La Obediencia Ciega no es católica
Por Pedro Luis Llera
Hoy en día, muchos funcionarios eclesiásticos carecen de fe y quieren abolir la santa misa, con su carácter sacrificial y con el concepto de transubstanciación, que consideran anticuado. Su animadversión a la misa de siempre es otra buena prueba de lo que afirmo. ¿Quién puede estar en contra de la misa que celebraron san Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola o san Francisco Javier (por poner solo tres ejemplos) con tantos frutos de santidad?
Ya en 2013 se publicó un informe de la Comisión Luterano-Católico Romana titulado Del Conflicto a la Comunión para la Conmemoración Conjunta de la Reforma en el 2017 que llegaba a decir lo siguiente:
- Tanto luteranos como católicos pueden afirmar en conjunto la presencia real de Jesucristo en la Cena del Señor: «En el sacramento de la Cena del Señor, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente total y enteramente, con su cuerpo y su sangre, bajo los signos del pan y del vino» (Eucaristía 16). Esta declaración en común afirma todos los elementos esenciales de la fe en la presencia eucarística de Jesucristo sin adoptar la terminología conceptual de «transustanciación». De esta forma, católicos y luteranos entienden que «el Señor exaltado está presente en la Cena del Señor, en el cuerpo y la sangre que él ofreció, con su divinidad y su humanidad, mediante la palabra de promesa, en los dones del pan y del vino, en el poder del Espíritu Santo, para su recepción mediante la congregación»52.
“Sin adoptar la terminología conceptual de transubstanciación”… Claro, claro… Todos estamos de acuerdo en que un coche tiene cuatro ruedas y un volante, pero vamos a olvidarnos del concepto de “motor”… Un disparate. Estamos de acuerdo en todo, dicen: menos en lo sustancial. “Tira que libras”.
El problema es la falta de fe de una parte de los funcionarios vaticanos y de la jerarquía de la Iglesia. Lex orandi, lex credendi. Pero si no crees, la lex orandi sobra: sobra la liturgia, no tiene sentido la transubstanciación ni tienen sentido los sacramentos ni tiene sentido nada. Estos jerarcas apóstatas son quintacolumnistas que trabajan con denuedo para destruir la Iglesia desde dentro. Pero no lo conseguirán. Porque Cristo, que es la Cabeza de la Iglesia, no lo consentirá.
La obediencia cadavérica no es católica. Uno no está exento de responsabilidad si obedece a los hombres antes que a Dios; o si obedece a alguien que, en nombre de Dios, se permite la licencia de mandar preceptos que vayan contra el depósito de la fe: contra los dogmas, contra los sacramentos o contra los Mandamientos de la Ley de Dios.
Un Papa no nos puede obligar a adorar o a arrodillarnos ante la Pachamama, que es un ídolo pagano. Un Papa no puede obligarme a creer que está en gracia de Dios quien vive públicamente en pecado mortal y que un divorciado que se ha vuelto a casar por lo civil puede recibir la comunión como si nada. Un Papa no me puede obligar a aceptar que las uniones homosexuales se puedan bendecir en la Iglesia. Un Papa no me puede obligar a aceptar que el aborto no sea un pecado abominable. Un Papa no puede borrar de un plumazo los dogmas que se refieren a la Virgen María. Un Papa no puede quitar el sacramento de la penitencia. Un Papa no puede cambiar la fe de la Iglesia.
Sin libertad no puede haber virtud y ejercer la virtud de la obediencia siempre lleva consigo hacer un buen uso de la propia libertad. Sin embargo, renunciar a la inteligencia (y por tanto, a la libre deliberación) en nombre de la obediencia es renunciar a la propia responsabilidad. No puedes alegar ante Dios que tú has pecado por obediencia debida… No vale… Tú eres responsable de tus actos porque Dios te ha dado la inteligencia y te ha dado la libertad. Y la libertad debe ir orientada siempre al bien y a la virtud: nunca al vicio ni al pecado. La obediencia ciega implica pasar, de la virtud, al pecado de eludir el deber que tiene todo hombre de hacerse responsable de sus actos. Es más, sería actuar imprudentemente puesto que cualquier acto de virtud moral debe estar siempre regido por la prudencia.
La voluntad divina ha de ser la regla primera que regule toda voluntad racional y esa voluntad de Dios la conocemos porque Él nos la ha manifestado por su Revelación y la profesamos en la fe. La fe es la obediencia directa a la voluntad de Dios.
Muchas veces se ha malinterpretado a San Ignacio cuando dice: “Para que en todas las cosas lleguemos a la verdad, debemos mantenernos en creer que lo blanco que yo veo es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina”. Estas palabras de San Ignacio, que tantas veces se han utilizado contra aquellos cristianos que saben y quieren discernir, se refieren a las verdades de fe y moral que la Iglesia define y establece como dogmas: San Ignacio no promulgó nunca la obediencia ciega: predicaba la virtud, no el voluntarismo ni el servilismo borreguil acrítico y alienante.
Virginia Olivera, en un artículo titulado Sobre la obediencia desordenada (y una carta de L. Castellani), señala lo siguiente:
El voluntarismo divorcia moral y metafísica, y de este modo, parecería que no hubiera ningún Bien objetivo que atraiga a la voluntad humana, y ésta se haría “buena” por la sola obediencia. En este marco nominalista, se considera que algo es bueno porque la autoridad -o Dios, de quien proviene- lo manda, y no al revés: tal cosa es buena, y por eso, Dios la manda infaliblemente, y el superior debería hacerlo también, sometiéndose de antemano a una Ley que está por encima de él. Por ello ninguna autoridad puede, por ejemplo, modificar los Mandamientos.
Y en ese mismo artículo cita Virginia una carta del P. Leonardo Castellani sobre la obediencia, en la que podemos leer:
La obediencia religiosa está enderezada a la perfección evangélica; sólo puede producirse en el clima de la caridad, y el abuso de la autoridad no solamente la hace imposible, sino que constituye una especie de profanación o sacrilegio.
La definición de “obediencia” de Santo Tomás es “oblación razonable firmada por voto de sujetar la propia voluntad a otro por sujetarla a Dios y en orden a la perfección.”
Esta definición contiene claramente los límites de la obediencia porque no hay que creer que la obediencia es ilimitada. La obediencia religiosa es ciega pero no es idiota. Es ciega y es iluminada a la vez, como la fe, que es su raíz y fuente. Sus dos límites son la recta razón y la Ley Moral.
Ambos límites están también fijados por San Ignacio al afirmar a una mano que físicamente es imposible asentir a algo absurdo; y a otra, que no hay que obedecer cosa en que se viese pecado, no ya mortal solamente, sino de cualquier clase. No se puede ejecutar virtuosamente ninguna cosa donde exista la más mínima porquería, relajamiento, vileza o claudicación moral.
Por su parte, la Constitución Dogmática “Patris Aeternis” de Pío IX proclama la infalibilidad del Romano Pontífice y matizaba la autoridad del Papa: «Pues no fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por revelación suya manifestaran una nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, santamente custodiaran y fielmente expusieran la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la Fe» (cf. Denz. S. 3069-3070).
¿Queda claro que el Papa no puede cambiar la fe ni puede ni debe manifestar una nueva doctrina? El Papa debe custodiar y transmitir el depósito de la fe; es decir, la revelación transmitida por los Apóstoles.
A este respecto, Santo Tomás de Aquino señaló que «habiendo peligro próximo para la fe, los prelados deben ser argüidos públicamente por los súbditos. Así, San Pablo, que era súbdito de San Pedro, le arguyó públicamente» (Comentario sobre la epístola a los Gálatas 2, 14).
Y San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, señaló lo siguiente: «Así como es lícito resistir al Pontífice que agrede el cuerpo, así también es lícito resistir al que agrede a las almas, o que perturba el orden civil, o, sobre todo, a aquél que tratase de destruir a la Iglesia. Es lícito resistirle no haciendo lo que manda e impidiendo la ejecución de su voluntad» (De Romano Pontífice, libro II, c. 29).
El clericalismo – tan reiteradamente criticado por el Papa Francisco – se aplica hoy en día de mil maneras distintas para socavar la fe de los fieles. Clericalismo es decretar a golpe de autoritarismo. Y así se ha funcionado en las últimas décadas, tergiversando el concepto de autoridad y de obediencia. Ahora se cambia la liturgia porque lo digo yo, ahora salen los ministros extraordinarios a dar la comunión porque lo digo yo; ahora lo que antes era impensable, ya es la norma y no sólo eso, sino que no doy explicaciones. Se habla mucho de sinodalidad, de diálogo, de no excluir a nadie, de escuchar a todos… Pero luego las altas jerarquías hacen los que les da la gana sin consultar a nadie. Porque ellos son los que saben y los que enseñan y los que tienen la autoridad y el poder. Y se impone cualquier barbarie. Es como si la Iglesia fuera suya y pudieran hacer con ella lo que les diera la gana. Es como si la doctrina fuera suya y pudieran cambiarla a su antojo: como si la verdad revelada por los apóstoles pudiera cambiarse al capricho del jerarca de turno, que se cree mejor y más iluminado que los apóstoles, que los doctores de la Iglesia y que todos los santos juntos. Incluso los hay que le llegan a enmendar la plana a las palabras del propio Jesucristo según se expone literalmente en los evangelios. O se aduce que entonces no había grabadoras que recogieran exactamente las palabras del Salvador para manipular a gusto y sin rubor las Sagradas Escrituras y la Tradición.
La sinodalidad, tal y como la están entendiendo hoy en día los alemanes, por ejemplo, es un engaño. Así lo recogía hace pocos días InfoCatólica: Mons. Bode cree que al final conseguirán su objetivo: ordenación de mujeres, fin del celibato y bendición de parejas homosexuales.
Esa sinodalidad es un modo sibilino (o burdo) de cambiar la doctrina como si la Iglesia fuera una democracia liberal en la que la moral o la fe se pudiera someter a votación. Pero nosotros no somos independientes de Dios ni podemos hacer un dios a nuestra medida, porque caemos en el pecado de herejía, de idolatría y, en último extremo, de cisma y de apostasía. Nosotros debemos obediencia a la Ley Eterna, obediencia a la caridad; obediencia a la voluntad de Dios, tal y como la Iglesia la ha enseñado siempre en todas partes. Y la revelación terminó con la muerte del último de los apóstoles. Desde entonces no hay nada nuevo, no hay revelación novedosa. No hay nuevos pentecostés en los que el Espíritu Santo haya revelado a nuevos iluminados nada diferente; y mucho menos, nada contradictorio con lo que la Iglesia ha predicado siempre.
“Dios no se muda”, decía Santa Teresa de Jesús. Dios no cambia de opinión, no evoluciona. Su Ley es Eterna y afecta a todos: grandes y pequeños, poderosos y pobres. Las novedades no son católicas. Las doctrinas “nuevas” son, simplemente, herejías. Lo católico es la custodia escrupulosa del depósito de la fe, de la verdad revelada por Dios a través de la predicación de los apóstoles; a través de las Sagradas Escrituras y de la Tradición.
Así, pues, os exhorto yo, el prisionero en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz. Sólo hay un Cuerpo y un Espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación.Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos. (Efesios 4).
Y dice el apóstol san Pedro:
Pero hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina. Y muchos seguirán sus disoluciones, por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado y por avaricia harán mercadería de vosotros con palabras fingidas. Sobre los tales ya de largo tiempo la condenación no se tarda y su perdición no se duerme.
Atrevidos y contumaces, no temen decir mal de las potestades superiores, mientras que los ángeles, que son mayores en fuerza y en potencia, no pronuncian juicio de maldición contra ellas delante del Señor. Pero estos, hablando mal de cosas que no entienden, como animales irracionales, nacidos para presa y destrucción, perecerán en su propia perdición, recibiendo el galardón de su injusticia, ya que tienen por delicia el gozar de deleites cada día. Estos son inmundicias y manchas, quienes aun mientras comen con vosotros, se recrean en sus errores. Tienen los ojos llenos de adulterio, no se sacian de pecar, seducen a las almas inconstantes, tienen el corazón habituado a la codicia, y son hijos de maldición. Han dejado el camino recto y se han extraviado siguiendo el camino de Balaam hijo de Beor, el cual amó el premio de la maldad y fue reprendido por su iniquidad; pues una muda bestia de carga, hablando con voz de hombre, refrenó la locura del profeta.
Estos son fuentes sin agua, y nubes empujadas por la tormenta; para los cuales la más densa oscuridad está reservada para siempre. Pues hablando palabras infladas y vanas, seducen con concupiscencias de la carne y disoluciones a los que verdaderamente habían huido de los que viven en error. Les prometen libertad y son ellos mismos esclavos de corrupción. (2 Pedro 2).
No podemos seguir a los falsos maestros. No se puede obedecer a quien te incita al pecado: el camino de la verdad no puede ser blasfemado por la herejía, la apostasía, la idolatría, la antropolatría; por un absolutismo que imponga la voluntad del tirano, y no la Dios.
Errar voluntariamente por obedecer a los superiores en contra de la conciencia va contra la ley natural y divina y decir que es lícito obedecer a los superiores contra la ley de Dios es la herejía de los fariseos. Jesús llamó a los fariseos “guías ciegos”. Obedecer a los superiores en contra de la ley de Dios es convertir a los fieles, no en un ejército de cadáveres obedientes, sino en un amplio territorio de sepulcros blanqueados habitados por muertos al espíritu.
En una carta impresa del portugués padre Melchor Núñez, escrita en 1555, se decía: “más querría errar por obediencia que acertar por mi propia voluntad, aunque confieso que el Señor por su bondad me da desseo de cumplir su sancta voluntad”.
Ante semejante barbaridad, el jesuita español P. Diego de Santa Cruz llega a escribir que “el abuso de la obediencia ciega es invención de Satanás para cegarnos con ella y hazernos soberbios, arrogantes, presumptuosos, y que quieran los de la Compañía mandar más que Dios”.
Efectivamente, algunos quieren “mandar más que Dios”.
Santa Cruz, ante la extensión del error herético sobre la obediencia ciega, escribe un informe completo y exhaustivo en el que llega a proponer una especie de edicto de anatema:
- “El que dixere que vale mas errar por obediencia que acertar por su propia voluntad, anathema”.
- “Quien diga que es lícito quebrantar la ley divina quando los superiores lo demandaren, anathema”.
- “Quien dixere que es lícito ignorar la ley divina, anathema”.
- “Quien dixere que es lícito no enseñar la ley divina los que tienen obligación para ello, anathema”.
- “Quien dixere que es lícito dexar a los discípulos o súbditos con su ignorancia cerca de la ley de Dios para que piensen que es lícito quebrantarla quando sus superiores lo mandaren, anathema. Y assi se manden quitar los errores de las cartas y la pintura de todas las partes del mundo donde estuvieren”.
- “Quien dixere que es lícito mentir por obediencia, anathema” .
Esta especie de edicto que proponía a la Inquisición el P. Diego de Santa Cruz resulta particularmente interesante porque plantea el problema moral: errar, quebrantar la ley divina y mentir por obediencia. Este es el territorio de la mala obediencia, la frontera prohibida para cualquier cristiano: ninguna autoridad legítima puede ordenar la transgresión de la ley de Dios en nombre de la obediencia porque no se puede ser obediente a la autoridad humana y desobediente a la ley de Dios. La transgresión en esas circunstancias hace incurrir en el pecado imperdonable: el anatema.
El Papa no tiene autoridad para cambiar la doctrina eterna: los dogmas, los sacramentos, la moral y la oración. El Papa no manda más que Dios: tampoco manda tanto como Dios. El Papa debe obedecer a Dios y cumplir el ministerio que le fue encomendado por el mismo Dios: custodiar con celo el depósito de la fe y transmitir la doctrina; es decir, la verdad revelada por Dios a través de los apóstoles, sin cambiar ni una coma.
Y si cualquier obispo (o cualquier religioso o un laico) pretendiera cambiar, innovar, “hacer evolucionar” la doctrina para cambiarla al gusto del mundo moderno, incurre en pecado de herejía. Y el pecado no se puede obedecer. Porque Dios nos ha dado la razón y el entendimiento para distinguir el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar y combatir. El Papa es el único que puede reclamar para sí la infalibilidad ex cathedra. Pero fíjense bien: esa infalibilidad es cuando fija la doctrina ex cáthedra; es decir, «cuando define solemnemente verdades de fe y costumbres». Entonces, hay que prestarle obediencia ciega. Pero ahí se acaba la ceguera. Porque Dios nos dio la inteligencia para que seamos capaces de ver, entender y guiar nuestra libertad para encaminarnos hacia el fin para el que hemos sido creados, que es el Bien, la Verdad y la Belleza; es decir, hacia el cielo, hacia la visión beatífica de Dios mismo, que es nuestra felicidad.
El fin propio de la fe es la unión del creyente con Dios que se revela. Por lo tanto, todo hay que tomarlo, como el propio San Ignacio señala, en tanto en cuanto… Hay que obedecer y hacer todo aquello que contribuya a nuestra salvación; y hay que rechazar todo lo que nos aparte de Dios y nos amenace con la condenación eterna. Por eso no se puede obedecer el pecado: ni la herejía, ni la idolatría ni las mentiras… Ese es el Principio y Fundamento de los Ejercicios de San Ignacio.
“El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto salvar su alma; y las otras cosas sobre la faz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden a conseguir el fin para el que es creado. De donde se sigue que el hombre tanto ha de usar de ellas cuanto le ayuden para su fin y tanto debe privarse de ellas cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que cae bajo la libre determinación de nuestra libertad y no le está prohibido, en tal manera que no queramos, de nuestra parte, mas salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y así en todo lo demás, solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce al fin para el que hemos sido creados”.
La fe es una virtud sobrenatural infusa en la inteligencia que busca ver y entender. Los católicos estamos unidos en la fe y en Cristo; en todo lo demás, ya se trate de filosofía, de teología, de estética, de arte, de literatura o de política podemos adoptar y adoptamos, en todo aquello que sea prudencial, las posiciones más variadas. La inteligencia quiere ser cautivada por Dios. Pero no por los hombres.
Los católicos debemos obedecer a Dios sobre todas las cosas y cumplir su voluntad. Pero la voluntad de Dios no siempre es la voluntad de la jerarquía ni de los funcionarios del Vaticano. Las personas, también los obispos y los sacerdotes, yerran y pecan: Dios, no. El magisterio infalible se conoce y se acepta (la voluntad movida por la gracia mueve a nuestra inteligencia, a nuestro entendimiento, a creer las verdades de la fe, los dogmas del Credo y todos los demás establecidos por la Santa Madre Iglesia). Pero la Iglesia no es un partido comunista o nazi, que exija a sus correligionarios obediencia ciega al líder; ni una secta, cuya fe dependa de las opiniones o los deseos arbitrarios del santón o del gurú de turno. Si así fuera, estaríamos al albur de los caprichos arbitrarios de cada obispo o de cada Papa. Y la Iglesia no es eso.
Decía Chesterton que “la iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza”. Con su genialidad, el escritor inglés nos alerta sobre uno de los grandes peligros que corren aquellos que “queriendo ser más papistas que el Papa” se niegan a utilizar la inteligencia y se conforman con una fe infantil que se resiste a crecer y a madurar.
No nos quitemos la cabeza cuando entremos en la Iglesia, ni pensemos que “es más perfecto el que calla y asiente sin pensar”. Pensar no es pecado. Dejarse guiar por los falsos pastores al abismo de la perdición, sí lo es; y la responsabilidad de tus actos será tuya. Quien engaña peca y quien se deja engañar, también. No somos libres para pecar. Podemos pecar pero no debemos… La libertad debe ir siempre de la mano de la virtud y el bien para que podamos alcanzar el fin para el que hemos sido creados: alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto salvar nuestra alma.