce en la vida trinitaria, una vida que se acrecienta en nosotros cada vez que dignamente preparados recibimos la Eucaristía con la esperanza de alcanzar un día en el cielo la plenitud de la contemplación y del gozo del Dios uno y trino.
III. Demos hoy muchas gracias a Dios que ha querido revelarse y darnos estos dones de su gracia. A la Virgen María la veneramos como: Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo y Esposa de Dios Espíritu Santo, unidos a Ella, amemos a Dios y cumplamos sus mandamientos para que así Él venga a habitar en nuestras almas en gracia y un día podamos contemplarle por toda la eternidad en la Gloria del Cielo.