Quien presente tendencias homosexuales profundamente arraigadas, no puede ser sacerdote ni religioso
Ante las continuas campañas orquestadas por algunos medios o propuestas sinodales recogidas con sumo gusto por algunos sectores de la Iglesia, conviene recordar lo que dice el Magisterio de la Iglesia (eso que también quieren cambiar y modificar a su gusto) sobre el derecho o no a admitir a personas homosexuales al sacerdocio o a la vida religiosa.
En el año 2005 la Congregación para la Educación Católica publicó una Instrucción «sobre los criterios de discernimiento vocacional en relación con las personas de tendencias homosexuales antes de su admisión al seminario y a las órdenes sagradas».
«La presente Instrucción no pretende tratar todas las cuestiones de orden afectivo o sexual que requieren atento discernimiento a lo largo del período formativo. Contiene únicamente normas acerca de una cuestión particular que las circunstancias actuales han hecho más urgente, a saber, la admisión o no admisión al Seminario y a las Órdenes Sagradas de candidatos con tendencias homosexuales profundamente arraigadas», comienza diciendo el escrito.
La Instrucción precisa que «según la constante Tradición de la Iglesia recibe válidamente la Sagrada Ordenación exclusivamente el bautizado de sexo masculino. A través del sacramento del Orden el Espíritu Santo configura al candidato, por un título nuevo y específico, con Jesucristo: el sacerdote, en efecto, representa sacramentalmente a Cristo Cabeza, Pastor y Esposo de la Iglesia. Por razón de esta configuración con Cristo, la vida toda del ministro sagrado debe estar animada por la entrega de su persona a la Iglesia y por una auténtica caridad pastoral».
Por ello, «el candidato al ministerio ordenado debe, por tanto, alcanzar la madurez afectiva. Tal madurez lo capacitará para situarse en una relación correcta con hombres y mujeres, desarrollando en él un verdadero sentido de la paternidad espiritual en relación con la comunidad eclesial que le será confiada».
La enseñanza del Catecismo
El texto recurre al Catecismo, en donde se distingue entre los actos homosexuales y las tendencias homosexuales.
«Respecto a los actos enseña que en la Sagrada Escritura éstos son presentados como pecados graves. La Tradición los ha considerado siempre intrínsecamente inmorales y contrarios a la ley natural. Por tanto, no pueden aprobarse en ningún caso», zanja el Prefecto de entonces, el cardenal Grocholewski.
Además, sostiene que «por lo que se refiere a las tendencias homosexuales profundamente arraigadas, que se encuentran en un cierto número de hombres y mujeres, son también éstas objetivamente desordenadas y con frecuencia constituyen, también para ellos, una prueba. Tales personas deben ser acogidas con respeto y delicadeza; respecto a ellas se evitará cualquier estigma que indique una injusta discriminación. Ellas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en sus vidas y a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que puedan encontrar».
En ese sentido, «a la luz de tales enseñanzas este Dicasterio, de acuerdo con la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, cree necesario afirmar con claridad que la Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Órdenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay», sentencia la Instrucción.
Responsabilidad del obispo
«Dichas personas se encuentran, efectivamente, en una situación que obstaculiza gravemente una correcta relación con hombres y mujeres. De ningún modo pueden ignorarse las consecuencias negativas que se pueden derivar de la Ordenación de personas con tendencias homosexuales profundamente arraigadas», señala el escrito.
También se muestra muy claro con la actitud que deben tener los obispos cuando se encuentren ante esta situación. «La llamada a las Órdenes es responsabilidad personal del Obispo o del Superior Mayor. Teniendo presente el parecer de aquellos a los que se ha confiado la responsabilidad de la formación, el Obispo o el Superior Mayor, antes de admitir al candidato a la Ordenación, debe llegar a formarse un juicio moralmente cierto sobre sus aptitudes. En caso de seria duda a este respecto, no debe admitirlo a la Ordenación», dice la Instrucción.
Esta responsabilidad recae no solo en el obispo diocesano sino también en el rector y formadores del seminario ya que el documento afirma que «es también un grave deber del rector y de los demás formadores del Seminario el discernimiento de la vocación y de la madurez del candidato. Antes de cada Ordenación, el rector debe expresar su juicio sobre las cualidades requeridas por la Iglesia».
En resumen se pide a «los Obispos, las Conferencias Episcopales y a los Superiores Mayores que vigilen para que las normas de esta Instrucción sean observadas fielmente para el bien de los candidatos mismos y para garantizar siempre a la Iglesia sacerdotes idóneos».
La postura de Francisco
El religioso argentino ya se pronunció al respecto en un libro-entrevista con el sacerdote español Fernando Prado Ayuso.
Una de las preguntas que le hace Prado Ayuso a Francisco y que aparece en el libro es la siguiente: «No es un secreto que en la vida consagrada y en el clero también hay personas con tendencias homosexuales. ¿Qué decir de esto?», a lo que Francisco respondió con esto:
Es algo que me preocupa, porque quizá en un momento no se enfocó bien. En la línea de lo que estamos hablando, te diría que tenemos que cuidar mucho en la formación la madurez humana y afectiva. Tenemos que discernir con seriedad y escuchar la voz de la experiencia que también tiene la Iglesia. Cuando no se cuida el discernimiento en todo esto, los problemas crecen. Como decía antes, sucede que en el momento quizá no dan la cara, pero después aparecen.
La cuestión de la homosexualidad es una cuestión muy seria que hay que discernir adecuadamente desde el comienzo con los candidatos, si es el caso. Hemos de ser exigentes. En nuestras sociedades parece incluso que la homosexualidad está de moda y esa mentalidad, de alguna manera, también influye en la vida de la Iglesia.
Tuve aquí a un obispo algo escandalizado que me contó que se había enterado de que en su diócesis, una diócesis muy grande, había varios sacerdotes homosexuales y que había tenido que afrontar todo eso, interviniendo, antes que nada, en la formación, para formar otro clero distinto. Es una realidad que no podemos negar. En la vida consagrada tampoco han faltado casos. Un religioso me contaba que, de visita canónica a una de las provincias de su congregación, se había quedado sorprendido. Él veía que había buenos chicos estudiantes y que incluso algunos religiosos ya profesos eran gays.
Él mismo dudaba de la cuestión y me preguntó si en ello había algo malo. «En definitiva -decía él- no es tan grave; es tan solo expresión de un afecto». Esto es un error. No es solo expresión de un afecto. En la vida consagrada y en la vida sacerdotal, ese tipo de afectos no tienen cabida. Por eso, la Iglesia recomienda que las personas con esa tendencia arraigada no sean aceptadas al ministerio ni a la vida consagrada. El ministerio o la vida consagrada no es su lugar. A los curas, religiosos y religiosas homosexuales, hay que urgirles a vivir íntegramente el celibato y, sobre todo, que sean exquisitamente responsables, procurando no escandalizar nunca ni a sus comunidades ni al santo pueblo fiel de Dios viviendo una doble vida. Es mejor que dejen el ministerio o su vida consagrada antes que vivir una doble vida.