Santidad y virtudes familiares
Este Domingo celebramos la fiesta de la Sagrada Familia formada por Jesús, la Virgen María y san José. En la historia de la liturgia se trata de una fiesta moderna. Después de diversos antecedentes, el papa León XIII decretaba (1893) que fuera celebrada en los lugares donde estaba permitida, el domingo tercero después de Epifanía, asignándole una Misa nueva y un oficio cuyos himnos él mismo había compuesto. Finalmente, Benedicto XV, en 1921, extendía esta fiesta a la Iglesia universal, fijándola en el primer domingo después de Epifanía.
I. Los evangelistas nos han transmitido muy pocos hechos ocurridos en los treinta años que pasan entre el nacimiento de Jesús y el comienzo de su ministerio público. Apenas unos episodios relevantes como la huida a Egipto o el viaje a Jerusalén a los 12 años que leemos en el Evangelio de hoy (Lc 2, 41-52). Probablemente este silencio guarda relación con el hecho de que Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa sometida a la ley de Dios… que san Lucas resume en una frase: «Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 51).
Esa es la vida que hoy viene presentada como modelo a las familias y a todos los cristianos para que imitando sus virtudes y por la intercesión de la Virgen María y san José, alcancemos la gloria del Cielo. Es decir se nos proponen las virtudes propias de la vida familiar como camino de santificación.
«Señor nuestro Jesucristo, que sujeto a María y a José, consagraste la vida de familia con inefables virtudes; haz que, con el auxilio de ambos, nos instruyamos con los ejemplos de tu Sagrada Familia, y alcancemos su eterna compañía» (or. colecta).
II. La obediencia de Jesús a su madre la Virgen María, y a su padre legal san José, es una imagen temporal de su obediencia de Hijo al Padre celestial. Por eso les dirá: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?».
Por tanto, Cristo ha venido al mundo por obediencia, para hacer la voluntad del Padre en favor nuestro y así redimirnos y elevarnos a nosotros a la condición de hijos de Dios: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para nos llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3, 1). La condición de Hijo de Dios por naturaleza se da únicamente en Jesucristo pero Dios quiso, mediante la gracia, hacernos hijos adoptivos en el Bautismo. Por la gracia santificante, la vida de Dios se da a los hombres. Somos hechos «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pdr 1, 4), somos admitidos en la intimidad de la Santísima Trinidad por la vía de la filiación.
II. Nuestro ser y, en consecuencia, nuestro obrar quedan necesariamente marcados por el hecho de nuestra condición de hijos de Dios. Y entre sus múltiples consecuencias prácticas podemos referirnos a que la filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está muy por encima del vínculo general que une a los hombres entre sí.
«Debemos cuidar la exactitud de una expresión que suele repetirse, según la cual para el cristianismo todos los hombres son hermanos, como hijos del mismo Padre. Lo son, ciertamente, como creaturas. Pero hijo de Dios, en el sentido sobrenatural, no es sino el que ha “nacido de nuevo” (Jn. 3, 3), es decir, el que vive su fe y su bautismo, convertido totalmente a Cristo, o sea el que ya no es del mundo (Col 3, 3), el que ha renunciado a sí mismo y es un “hombre nuevo” (Ef. 4, 21-24)».
Los cristianos somos hermanos, porque somos hijos del mismo Padre y estamos unidos por el vínculo sobrenatural de la caridad. Las manifestaciones que esta fraternidad debe tener en la vida diaria son numerosas: respeto mutuo, delicadeza en el trato, espíritu de servicio… En una palabra: portarnos como hijos de Dios con los demás hijos de Dios, poniendo en práctica las exhortaciones de san Pablo en la Epístola de esta Misa (Col 3, 12-17)
«La caridad es algo más que un uniforme con que estamos vestidos: es la señal de nuestra elección. El mundo debe conocernos por las obras de nuestra caridad. Jesús puso como señal para sus discípulos el mutuo amor y enseñó que este espectáculo es el que puede convertir al mundo (Jn. 13, 34; 15, 12; 17, 21). Por eso dice: el vínculo de la perfección (v. 14), es decir, el lazo de unión que vincula y caracteriza a los perfectos (Fil. 3, 3). “En verdad que la caridad es el vínculo de la perfección, porque une con Dios estrechamente a aquellos entre quienes reina, y hace que los tales reciban de Dios la vida del alma, vivan con Dios, y que dirijan y ordenen a Él todas sus acciones” (León XIII, en la Encíclica Sapientia Christiana)».
III. Por intercesión de la Virgen María y de san José, pedimos a Dios que guarde a nuestras familias en su gracia y en su paz y que nos enseñe a vivir en la Iglesia con el espíritu de familia propio de quienes cumplen la voluntad de Dios, para que podamos gozar de su eterna compañía en el cielo.