Del «sí se puede», al «si Dios quiere»
Ignacio Monar es profesor de instituto de Filosofía, laico agustino en la Fraternidad del Monasterio de la Conversión y miembro de escritores.red
¿Por qué me chirría escuchar aquellos lemas populistas del «sí, se puede, sí se puede»? Porque mienten, simplemente por eso. Es puro sentido común rechazar los cantos de sirena del voluntarismo fácil. «Impossible is nothing«, dicen. Bien sabe mi alma a través de cuántos imposibles se traza cualquier camino. Quizás no venda zapatillas, pero hay muchas cosas imposibles y afirmar lo contrario es engañar.
La determinación, la constancia, construyen el éxito, pero no lo aseguran. Editaron hace pocos meses un documental sobre la deportista española Carolina Marín durante su duro proceso de recuperación de una lesión de rodilla, para poder ir a los Juegos Olímpicos de Tokio. «Puedo porque pienso que puedo», lo titularon con frase de Perogrullo. El objetivo de Carolina estaba a punto de lograrse hasta que se rompió la otra rodilla. Entonces ya «no pudo», por muy pegadiza que fuese su máxima.
¡Triste percibir cómo usan argumentarios propios de libros de autoayuda! Las soflamas del entrenador no reconocerán que en una final sólo gana uno. Tampoco se curan de un cáncer los que lo desean con mucha fuerza.
Hace siglos, el cristianismo que arribó a las costas del Grecia se encontró una cultura supeditada a la idea de «destino». Un sino trágico, aunque no siempre pesimista, a la espera de que «dios mismo venga a redimirnos», como escribe Platón en el Fedón. Otra libertad llegó entonces, hija de la responsabilidad moral y de la verdad. Hombres que recitaban el Padre Nuestro aceptaban el señorío amoroso de un Señor. Era la incertidumbre de la fe. Era el «si Dios quiere«.
El «si Dios quiere» cristiano es revolucionario. Sin fatalismo, pues se fía de quien nos ama hasta la muerte en cruz. Es la oración de abandono de Charles de Foucault. Cercano al «In šāʾ Allāh» de los cristianos árabes e incluso, por qué no reconocerlo, compartido con la espiritualidad islámica.
¿Cómo no iban a enervarse los seguidores de la «voluntad de poder» con aquellos que entraban en las cámaras de gas rezando «hágase tú voluntad»? ¿Puede sorprender que los que gritan «Ni Dios, ni amo» se escandalicen? La Modernidad ilustrada pretendía la emancipación del ciudadano alcanzando una supuesta mayoría de edad. En una falacia grosera, racionalidad era madurez. Fe, infantilismo. Una ecuación donde preguntarse qué es lo que Dios quiere no tiene cabida. Es más, Dios mismo no tiene cabida.
Dejemos la fanfarronería del «sí, se puede», espejismo de adolescente convencido de su inmunidad. Más bien contribuyamos al cántico de las criaturas, que elevan su respuesta agustiniana: «Él nos ha hecho». Esa humildad se llama «gracia» y es un don. Soberanía de Jesús en nuestras vidas que aspira a un ojalá, el ojalá de encontrarse con el Hijo Amado. Si Dios quiere.