Religión

La Fe y la fortaleza

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Por Padre Ángel David Martín Rubio

En el Evangelio de este Domingo (XII del Tiempo Ordinario: ciclo B) escuchamos el milagro de la tempestad calmada por Jesucristo (Mc 4, 35-41). El episodio ocurrió en el Mar de Galilea, en el curso del río Jordán, y en cuyo entorno se encontraban las ciudades como Cafarnaúm en las que Jesús desarrollaba su ministerio: predicación y milagros en los primeros momentos de su vida pública.

2 CORINTIOS 1:3, 4; 4:16.

I. La 1ª lectura (Job 38, 1. 8-11) nos presenta a Dios, rodeado de majestad que habla a Job «desde la tormenta»: un torbellinoo nube tempestuosa, constituye como su pabellón regio al manifestarse a los hombres. En sus palabras vemos cómo la omnipotencia divina se refleja no sólo en el acto de establecer los fundamentos de la tierra, sino en la delimitación de las fuerzas caóticas del mar.

Ahora Jesucristo, como Dios y hombre verdadero, demuestra una vez más que tenía pleno dominio sobre toda la creación, como dueño y señor de toda ella. Le obedecen las criaturas irracionales e inanimadas, en las que no cabe sugestión ni engaño alguno. De ahí la pregunta de los discípulos: «¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!» (v. 41). Ante aquel hecho tan excepcional, ellos que ya habían visto los milagros de Jesús y creían en Él como Mesías, empiezan a darse cuenta de que Cristo es mucho más y se van abriendo progresivamente a su revelación definitiva como Hijo de Dios.

Pero antes de llegar a este desenlace, el evangelista nos insiste también en que los discípulos se habían visto dominados por sentimientos de desconfianza y miedo y fueron objeto de una reprensión por parte de Jesús: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). Aunque el miedo en aquellas circunstancias parece bastante justificado (en el mar de Galilea las tormentas son muy peligrosas para los barcos de pesca, pues está situado en una depresión o cuenca), Cristo no reprende la cobardía sino la falta de fe. Eran sus apóstoles y recurrían a Él en el momento difícil para que los salve; pero no tenían plena confianza. Los apóstoles habían sido hasta entonces testigos de grandes milagros pero ¿le obedecerían el viento y el mar? Acaso pensaron que dormía ajeno a cuanto les ocurría…

El mismo reproche podemos aplicar a los cristianos cuando la cobardía es consecuencia de la falta de fe. «La virtud de la fortaleza, o sea valentía, es absolutamente necesaria para la vida cristiana y nace de la fe: hoy día quizás más que nunca, en que el cristiano tiene que caminar por una selva oscura».

II. La fortaleza es una de las cuatro virtudes cardinales (junto con la prudencia, justicia y templanza), que reciben este nombre porque en el conjunto de las virtudes morales (que tienen por objeto inmediato y directo la honestidad de los actos humanos)son como el apoyo y fundamento de las virtudes derivadas.

Fortaleza «es la virtud que nos hace animosos para no temer ningún peligro, ni la misma muerte, por el servicio de Dios» (Catecismo Mayor) y por su propia definición vemos que sin ella las otras tres virtudes quedarían inertes sin consistencia, expuestas ante las dificultades.

El acto principal de la fortaleza es el martirio, por el que se sufre voluntariamente la muerte en testimonio de la fe o de cualquier otra virtud cristiana relacionada con la fe. Por el contrario la falta de esta fortaleza (que es virtud sobrenatural no la sola fortaleza natural o adquirida) puede ser pecado grave y fuente de otros pecados como vemos en el caso de san Pedro (Mc 14, 66-72) o de Pilato (Jn 19, 6-8). Una forma particular de esa cobardía (muy extendida hoy entre los cristianos) es el llamado «respeto humano» que por miedo a la reacción en contra de los demás nos lleva a dejar de cumplir el deber o a practicar valiente y públicamente la virtud.

Cuando falta la fortaleza, por temor o cobardía, se rechazan las molestias necesarias para conseguir un bien que es difícil de alcanzar como es el caso de las exigencias que supone la vida cristiana, que debemos afrontar sabiendo que la gracia de Dios nos precede y acompaña pero que requiere nuestra cooperación esforzada. En el extremo contrario hay que evitar una audacia o temeridad que lleve a despreciar de manera inconsciente los peligros para nuestra salvación o a no poner los medios que son necesarios para afrontarlos.

Por todo esto que decimos, el episodio evangélico de la tempestad calmada que comentamos encuentra también aplicación a cada cristiano que debe afrontar con fe y fortaleza las dificultades por las que atraviesa a lo largo de su vida. Como los apóstoles que veían a Jesús dormido en medio de las zozobras por las que atravesaba su barca, todos nosotros sentimos, con mayor o menor intensidad, el vaivén de la tormenta en numerosas ocasiones. Es ahí cuando debemos tener una confianza en el Señor que presupone la Providencia de Dios, la fe inquebrantable en la victoria final de Cristo y la convicción de que al hombre fiel a Dios, nada ni nadie podrá separarlo de su amor.

A la Virgen María le pedimos que nos alcance la gracia de que el Señor nos confirme en la fortaleza de modo que sepamos permanecer fieles en su servicio en medio de las dificultades exteriores e interiores.

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